Las oscuras montañas de Nagorno Karabaj se alzan poderosas como un castillo. Su única vía de entrada es una carretera que serpentea brillante bajo el pálido sol invernal. Por ella discurre un solitario camión sobre cuyas lonas blancas hay un letrero estampado en azul y rojo que avisa: Ejército Ruso. Solo ellos, los militares de la fuerza de paz rusa desplegada hace dos años, y, de vez en cuando, un convoy de la Cruz Roja, pueden adentrarse en este enclave armenio situado en territorio internacionalmente reconocido como Azerbaiyán. También la prensa internacional tiene vetado el acceso. Tras la muralla montañosa, unos 100.000 armenios languidecen sin calefacción, con cortes continuos de electricidad, escasez de medicinas y alimentos desde hace 50 días.
Un joven soldado del ejército armenio —dos metros de alto, las mejillas coloradas por el viento cortante— cava una zanja que ha de servir de entrada al búnker. Deposita la tierra sobre neumáticos colocados para detener las balas enemigas. Apenas 500 metros más allá, donde comienza a elevarse la siguiente loma, termina Armenia y empieza Azerbaiyán, y sobre ella hay otro búnker similar sobre el que ondea la bandera azerbaiyana. El comandante de la pequeña unidad fronteriza armenia sale de entre los túneles, el kaláshnikov colgado al hombro y en la otra mano una pequeña bandeja con tres tazas de café de puchero. “Nos tienen a su merced: estamos rodeados y ellos dominan las posiciones más altas”, lamenta.
Hasta hace poco más de dos años, todas estas tierras estaban bajo control del ejército armenio, que se las arrebató a Azerbaiyán en la guerra que ambos países libraron entre 1991 y 1994, nada más independizarse de la Unión Soviética. En 2020, Azerbaiyán contraatacó y recuperó el territorio perdido, con la excepción del corazón de Karabaj. El acuerdo de alto el fuego, que ambos países firmaron bajo la mediación de Rusia, estableció que el corredor de Lachin —el cordón umbilical que une Nagorno Karabaj con Armenia— queda bajo vigilancia de la fuerza de paz rusa, formada por casi 2.000 militares, y que Azerbaiyán “debe garantizar la seguridad de las personas, vehículos y carga que se muevan a través del corredor de Lachin en ambas direcciones”. Sin embargo, el pasado 12 de diciembre, supuestos manifestantes ecologistas de Azerbaiyán —que protestan por el trabajo de unas cercanas minas, pero que muchos sospechan son meros enviados por el Gobierno de Bakú, ya que cuentan con protección policial y militar— bloquearon la carretera impidiendo el normal tránsito.
La economía del enclave armenio se ha detenido por completo, pues ya no llegan suministros ni combustible, y la comida ha empezado a escasear. Una residente de Stepanakert, la capital karabají, explica por teléfono que dedica la mayor parte del día a buscar comida: bien sea preguntando a amigos o familiares que tienen despensas mejor abastecidas o haciendo largas colas en las tiendas para recibir lo que el Gobierno distribuye con cupones de racionamiento. No hay fruta, aparte de las granadas de cultivo local, y apenas hay verduras. El lunes llegó un cargamento de zanahorias y “se vendió en segundos”, escribe en Twitter el periodista armenio Marut Vanián, residente en Stepanakert.
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En varios depósitos de Goris, la última ciudad armenia antes del corredor, se amontonan sacos de patata en polvo enviado por la comunidad armenia de Krasnodar (Rusia), cajas con fruta deshidratada, macarrones y arroz fletados por organizaciones armenias de Ereván. Hasta 250 toneladas de productos alimenticios esperan las complejas negociaciones que permitan su distribución: para ello, los armenios de Karabaj deben solicitarlo a la Cruz Roja o las fuerzas rusas, y estas deben negociar y obtener el visto bueno de las autoridades de Azerbaiyán. La ayuda de la Cruz Roja ha permitido aliviar la escasez de medicamentos en los hospitales de Nagorno Karabaj y evacuar a Armenia unos 60 enfermos en estado grave, pero en las farmacias siguen faltando “analgésicos, antipiréticos, antibióticos, medicinas para la diabetes y la tensión, productos de higiene básica”, relata por teléfono la doctora Svetlana Harutyunián: “La situación empeora día a día. Se han suspendido los análisis rutinarios, muchos tratamientos médicos y las operaciones que estaban planeadas”. Además, los pacientes de los pueblos tienen dificultad para llegar hasta los centros médicos por la falta de combustible.
Las autoridades de Karabaj también denuncian que Azerbaiyán ha cortado la línea de alta tensión que llegaba de Armenia. “Ahora dependemos de nuestra limitada producción y por eso, cada día, hay cortes de luz de unas seis horas”, explica Artak Beglarián, asesor del Gobierno karabají. También el suministro de gas se detiene periódicamente —el gasoducto que llega de Armenia pasa por territorio azerbaiyano— y se ha reducido tanto su volumen que no da para encender las calefacciones. Así que las autoridades han repartido pequeñas estufas de leña con las que los habitantes del Karabaj tratan de sobrellevar las gélidas temperaturas. “Buscan aterrorizar a la gente, derrotarla psicológicamente generando incertidumbre y miedo”, denuncia Beglarián.
