La casa con jardín del neuropsiquiatra Boris Cyrulnik (Burdeos, 84 años) en La Seyne-sur-Mer es un rincón de paraíso. El Mediterráneo está a cuatro pasos, literalmente. Es una mañana soleada de octubre. El mundo parece bien hecho.
Fuera, se escucha en unos altavoces la música reggae de una pandilla de chicos y chicas que pescan en la bahía. Dentro, en una habitación en penumbra adornada con viejas espadas y un diván que reproduce el de Sigmund Freud, un hombre con aspecto de sabio bondadoso habla de su infancia bajo el nazismo y del concepto que contribuyó a popularizar: la resiliencia. Conversamos sobre la pandemia de la covid-19 y sobre cómo nos ha cambiado.
Cyrulnik —hijo de judíos que murieron en el Holocausto, científico y divulgador, autor prolífico, ocasional consejero oficioso del presidente Emmanuel Macron— acaba de publicar Psicoecología. El entorno y las estaciones del alma (Gedisa). En Francia, su último libro, escrito junto al periodista José Lenzini, es Chérif Mécheri. Préfet courage sous le gouvernement de Vichy (Chérif Mécheri. Prefecto coraje bajo el Gobierno de Vichy; pendiente de publicar en español), la historia de un alto funcionario francés que se negó a colaborar con el ocupante nazi durante la II Guerra Mundial.
PREGUNTA. ¿Olvidaremos la pandemia? ¿La estamos olvidando ya?
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RESPUESTA. La negación es un mecanismo de protección psicológica: se acabó; pensemos en otra cosa. Pero el virus no se ha apagado. Está regresando y, si nos relajamos, puede haber otra ola. Sucede después de todas las catástrofes, después de todas las guerras. Hay un momento de ajuste de cuentas y después pasamos a lo siguiente. Con la negación nos sentimos mejor, pero impide afrontar el problema.
P. Después de la llamada gripe española hubo un olvido. Los locos años veinte…
R. Y mató de 30 a 50 millones de personas, más que la guerra de 1914 a 1918 [la I Guerra Mundial]. He tenido pacientes que han pasado toda la vida con encefalitis por la gripe española. Sobrevivieron, pero con el cerebro muy dañado. Y no, no se habló de ella. Solo se hablaba de la guerra de 1914 a 1918. Y en Francia solo se hablaba de los muertos franceses, muy numerosos: un millón y medio de jóvenes murieron en condiciones espantosas, y la mayoría eran adolescentes.
P. ¿No necesitamos divertirnos al salir de un trauma, un poco de negación?
R. Sí, sin duda. También sucedió en Francia después de la II Guerra Mundial. Yo era niño, había una alegría extraordinaria. La gente estaba en la calle, había bailes por doquier, fiestas, ganas de vivir. Y puede comprenderse, es legítimo. Pero, si no nos protegemos, en dos o tres años habrá un nuevo virus, más confinamientos, más muertos.
P. En 1945, al terminar la guerra, también hubo una negación del pasado, ¿no?
R. No se podía hablar ni de los prisioneros de guerra, ni de la colaboración [con la Alemania nazi, que ocupó Francia entre 1940 y 1944]. ¡Los franceses eran la resistencia, no la colaboración! Los supervivientes de la Shoah no eran muy numerosos, 27.000. Ni una palabra, imposible de hablar de ello. Molestaba. Cuando yo contaba lo que me había ocurrido, la gente se reía.
P. ¿Qué le decían?
R. Me decían: “Vaya historias cuentas”.
P. ¿Usted qué les contaba?
R. A los seis años y medio me detuvo la policía francesa, la Gestapo francesa. Logré evadirme. La gente no me creía y yo acabé callándome. Solo 40 años después, cuando mi nombre apareció en el proceso de Maurice Papon [el prefecto francés que organizó la deportación de judíos de Burdeos], los periodistas empezaron a preguntarme por mi infancia, y ahora no paro de hablar de ello.
P. ¿Qué les ocurrió a sus padres?
R. Mi padre entró en la Legión Extranjera, en la que no había más que republicanos españoles y judíos de Europa Central, como mi padre. Fue herido y en la cama del hospital lo detuvo la policía del país por el que había combatido, Francia. Murió en Auschwitz. Prácticamente no lo conocí.
