EL PAÍS

Brexit, año dos: Un Reino Unido más pobre, devastado por las huelgas y sin control de sus fronteras

Rishi Sunak ha logrado el triunfo político cuando ya era tarde. Llegó a finales de octubre a Downing Street y se convirtió en primer ministro del Reino Unido, con el único propósito de intentar resucitar un Partido Conservador en estado terminal, y una economía en recesión que no había sido capaz de materializar ni una de las supuestas promesas que muchos euroescépticos —Sunak entre ellos— anticiparon con la conquista del Brexit. Termina el año con una oleada de huelgas que el Gobierno ha sido incapaz de apaciguar, y que incluso ha alimentado con un enfrentamiento ideológico. Ferrocarriles, transporte público, servicio postal, enfermeras, ambulancias… hasta el personal de control de fronteras y aduanas protagonizó este viernes una huelga que complicó los desplazamientos navideños. Es moneda común en los medios hablar de un nuevo “invierno del descontento”, en recuerdo de la conflictividad laboral salvaje de finales de los años setenta, que provocó la llegada de Margaret Thatcher. O volver a preguntarse de un modo retórico si el Reino Unido es de nuevo “el enfermo de Europa”. La factura de esta nueva depresión tiene, sin embargo, su propia receta, y ya comienza a vislumbrarse cuánta parte de la culpa corresponde a la traumática salida de la Unión Europea. Del último capítulo de ese divorcio se cumplen dos años a finales de diciembre.

“El modo más simple de pensar lo que ha hecho el Brexit a la economía es dividirlo en periodos. En el posterior al referéndum [2016], se produjo la mayor depreciación de la noche a la mañana que había sufrido nunca ninguna de las cuatro mayores economías del mundo. Aumentaron los precios, y se redujeron los salarios —no solo en términos nominales, sino también reales—. El cálculo realizado sugiere que los sueldos se hallan un 2,6% por debajo de donde debían estar”, explicaba recientemente ante una comisión parlamentaria Swati Dhingra, profesora asociada de Economía de la London School of Economics (LSE) y miembro externo del Comité de Política Monetaria del Banco de Inglaterra. Dhingra es una de las analistas que más se ha esforzado por descifrar el daño real causado por aquella separación, que los distintos gobiernos conservadores han intentado camuflar todo este tiempo entre los estragos de la pandemia y, recientemente, entre las consecuencias de la guerra de Ucrania.

El país sufre la misma crisis energética que el resto de Europa, con unas facturas disparatadas que el Gobierno ha intentado aliviar con subvenciones multimillonarias. La salida del confinamiento, con las tensiones en la cadena de suministros, trajo consigo una inflación galopante —hoy en el 9,7%—. Pero la debacle del mercado laboral tiene mucho de elaboración propia. “El legado más duradero del Brexit será un crecimiento más lento de los salarios reales y de la productividad durante la próxima década. Los trabajadores de la mayoría de los sectores y de todas las regiones deben prepararse para ajustes severos en sus nóminas mientras la economía sigue ajustándose al Brexit. Y esto ocurre después de una década de estancamiento salarial, a lo que se suma un aumento agudo del coste de la vida por culpa de la elevada inflación”, vaticinaba el centro de pensamiento Resolution Foundation en su reciente informe The Big Brexit: An Assesment of the Scale of Change to Come from Brexit (El Gran Brexit: Un Cálculo de la Escala del Cambio que Llegará con el Brexit).

El golpe al sector público

Como un castillo de naipes, los problemas acumulados en los últimos meses —en los últimos años— han caído de bruces sobre el Gobierno de Sunak. Los trabajadores de un sector público muy abandonado han visto cómo su poder adquisitivo real se reducía un 20% en la última década. El Gobierno es incapaz de reducir una carga de trabajo que, en el caso del Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus siglas en inglés), se vio desbordada durante la pandemia. El mercado laboral británico ha perdido más de un millón de trabajadores desde la irrupción de la covid-19. Muchos de ellos, víctimas de las secuelas a largo plazo de la enfermedad o de otras dolencias descuidadas durante el confinamiento; otros tantos, porque regresaron a sus países de origen de la UE, y el Brexit les desanimó a regresar; finalmente, muchas jubilaciones anticipadas en un sistema de pensiones de carácter fundamentalmente privado. Todo ello ha incrementado la presión sobre hospitales, centros de salud, transporte público y otros servicios, que deben atender a una población con demanda creciente. A la vez que las plazas por cubrir en esos mismos servicios siguen sin ser cubiertas.

“A lo largo de muchos departamentos de nuestro sector público, no tenemos el volumen de personal que necesitamos, y si a los que quedan se les sigue pagando por debajo del sector privado, el problema no hará más que empeorar”, ha escrito David Gauke, ex ministro de Justicia, y de Trabajo y Pensiones, y hoy alejado del Partido Conservador por su rechazo inquebrantable al Brexit.

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Sunak es incapaz de sacar el necesario músculo político para solucionar un desafío como el de los sindicatos, con el que los conservadores no contaban desde que Thatcher los ató en corto y David Cameron los terminó de rematar con leyes que limitaban el derecho a la huelga. Aferrado a la ideología, y convencido de que el hartazgo de la ciudadanía doblará el brazo a los huelguistas, se ha cerrado en banda y no quiere oír hablar de subidas salariales que agraven aún más la inflación.

Sin control de las fronteras

La gran promesa del Brexit —take back control (recuperar el control), sobre todo de las fronteras— ha sido una de las mayores trampas en las que ha caído el Gobierno conservador. Los empresarios británicos han pedido con desesperación a Sunak que relaje las normas migratorias para que entre mano de obra. “Tenemos gente haciendo cola para entrar en este país y recoger las cosechas que se pudren en el campo, o trabajar en los almacenes que hoy no son operativos. Y no les dejamos entrar. Este no es el Brexit que yo quería”, decía a la BBC en noviembre Simon Wolfson, el director ejecutivo de la cadena de moda Next, y uno de los mayores donantes del Partido Conservador.

Paradójicamente, tanto el primer ministro, Sunak, como el líder de la oposición laborista, Keir Starmer, tienen las manos atadas, aunque por distintos motivos. El primero vive en una posición de equilibrio delicado, y no puede desatar las iras del ala dura del partido con la decisión de abrir las puertas a la inmigración. No, mientras siga sin solucionar el mayor desafío de su mandato —después de la economía—: las más de 40.000 personas que solo este año han alcanzado suelo británico a través del canal e la Mancha y que han situado la inmigración irregular en un nivel que provoca los peores sentimientos entre diputados y votantes conservadores. Starmer, mientras, intenta evitar el enfrentamiento con los votantes que su partido aspira a recuperar, y que en 2019 votaron por el Brexit de Boris Johnson irritados, en gran parte, por la abundante mano de obra comunitaria que existía en el norte y centro de Inglaterra.

El Gobierno de Sunak y el Partido Conservador llevan camino de ser los últimos en enterarse —o en aceptar— lo que empresarios, economistas y centros de pensamiento reconocen y discuten ya abiertamente: las primeras borrascas del actual “invierno del descontento” que azota al país comenzaron a formarse hace ya ocho años, con el referéndum del Brexit.

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