El presidente Lula recibe la quinta dosis contra la covid, inyectada por su vicepresidente, que es médico, este lunes en Brasilia.Gustavo Moreno (AP)
La Presidencia de Brasil difundió la semana pasada un desmentido oficial en términos contundentes: “Es mentira la información del vídeo producido por Ana Gonçalves en la red social TikTok”. El clip, que para entonces la autora había borrado, era sobre vacunas, un asunto extremadamente sensible para el nuevo Gobierno tras 700.000 muertos en la pandemia y cuatro años de un presidente abonado al negacionismo científico, Jair Bolsonaro. El vídeo respondía al lanzamiento oficial de la campaña de inmunización que culminó con el presidente Luiz Inácio Lula da Silva, de 77 años, recibiendo la quinta dosis para la covid que le inyectó su vicepresidente, Geraldo Alckmin, médico. La tiktokera Gonçalves distorsionaba un gesto típico al poner cualquier inyección para afirmar falsamente que aquella escena era un montaje y Lula no estaba inmunizado.
Que la jefatura del Estado se tomara la molestia de salir a desmentir a una desconocida usuaria de TikTok da la medida del grado de preocupación que la desinformación y las noticias falsas causan en Lula y su equipo. El clip, eliminado, seguía circulando. Y en juego, unas tasas de vacunación que ya no son modélicas en Brasil.
Brasil es terreno fértil para uno de los fenómenos más preocupantes de nuestro tiempo y, simultáneamente, se perfila como uno de los laboratorios donde se están probando vías diversas para combatirlo.
Tres cuartas partes de sus 210 millones de habitantes usa Facebook, Instagram, Telegram TikTok… o todas ellas a diario y durante horas. Para buena parte de la población, WhatsApp es el principal canal por el que se informan. Es, además, un jugosísimo negocio: el quinto mercado del mundo para las redes sociales. Un ambiente al que Bolsonaro le sacó un enorme provecho y que, en parte, explica su éxito político, aunque ahora esté en EE UU y parezca en horas bajas.
El asunto es extremadamente complejo, tiene mil vertientes y entraña riesgos a la libertad de expresión. El debate está servido. Y no solo en Brasil. El Tribunal Supremo de EE UU analiza estos días dos casos cruciales para el futuro de internet. Y el Gobierno de la India sopesa prohibir las noticias que él mismo considere falsas.
El asalto violento al corazón de la democracia en Brasilia, que se gestó en redes casi sin disimulo como una marcha pacífica, ha dado una nueva urgencia a las autoridades brasileñas para combatir la plaga de las falsedades que infesta las redes y las aplicaciones de mensajes. El Gobierno Lula ha presentado una batería de iniciativas que incluye regular las redes sociales. También ha creado una Fiscalía para que defienda a la Administración en casos en los que la desinformación se use contra políticas públicas. Los especialistas alertan de que ha acuñado una definición de desinformación tan amplia que puede cercenar la libertad de expresión. En varios ministerios se han creado grupos de trabajo con especialistas para elaborar propuestas contra las noticias falsas y el discurso de odio…
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SuscríbeteSuspensión de perfiles por parte de la justicia
Pero esta es una guerra que en Brasil también se libra en la Justicia. Ahí el principal protagonista es el Tribunal Supremo, en concreto, el juez Alexandre de Moraes, dotado de superpoderes en nombre de la democracia. Moraes ha adoptado la práctica de suspender las redes sociales de los sospechosos de difundir falsedades a sabiendas. Silenció durante semanas al diputado más votado de las últimas elecciones, Niklas Ferreira, un cristiano conservador de 26 años, estrella de TikTok, y a otros influyentes aliados de Bolsonaro.
La semana pasada excarceló a un centenar de bolsonaristas acusados de invadir las sedes del Congreso, la Presidencia y el Tribunal Supremo tras casi dos meses presos. Vuelven a casa pero sin permiso de armas ni voz en el mundo digital. Sus cuentas en Telegram e Instagram siguen en suspenso por orden del magistrado, que tiene desde hace años una investigación abierta contra el segundo hijo de Bolsonaro, Carlos, el estratega digital del clan, por difundir fake news e incitar al odio.
La desconfianza en las instituciones y el descrédito de los medios tradicionales han aumentado con la sostenida campaña de Bolsonaro de estos años. Y la gran mentira, como en EE UU, ha calado hondo. Los miles de bolsonaristas que asaltaron los tres poderes pretendían que los militares destituyeran “al comunista de Lula”, convencidos de que en realidad no ganó las elecciones. Es una falsedad extendida. El 40% de los encuestados tras el ataque está convencido de que a Bolsonaro le robaron las elecciones.
Nina Santos, investigadora y coordinadora de Desinformante, una plataforma sobre desinformación, destacaba recientemente en un artículo académico que los movimientos del Gobierno brasileño intensificarán un debate necesario en el que conviene estar muy alerta: “No es fácil establecer la delgada línea que separa, por un lado, el combate a las fake news, los discursos de odio y la desinformación en el sentido más amplio y, por otro, la protección de derechos como la libertad de expresión y a la privacidad, pero [diferenciar esos ámbitos] se ha vuelto esencial para cualquier sociedad realmente democrática”.
Regular las redes sociales es una idea que Brasil también llevó a una reciente conferencia de la Unesco porque es algo que considera vital para preservar la democracia. En un discurso del presidente Lula leído en el encuentro, recalcó que lo sucedido en Brasilia el domingo 8 de enero “fue la culminación de una campaña, iniciada mucho antes, que utilizó la mentira y la desinformación como munición” para atacar “la democracia y la credibilidad de las instituciones brasileñas”. Añadía el mandatario que “esa campaña fue concebida, organizada y difundida a través de diferentes plataformas digitales y aplicaciones de mensajería […]. Esto tiene que parar”, sentenció. El Supremo investiga a Bolsonaro por alentar la invasión.
Meta, la empresa tecnológica de Mark Zuckerberg y dueña de Facebook, respondió airada negando cualquier complicidad u omisión. Y añadió que la culpa de la invasión fue de quien violó la ley, no de las redes. La compañía reveló que desde que empezó la campaña electoral brasileña y hasta el asalto —casi cinco meses— eliminaron un millón de contenidos de Facebook y casi otro tanto de Instagram por incitar a la violencia, incluidos llamamientos a una intervención militar. Durante la contienda electoral, las tecnológicas colaboraron estrechamente con los jueces en la guerra contra la desinformación.
La indignación del presidente Lula con las grandes tecnológicas es enorme. “Queremos abrir un debate para saber cómo prohibimos que las empresas de aplicaciones difundan noticias mentirosas, violentas o que alientan a la gente a hacer cosas que no están bien, a los que predican el mal y mienten en internet. No pueden seguir tan tranquilas como hasta ahora”, proclamó hace unas semanas en un encuentro con blogueros afines a los que recibió en el palacio presidencial.
El enorme impacto de las noticias falsas irrita profundamente a Lula. Es un elemento profundamente distorsionador que no existía cuando gobernó Brasil entre 2003 y 2010. De hecho, en campaña confesó que no tiene teléfono móvil, que usa el de otros. Cuando empezó a sopesar un regreso al poder, veía el impacto de las noticias falsas con una cierta incredulidad, como si no pudiera creerse que la gente se tragara historias realmente delirantes, pero con el tiempo ha asumido que es un frente clave en la tarea de gobernar.
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