P. ¿Y su madre?
R. Como casi toda mi familia, fue detenida y deportada.
P. Tengo la impresión de que usted ha pasado la vida intentando responder a la pregunta sobre cómo es posible que sobreviviera y superar las condiciones muy adversas de su infancia.
R. Sobre todo, me preguntaba cómo fue posible el nazismo. Los alemanes eran el pueblo más culto de Europa y fue en su casa donde sucedió un crimen inmenso contra los judíos, contra los polacos, contra los rusos, contra casi toda Europa. Más tarde, cuando ya ejercía de médico y la asistente social le decía a los niños: “Mira de dónde vienes, nunca podrás salir adelante, nunca podrás estudiar, no tienes familia”…, me recordaba lo que me decían a mí cuando era niño. Por eso me dije que trabajaría para ayudar a que estos chavales pudieran salir adelante.
P. La resiliencia.
R. Sí, un proceso familiar, amistoso, cultural que les permita recobrar un buen desarrollo pese al traumatismo.
P. Se ha abusado mucho del término resiliencia.
R. No, en absoluto. Se emplea bien. Cuando un militar habla de la resiliencia militar, está bien dicho: van al combate, habrá muertos y traumatismos, y necesitarán seguir un proceso de resiliencia. O cuando se habla de resiliencia climática, son los propios agricultores o climatólogos quienes lo usan.
P. El cerebro no es algo aislado e inmutable, sostiene usted en Psicoecología.
R. Cuando yo estudiaba Medicina, se me decía que el cerebro estaba en la caja craneal, separado del mundo, y que llegábamos con un almacén de miles de millones de neuronas y que cada día perdíamos algunas. Ahora constatamos, gracias a la neuroimaginería y la neurobiología, que sucede exactamente lo contrario. El entorno esculpe el cerebro, lo moldea.
P. ¿El cerebro es una escultura?
R. Cuando se priva a un niño de alteridad, sus dos lóbulos prefrontales se atrofian, el circuito límbico desaparece y las amígdalas rinoencefálicas se hipertrofian. El cerebro se vuelve disfuncional porque no hay entorno, no hay alteridad. Esto se fotografía, es muy fácil verlo. Ahora bien, cuando se reorganiza el entorno, y siempre que no hayamos dejado al niño solo demasiado tiempo, entonces vemos que los lóbulos prefrontales y el circuito de la memoria se desarrollan de nuevo y las dos amígdalas se apagan. Es decir, cuando actuamos sobre el entorno, modificamos la escultura cerebral.
P. ¿Qué es exactamente el entorno?
R. Hay tres entornos. El primero es el entorno inmediato del bebé: el líquido amniótico, la química. El segundo es el afectivo: la madre, el padre, la familia, el barrio, la escuela. Y el tercero es el entorno verbal: los relatos, los mitos. Y este entorno también participa de la escultura del cerebro.
P. Un entorno demasiado confortable, ¿no puede ser causa de infelicidad? ¿Necesitamos un poco de infelicidad?
R. No necesitamos infelicidad: necesitamos derrotar la infelicidad para tener autoestima. Los niños sobreprotegidos son infelices, viven ahogados. Son hostiles a sus padres y buscan aventuras —puede ser en una oenegé o en el yihadismo— para derrotar la infelicidad y quererse a sí mismos. Hay una felicidad en la regresión. Usted y yo lo hacemos: de vez en cuando: estoy harto de todo, me quedo en pijama y miro la cadena de televisión TF1. Y está bien hacerlo. Es necesario un ritmo de regresión y exploración, regresión y exploración, los dos. Un bebé solo tiene el coraje y el placer de explorar si antes se le ha hecho sentir seguro. Si no, no explora. Si solo hay regresión, morimos de aburrimiento, nos volvemos suicidas, la vida no tiene sentido. Si solo hay infelicidad, es agotador.
P. Los relatos a los que se refería antes —el entorno verbal— pueden ser mentiras también.
R. Claro. Los relatos y el lenguaje totalitario detienen el pensamiento, ya no necesitas reflexionar. Es lo que hicieron los nazis y todas las dictaduras. El jefe político, religioso, científico nos dice dónde está la verdad y ya no necesitamos pensar, lo que detiene el desarrollo cerebral.
