Blanqueamiento

Una niña adorable, en posesión de inteligencia, belleza y gracia, me describe su enamoramiento absoluto del protagonista de una serie que exhibe Telecinco y titulada Love is in the air. Sus amigas lo comparten. El imán de ese señor arrasa entre las preadolescentes. Veo un par de capítulos y alucino. Todo es ñoño, insustancial, rutinario, infame, pero lo más asombroso es que esas criaturas de piel esforzadamente blanca, en ambientes que pretenden ser clónicos de la Europa más satisfecha y cosmopolita, son turcas. Imagino que Erdogan la ha financiado y bendecido. Vender esa imagen de su país es surrealista, pero al parecer arrasa. El mundo que retrata no tiene nada que ver con la Turquía que he visitado varias veces.

Mi pasmo fue similar en un cine legendario de Jaipur, con espectadores nativos que vivían con entusiasmo, aplausos y lágrimas lo que les ocurría a los seres de la pantalla. Los actores y actrices de la mítica factoría Bollywood, al igual que los que aparecían en la televisión hindú, estaban blanqueados, intentando de forma grotesca borrar con el maquillaje sus señas físicas de identidad, empeñados en parecer exageradamente blancos. No sé lo que pensaría Gandhi de los actuales anhelos estéticos de su raza.

Menos mal que vuelvo a concentrarme en la lectura, que puedo prescindir de la enloquecedora y terrorífica televisión en este inacabable tiempo de desdicha. Me fascina y emociona la forma con la que narra John Williams una historia sobre la infelicidad cotidiana en su novela Stoner. También engullo de un tirón el desdeñoso, sufriente y frecuentemente corrosivo diario que escribió Juan Marsé titulado Notas para unas memorias que nunca escribiré. Solo se salva el amor incondicional que siente por su nieto Guille. Y sigo enganchado con la historia de la familia del director de cine Sergio Cabrera, incluida la estancia en la China de Mao a la que fue destinado por sus comunistas padres. Lo cuenta muy bien Juan Gabriel Vásquez en Volver la vista atrás.

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