La Neta Neta

Blanca Portillo: “La gente está mucho menos crispada de lo que quieren hacernos creer”

Blanca Portillo, en una imagen reciente sin datar.
Blanca Portillo, en una imagen reciente sin datar.Javier Mantrana del Valle

Dice Blanca Portillo que, en el fondo, la vida rima. Por eso no es casual, cree, que a su papel en Maixabel le haya seguido su éxito atronador con Silencio. Como protagonista en la película de Icíar Bollaín ha logrado el primer Goya de su carrera. En el teatro, arrasa estos días por toda España con una obra nada convencional, basada en el discurso de ingreso en la Real Academia Española (RAE) de su autor, Juan Mayorga.

En esa simbiosis de éxito entre escena y pantalla, Portillo (Madrid, 58 años) ha crecido. “Como actriz y como ciudadana. En eso, la vida ha sido muy generosa conmigo”. Lo dice a punto de comenzar su gira después de haber abarrotado en Madrid durante un mes el Teatro Español. Pero ese camino de cambio comenzó antes, al adentrarse en la piel de una mujer que precisamente batalló contra la negrura del rencor mediante el silencio, convencida de la necesidad de escuchar para entender, incluso a los asesinos de su marido.

Juan María Jáuregui cayó de un tiro en la nuca en Tolosa el 29 de julio del año 2000. Aquel disparo partió en dos a su familia y retumbó en las calles de la localidad guipuzcoana con el redoble seco de la ignominia. Pero su esposa, Maixabel Lasa, con el tiempo, quiso entender por qué a él. Decidió apuntarse a la vía Nanclares para escuchar a dos de los autores del crimen, ya arrepentidos. Querían pedirle perdón. Pero para ella esa palabra suena un tanto vacía. Prefería, sencillamente, comprender. “Maixabel cree que el perdón, como concepto, no tiene ya casi valor. Sí, en cambio, confía en la capacidad de cambiar y en que una persona, cuando es consciente del daño que ha infligido hasta el punto de no querer repetir sus actos, merece una segunda oportunidad”, comenta Portillo en una terraza de su barrio, en la frontera entre La Latina y Lavapiés.

Blanca Portillo, junto a Luis Tosar en ‘Maixabel’.

El viaje hacia el poder regenerador de su personaje en la película la ha transformado. “Maixabel es silencio. Habla del que uno elige y del impuesto”. Justo como en su obra de teatro, cuando ella sola va desgranando en escena esa palabra como sinónimo de una conversación y una condena, como una actitud que plasma con cara de circunstancias o se manifiesta en el ahogo de un llanto. “He descubierto cosas que creía saber y no sabemos. A veces vivimos con lo que nos llega en titulares y no tenemos capacidad de asimilar. Estoy completamente a favor de aquella vía que duró tan poco tiempo. Yo, hoy, intento categorizar menos. Con información todo se relativiza, nos hemos instalado en la pobreza del blanco y el negro, en lo bueno y lo malo pero, cuando conoces, eso te hace ser más tolerante con los demás y contigo”.

Sostiene que entiendes con ello dónde se hallan tus temores y tus comodidades, algo que duda cuando ve la actitud de ciertos políticos enzarzados en la bronca. “Que nos muevan el suelo cuando resulta más cómodo saber qué es bueno y malo no nos gusta a nadie. Me pregunto si determinados políticos desean vernos idiotizados como parte de su guiñol, cuando, en realidad, la mayoría de ciudadanos somos mucho más tolerantes. ¿Qué creen? ¿De verdad pretenden que nos convirtamos en eso que se empeñan en trasladarnos? Me lo pregunto. Y lo malo es que resulta contagioso. Puede ser contaminante, aunque siento que la gente está mucho menos crispada de lo que quieren hacernos creer”.

