Borodianka, el rastro psicológico de una masacre

Borodianka, el rastro psicológico de una masacre


Un hombre con una niña se sentaban frente a edificios destruidos en Borodianka, el pasado 15 de junio.Kay Nietfeld (Europa Press)

El horror surrealista de la guerra tiene cosas difíciles de digerir. Recuerda Tetiana Sologub, de 65 años, natural de Borodianka, al noroeste de Kiev, que cuando llegaron los tanques rusos a finales de febrero y la artillería empezó a destrozar los muros de las viviendas, aun así, ella, que es enfermera, fue al hospital. “Me llamaron mis compañeros y me dijeron que por qué no estaba trabajando”, cuenta. No todo el mundo tenía la misma información; fallaban las comunicaciones. Cuando se presenta, Sologub parece recia, aunque muy solícita para conversar. Al rememorar los días en los que Rusia masacró su localidad, las manos comienzan a temblar, no puede sujetarlas. Acudió al hospital finalmente. “Allí había un soldado ruso herido con un vidrio incrustado en el brazo”, prosigue, “le atendimos y por la tarde vinieron a llevárselo”. El ejército que estaba arrasando con Borodianka pedía auxilio para curar a sus heridos. ¿Cómo lo recuerda? Le cambia la cara. Encoge los hombros porque no encuentra respuesta; era un hospital a fin de cuentas. El asedio a la ciudad, uno de los símbolos de la barbarie rusa en torno a Kiev, junto a Bucha e Irpin, causó la muerte de alrededor de 200 personas. Alrededor de 20 vecinos, según cifras publicadas por la prensa local, permanecen aún desaparecidos.

―¿Le sirve de algo contar esto ahora?

―No, ya ve que me tiemblan las manos.

Pero la mujer recuerda al detalle lo que ocurrió: soldados rusos acudían a los centros hospitalarios a que les asistieran, y esos mismos militares no dejaban atender a los vecinos heridos entre amasijos de destrucción. Tras los tanques llegó la aviación, el 1 de marzo. Los cazas bombardearon Borodianka, uno de los pocos objetivos atacados por la fuerza aérea rusa ―solo Moscú sabe el porqué―. “Recuerdo una madre con dos niños entre los escombros pidiendo ayuda”, narra esta enfermera, “pero no pudimos hacer nada, no nos dejaban acercarnos”. Esta mujer —que perdió a su marido hace 15 años, pero conserva a sus dos hijos, uno destacado en el frente de Donetsk, y cuatro nietos— pasó horas y horas en el hospital hasta que una vecina la llamó por teléfono y le dijo que su casa estaba en llamas. “Fui e intenté entrar”, dice tras coger aire, “pero me dio mucho miedo y me bajé al refugio porque estaban disparando”. No pudo coger nada.

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Quizá este es uno de los grandes traumas de los que lograron sobrevivir a la ofensiva lanzada por Moscú. Perder el hogar con todo dentro. Ni una foto ni nada, Sologub no conserva nada. La ropa que lleva, dice entre sollozos, es prestada, de segunda mano. Y con todo lo que vivió y cuenta, aquí es cuando estalla y deja caer las lágrimas. “Vivo siempre al borde del llanto”, continúa, “pero es que no me gusta que me dejen la ropa”. Esta enfermera, que sigue ejerciendo, cuenta que donde vive ahora, unos módulos habitacionales levantados gracias a la colaboración del Gobierno de Polonia, hay ayuda psicológica, pero que ella se tranquiliza a su “manera”. “Lo que hago”, resuelve, “es llorar”.

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Con camiseta de color caqui y pantalones de camuflaje pasea entre estos módulos, dispuestos en 5.000 metros cuadrados, Konstantin Moroz, vicealcalde de Borodianka. Su historia, hasta llegar al Ayuntamiento de esta localidad, que antes de la guerra contaba con unos 13.000 habitantes, es original. Viene de muy lejos, de Izmail, en el suroeste del país, junto a la frontera rumana. Fue militar, pero un problema de salud le obligó a retirarse. Cuando se inició la guerra, empezó a trabajar como voluntario en la región de Kiev y de ahí, por su desempeño y experiencia, llegó a Borodianka, donde le ofrecieron ser vicealcalde. Gestiona todo lo que tiene que ver con los desplazados de sus hogares ―calcula que por las peticiones de alojamiento hay unos 4.000―. En los módulos viven por el momento, con lo que tienen, 258 personas. En estos días están instalando una batería de lavadoras en uno de los cuartos.

Al principio, cuenta el vicealcalde, cuando llegaron a estas viviendas prefabricadas, la gente no se comunicaba. “Ahora la gente empieza a hablar”, dice Moroz, “se ha relajado, se organizan entre ellos, se van conociendo”. En efecto, como contaba Tetiana Sologub, las 77 familias que viven aquí tienen asistencia psicológica y un médico las 24 horas. Pero el horror desgasta a todos. “Cuando era voluntario”, recuerda este cargo municipal, “llegaba a casa, me sentía agotado, y era por la desolación”. “Quiero que esta gente”, continúa, “sea el símbolo de la resurrección”.