P. ¿Hay un cerebro totalitario?
R. No. Hay relatos totalitarios. No esculpen el cerebro, pero su efecto es tranquilizante, da seguridad. Cuando un creyente reza, todos los signos eléctricos de angustia en el cerebro desaparecen. Es un tranquilizante natural. Los creyentes religiosos o políticos —los comunistas fueron creyentes— se sienten mejor. Hay un efecto de solidaridad también: si todos recitamos lo mismo al mismo tiempo, nos sentimos en seguridad. Pero dejamos de pensar. Yo lo llamo el pensamiento perezoso. El lenguaje totalitario es un pensamiento euforizante y perezoso.
P. ¿Qué lleva a alguien, en una situación como la ocupación nazi durante la guerra, a colaborar o a entrar en la resistencia? Es el tema de su libro sobre Chérif Mécheri.
R. El prefecto Mécheri, árabe y musulmán, no cumplió con las órdenes del régimen de Vichy. Al mismo tiempo, Maurice Papon, prefecto también, ante las órdenes de Vichy hizo detener a los niños judíos y cerró el barrio de la estación de Burdeos para que ningún judío pudiera escapar.
P. ¿Qué determina que alguien acabe siendo Mécheri o Papon?
R. Mi respuesta es la de Hannah Arendt. Algunos entre nosotros tienen una autoestima, una libertad interior que les permite, ante una orden, elegir. En cambio, Papon se sometía a todas las órdenes y las ejecutaba para escalar en la jerarquía.
P. Volvamos al presente. ¿A usted le ha cambiado la pandemia?
R. No me atrevo a decirlo, pero para mí el primer confinamiento, en la primavera de 2020, fue un momento de felicidad. Tengo una casa y un jardín junto al mar. No tenía que viajar ni responder a invitaciones. Pude trabajar a mi ritmo. Al atardecer me bañaba en el mar y caminaba. Nunca he tenido una vida tan sana. Y ahora me paso el día en el avión y el tren. Es una vida malsana. Todo va demasiado rápido.
P. Para otros no fue tan plácido.
R. Me avergüenzo de haber sido feliz cuando muchos eran infelices. En un país en paz, un 12% de los adolescentes se deprimen. En un país después de la covid, según una evaluación, son el 39%. Quienes han pagado más caro el precio de la covid son los adolescentes. Algunos no recuperarán lo perdido, a otros les costará.
P. ¿Por qué son los adolescentes los más afectados?
R. En la adolescencia hay una poda de neuronas. El cerebro funciona mejor con menos neuronas, con menos energía. Los adolescentes tienen dos o tres años para aprender a aprender, para orientarse en una dirección. Si, por un conflicto familiar o porque los chicos prefieren jugar al fútbol, se pierden estos dos años, después les cuesta volver a encarrilarse. En la escuela o la Facultad, uno se ríe, está de acuerdo o en desacuerdo con un profe, el cerebro está activado. Ante una pantalla, el cerebro se entumece.
P. ¿Qué consecuencias tendrá esta situación para estos adolescentes cuando sean adultos?
R. Estarán en depresión crónica. Tendrán pequeños oficios que no les interesarán. Aprenderán a estar a cargo de la sociedad. Han perdido un periodo sensible de su desarrollo. Para reconectar tendrán que trabajar 10 veces más.
P. Hay un factor social.
R. Los hijos de ricos aguantaron el confinamiento mejor que los hijos de pobres. Estos vivían en apartamentos con una densidad excesiva y exasperados por la presencia de los demás. Se calmaban delante de las pantallas. Las pantallas entumecen el psiquismo y hacen aumentar el peso. Durante el confinamiento, las hijas de ricos no aumentaron de peso; las hijas de pobres engordaron.
P. ¿No “salimos más fuertes”, como decía una campaña del Gobierno español?
R. No lo creo. Decía Nietzsche que lo que no te hiere te hace más fuerte. Es falso. Cuando uno ha sido herido ha adquirido un factor de vulnerabilidad. Los jóvenes que se han descolgado o las personas que han sufrido una depresión durante el virus tendrán secuelas.
P. Le veo pesimista.
R. Sí y no. Esto no ha sido una crisis. En una crisis de epilepsia: uno habla, cae, tiene convulsiones, se levanta y acaba la frase. Las cosas vuelven a ser como antes. Y ahora las cosas volverán, pero no como antes. La palabra adecuada ahora no es crisis: es catástrofe. Después de las guerras y las epidemias ha habido revoluciones culturales. Ya se está repensando la formación profesional, la universidad, la relación entre hombres y mujeres, la vejez. Vamos a repensar nuestra manera de vivir juntos.
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