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A veces vivimos con lo que nos llega en titulares y no tenemos capacidad de asimilar

Prefiere pensar que no nos regimos por simplismos reconfortantes, que cuestionamos las circunstancias y, lejos de evadirnos, buscamos la reflexión. Al menos, ella ha tomado ese camino. En ello han influido sus dos últimos trabajos. Al comprobar cómo han sido refrendados por el público, cree que no está sola. “Ahora me pregunto más por qué pasan las cosas, por qué alguien decide ciertas opciones. Eso me hace entender mejor las conductas, las defienda o no. Me encuentro en un espacio de cuestionamiento más que de afirmación, pese a que hay circunstancias que no me caben en la cabeza”. Se refiere a ciertas derivas, inequívocos y desconcertantes pasos hacia el precipicio colectivo de la intolerancia. “¿Por qué se eligen ciertos caminos? ¿Qué tienen estos de buenos, qué pretenden conseguir con ello?”.

Lejos de afirmar, alérgica a la sorda contundencia de las sinrazones y la ausencia de matices, prefiere preguntar. “Lo hago mucho más, soy observatriz, me siento lejos de aquellos líderes que pretenden erigirse en símbolos pétreos de algo, que no dan el brazo a torcer y que confían en que cuanto más inflexibles se muestran, más éxito tendrán”.

Frente a la palabrería, el eslogan y el efectismo de la soflama, Portillo recomienda silencio. Y en eso se ha aliado junto a un cómplice de hondura, como el dramaturgo, filósofo, matemático y académico Juan Mayorga. Son dos criaturas de la escena. Auténticos sacerdotes de un rito que requiere comunión colectiva: el teatro. Su éxito conjunto les ha revelado estos meses varias cosas. “La pandemia, inevitablemente, nos ha sacudido y eso provoca que la gente vaya más al teatro. Allí se produce una catarsis colectiva, directa, una ceremonia pagana, una comunión de emociones compartidas donde te reconoces, donde hablan de ti, donde a todo el mundo le concierne lo que ve”.

También lo que escucha y lo que calla. Precisamente de eso trata Silencio. Una voltereta que convierte en asombroso y refrescante hecho teatral algo tan solemne como un discurso. Ambos exprimen la palabra como si fuera una ciencia exacta rodeada de incertidumbre. Una aspiración, un manifiesto y un tratado de poética. Urden el espectáculo a base de complicidades con un público al que Portillo invita a participar: “En Madrid han estado brillantes, han cuajado unas funciones maravillosas desde la butaca”.

La trampa del estruendo

En Silencio uno halla mística, música, enjundia: un viaje de la antigua Grecia al siglo de Oro español, de Dostoievski a Lorca, de Shakespeare a Woyzeck, de Chaplin a John Cage y su pieza 4,33′, ese espacio de música callada que Portillo interpreta íntegramente, justo el tiempo que dura: cuatro minutos y 33 segundos. El texto rezuma sabiduría y perpetuo cuestionamiento. Abre rutas del mimo al drama, de la comedia y la pantomima a la tragedia. “Mayorga es silencio puro, lo importante se encuentra en lo que el texto a veces no dice. Es muy críptico, él lo practica, en eso nos parecemos mucho. Y también en cómo lo concebimos. Para nosotros es reflexión y ritmo; encierra y abre el momento de lo oculto. En estos tiempos de creciente ruido que nos rodea y nos atraviesa, se convierte en algo necesario, dice el texto. Hay gente que lo huye. Unos lo temen y otros lo necesitan, se sitúa siempre más allá, en el lugar preciso para escuchar tus propios sentimientos”.

Blanca Portillo, en el ensayo general de ‘Silencio’, dirigida por Juan Mayorga.Víctor Sainz

Allí necesita uno salir en su busca, zafarse de la trampa del estruendo. Afrontarse y mirarse desde otros espacios ajenos a uno mismo. Con sentido del humor, también. Mayorga y Portillo han discutido mucho su creación conjunta: “El peso de la dramaturgia es suyo, pero hemos abierto un diálogo constante”. Por ejemplo, en asuntos que resquebrajan símbolos asentados, caso de la Bernarda Alba lorquiana.