No todos tienen palabras tan motivadoras. Igor Pavlishenco, que acaba de terminar de comer, tiene 39 años. Es un hombre fuerte; lo demuestra al estrechar la mano, no cabe duda. No es fácil escuchar en los tiempos que corren en Ucrania críticas hacia el Ejecutivo de Volodímir Zelenski. “Me da muchísima pena la gente que hemos perdido por errores del Gobierno”, señala, “no hizo nada para evacuar, no dio la oportunidad de escapar”. Pavlishenco trabajaba en labores de mantenimiento en el municipio. Tiene un hijo de 11 años que merodea con una pelota como si quisiera desafiar a papá para que deje de contar esas historias y juegue de una vez. Cuando entraron los tanques rusos, este hombre puso a salvo a su familia y ayudó a trasladar a vecinos al bosque para que huyeran. “Me llamaban”, explica, “y yo los sacaba con mi coche”.

Su casa, en el bloque número 359, también fue alcanzada por el fuego ruso. En cuanto estos abandonaron la zona, este hombre regresó con su familia y logró recuperar de la casa, según su cálculo, un 30% de las pertenencias. El bloque será derribado y tratarán de vivir de alquiler. Ahora trabaja en la construcción, pero queda el trauma por lo vivido. Reconoce que su hijo sufrió “estrés” porque “vio a gente muerta, disparos contra su casa, finalmente destruida”. El niño asiente cuando le preguntan si recuerda aquello. Pavlishenco aclara, por si su tono directo confunde, que lo que siente no es cabreo sino rabia.

―¿Se dio la oportunidad de llorar?

―¿Llorar? ¿Para quién? Hay que llevarlo dentro, no quiero que salga. Tengo una motivación (mira a su hijo) y no puedo llorar.

Los restos de un inmueble alcanzado por la ofensiva rusa, el pasado 1 de junio.DIMITAR DILKOFF (AFP)

El peritaje hecho por el Ayuntamiento de Borodianka cifra en 2.001 las viviendas afectadas por la artillería y aviación rusa entre finales de febrero y marzo, incluidos 11 bloques de casas. Algunos inmuebles podrán ser restaurados, mientras que otros serán demolidos. De momento, las reformas son tímidas a simple vista en la calle central de la localidad. La huella de la destrucción sigue tan visible como hace cinco meses, a la luz del día para todos los vecinos. Como también lo es en la pequeña localidad de Zagaltsi, una decena de kilómetros al noroeste de Borodianka. Allí también bombardearon los cazas rusos. La imagen del horror aquí se encuentra en la calle Nezalezhnosti (Independencia). No conserva intacta prácticamente ninguna casa, todas construidas de una planta y con tejados a dos aguas, junto al verde que cubre la tierra.

Un grupo de artistas voluntarias restaura y decora lo que hace unos años fue un ambulatorio para que sirva, con una cara más amable, al Consistorio. Entre ellas está Irina Pasternak, de 54 años. Es de Borodianka y tuvo la suerte de que su casa no registrara daño alguno, aunque sí haya sufrido pérdidas personales. Olga Vilnichenco es una de esas personas que aún no han aparecido. Era amiga de Pasternak. “Tenía tres hijos y recuerdo que cuando llegaba a clase de yoga se quedaba dormida del cansancio apoyada en la pared”, rememora con cierta sonrisa. El marido de Vilnichenco era miliciano y fue de las primeras víctimas de la ofensiva. No saben qué pudo pasar con ella y sus tres hijos, pero allí donde vivían solo queda un agujero.

Hablan entre estas voluntarias de que la gente mayor no quiere ir al psicólogo, algo no muy popular en un país como Ucrania; que los jóvenes, quizá, sí irían. Recuerdan que hubo torturas y violaciones, pero los vecinos, que al principio contaban algo, ahora ya no lo hacen. Es un pueblo, hay que cuidar el qué dirán.

Según los datos del alcalde de Zagaltsi, Serguii Nedashkivskii, de 49 años, de las 868 viviendas que había antes de la guerra, 126 han quedado arrasadas, 210 tienen daños leves y 80, un 30% de destrozos. Entre todas esas están, sirvan de ejemplo, la escuela y la guardería. En Zagaltsi también apostaron por levantar módulos, esta vez con la ayuda de la Iglesia católica polaca, cada uno cerca de la vivienda destrozada. Se acerca el invierno y en muchas de las casas de la calle Nezalezhnosti, los vecinos se afanan por reparar, sobre todo, techos y ventanas. Otros no tienen por dónde empezar. “Psicológicamente, está mal casi todo el mundo”, señala el primer edil de la localidad, “sobre todo los que han perdido la vivienda. Les puedes ayudar ahora, pero si en dos días ven de nuevo que no tienen su casa, vuelven a caer. Se sienten abandonados”.

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