“Una cosa es contarlo y otra vivirlo. Desde fuera puede parecer que no es tan grave, pero dentro la situación es terrible”, explica Sevag Aghabekián en el pueblo de Tegh (sudeste de Armenia). Este transportista y su hijo quedaron atrapados por el bloqueo en Stepanakert adonde acudían regularmente a llevar materiales de construcción. Tras 43 noches durmiendo en sus vehículos y sin apenas comida, él y otros compañeros decidieron escapar a través de caminos de cabras y desfiladeros, burlando el bloqueo azerbaiyano: “No se veía nada, y parecía que nos íbamos a despeñar, pero al final lo conseguimos”.
Familias divididas por el bloqueo
El bloqueo ha dividido a cientos de familias que se hallaban en la otra parte antes del 12 de diciembre. Gente como Sevag, que trabajaba yendo y viniendo a Stepanakert, o karabajíes que se hallaban en Armenia para consultas médicas, gestiones o viajes al extranjero.
Diez niños de entre siete y 12 años se pasan el día en los pasillos del hotel Mirhav de Goris; pintan en sus cuadernos, leen, juegan al ajedrez, se cuentan cosas y ríen a hurtadillas, corretean poco y salen aún menos, porque fuera la temperatura baja de los cero grados. Sus madres, con ellos, llevan semanas encerradas, esperando que se abra una posibilidad de regresar a su hogar. “Uno de mis hijos está en Stepanakert, solo en casa porque mi marido es militar y está desplegado. No hay escuela por la falta de electricidad y calefacción, así que se pasa el día en casa, solo y con frío. Nos echa mucho de menos”, cuenta Inna: “Aquí en este hotel estamos bien, tenemos todas nuestras necesidades físicas cubiertas, pero por dentro se nos rompe el alma por no poder regresar a nuestra tierra”.
La mediación de la Cruz Roja ha permitido que medio centenar de personas, especialmente menores, retornasen con sus familias; pero es un proceso laborioso, aún más que la distribución de ayuda humanitaria, que se lleva a través de negociaciones “confidenciales”, matiza una portavoz de la organización.
La profesora de danza Lari Avanesián pudo regresar con sus alumnas a Nagorno Karabaj gracias a la mediación de la Cruz Roja tras pasar casi 50 días varada en un hotel de Goris por el bloqueo azerbaiyano. Andrés Mourenza
Los últimos en regresar, el pasado domingo, fueron una decena de adolescentes y sus monitores que habían salido de Karabaj a principios de diciembre para participar en competiciones internacionales. La noche anterior, Lari Avanesián y sus alumnas de danza no podían ocultar la emoción por volver a casa: “La falta de comida no nos disuadirá de volver a Artsaj [como llaman los armenios a Nagorno Karabaj]. Nuestros padres sufrieron mucho más en los noventa”. Su padre murió luchando en aquella guerra y el hermano quedó malherido en la de 2020, tratando de defender la ciudad de Shushi, una de las últimas en caer en manos azerbaiyanas antes de la firma del alto el fuego. El rostro de Avanesián adquiere un rictus grave al recordar: “Me puso muy triste lo que le ocurrió a mi hermano. Pero le dije: ‘Habría sido mejor que murieses antes que entregar Shushi al enemigo”. Suena como las mujeres espartanas que despedían a los guerreros que marchaban a combatir con la frase “I tan i epi tas”. Vuelve con el escudo o muerto sobre él.
Ahora, Avanesián ha pedido que le ofrezcan entrenamiento militar: “Creo que todas las mujeres deberíamos aprender a manejar armas. Azerbaiyán no ha cambiado su modo de actuar en los últimos 30 años y sigue intentando que los armenios abandonemos Artsaj. Pero no lo conseguirá, aunque nos falte la comida, seguiremos luchando por nuestra tierra”.
Un informe del International Crisis Group de esta semana alerta del “riesgo sustancial” de un nuevo enfrentamiento militar entre Azerbaiyán y Armenia, en un momento en que el proceso de paz entre ambos países se ha estancado debido al bloqueo de Nagorno Karabaj. Fuentes europeas también confirman su temor de que, al llegar la primavera y derretirse la nieve que todo lo pospone, vuelva a haber enfrentamientos. Precisamente por ello se prepara para enviar una misión de monitorización a la frontera armenio-azerbaiyana.
En la humilde casa de Sevag, a escasos kilómetros de los primeros puestos azeríes, él y su hijo se preguntan qué será de su vida ahora que, debido al bloqueo, han perdido su trabajo y sus vehículos, que quedaron en Stepanakert. “Desde que nací, he vivido ya tres guerras, y mis hijos y mis nietos no han visto otra cosa que la guerra. ¿Qué futuro les espera?”. En la alfombra, su nieto de cuatro años juega con un subfusil de plástico; su hermana, de dos, intenta arrebatárselo y acciona sin querer el gatillo: “Fire, fire (fuego, fuego)”, suena el juguete.
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