Mayorga apostaba por la tirana; la intérprete, en cambio, lo hacía por la madre. No se ponían de acuerdo. ¿Solución? Mostrar las dos versiones. “Para mí, ella es una víctima más. No se trata de un monstruo con las palabras que utiliza Mayorga. Él habla de ella así: ‘La enajenación de la tirana que nada ha aprendido, cuya intransigencia no cede ni ante la vista de su hija muerta’. ‘¡No puede ser, Juan!’, le dije”.

Para el autor, Bernarda Alba representa en sí la intransigencia, el yugo. Pero Portillo lo enmienda. “Ella no es la ley, está también sometida. Creo que esa es una versión demasiado masculina, con todo el respeto”. Madre es y como madre de cinco hijas con dos matrimonios, Bernarda ha conocido el amor y el sexo. Pero sobre todo ha sentido el instinto del cuidado. “Lo vemos también en Maixabel, de hecho no habría afrontado la obra de la misma manera sin haber hecho antes la película”, asegura. “Una mujer es cuidadora por naturaleza, desde el principio de los tiempos. Llevas durante nueve meses un ser dentro. La protección, el intento de procurar bienestar, nos corresponde más. No veo esto como una condena, aunque tampoco debe convertirse en algo inamovible ni que demos por hecho solo para nosotras. Debe cundir en hombres lo mismo que en mujeres. El cuidado humaniza, ponerse en el lugar del otro, estar en el otro, no puede convertirse en una condena. Es un privilegio y un don sobre el que debe extenderse el ejemplo”.

Ella ha querido atravesar la línea del género en escena. Por eso en su día afrontó personajes masculinos que incluso la elevaron a otras cotas. Fue Segismundo en La vida es sueño, de Calderón, y también Hamlet. “Nunca he tenido la intención de querer hacerlo todo, sino de dejar claro que interpreto a seres humanos. Lo mismo que me meto en Mrs Dalloway, de Virginia Woolf, con quien no tengo nada que ver, un hombre no me corresponde en muchas cosas, pero en otras sí, se trata de verlo como un semejante”.

A cada cual hay que analizarlo en sus condiciones: ambientales, políticas, de género… “¿Si Segismundo hubiera sido una muchacha, tiraría a un hombre por la ventana, le dominaría esa parte violenta? Me lo pregunto. No digo que las mujeres no tengamos esa vena, pero dudo de que en eso nos mostremos iguales. Lo bueno de él es que logra subvertirlo y se convierte en un gran gobernante. Al ostentar el poder se revela como el mejor político. Antepone el interés general al suyo propio. Sufre una transformación, sale con rabia de su encierro. Aunque le priven de libertad y de afectos, ese proceso le convierte en alguien mejor, ríete tú de Hamlet. La grandeza de Calderón ahí es bestial. Hamlet construye más bien poco. Shakespeare en eso se muestra oscuro, dominado por una melancolía, y esa extraña visión que le convence de que el mundo nunca va a ser mejor”.

Nunca he tenido la intención de querer hacerlo todo, sino de dejar claro que interpreto a seres humanos

Echando por tierra los moldes, a Portillo le ha resultado natural desdoblarse para Silencio dentro de un yo femenino y componer al tiempo un académico. La versatilidad y la rica contundencia de su ambigüedad se lo permiten para alcanzar en este caso la virguería. “Ese ha sido el reto también, cómo componer un académico que al tiempo fuera una actriz, sin ser yo. Hacerlo con generosidad, con capacidad de reírnos desde el respeto. Forjando una relación con el frac de profundo cariño para lograr un ser humano apasionado, vehemente y más mayor”.

Sigue ahora subiendo las escaleras del escenario Portillo enfundada en ese frac que es un disfraz tan convencional como conveniente. Con las manos a la espalda, encorvado y encorvada a la vez, dentro de ese ilustre andrógino que ha compuesto magistralmente, con el pelo pegado a la frente para descomponerse en mitad de la función y llevarnos al rayo del silencio, al susurro del pensamiento bifurcado, a la gruta de la callada meditación, al paraíso tormentoso y revelador de las paradojas. Blanca Portillo continúa su viaje en esta gira que comenzó el viernes en Toledo y se presenta larga como es ya la sombra luminosa de esta superdotada actriz con su merecido Goya ahora en la vitrina.

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