Broche macabro


Más información

La misión de Estados Unidos y la OTAN en Afganistán ha terminado exactamente como empezó: con un atentado suicida. El mundo asistía desde hacía dos semanas a la desesperación de miles de familias que se agolpaban con niños y maletas alrededor del aeropuerto de Kabul buscando un pasaje que les sacara del país tras la toma del poder por los islamistas talibanes. El jueves por la tarde, en medio de ese caos un terrorista suicida se hizo estallar. El balance de muertos provisional es de 170 personas, entre las que figuran 13 militares norteamericanos (el mayor golpe en una década) y dos ciudadanos británicos. Las escenas de horror, entre personas que ya lo habían perdido todo, son un broche macabro a una operación de retirada contestada, compleja y con repercusiones de futuro impredecibles para Estados Unidos y el propio presidente Joe Biden.

Según se suceden los acontecimientos, Biden ya no es el mismo presidente que en abril, cuando anunció la fecha de la retirada como si fueran unas maniobras (“lo haremos de forma responsable, pensada y segura”). No es el mismo de la semana pasada, cuando advirtió de consecuencias si se atacaba a sus soldados en Kabul. Cuando el jueves Biden amenazó con “dar caza” a los asesinos del aeropuerto y “hacerles pagar”, habló envuelto en un aura de impotencia ineludible. Al fijar una fecha inflexible para el fin de la misión, Biden supeditó los objetivos al calendario, y no al revés. El calendario se ha cumplido, pero la misión no. El presidente actuó además contra el consejo de su cúpula militar. Biden tendrá que explicar cuánto ha pesado en su cadena de decisiones el intento por llegar al vigésimo aniversario del 11-S con Afganistán como capítulo cerrado.

Los aliados de la OTAN habían logrado hasta ayer sacar por el aeropuerto de Kabul a unas 105.000 personas, entre nacionales y colaboradores afganos. Varios países europeos dieron ayer por terminada la misión. La frenética operación se ha realizado gracias a la colaboración con los talibanes. El director de la CIA en persona, William Burns, se reunió con líderes talibanes en Kabul en secreto el lunes. Los nuevos gobernadores de Afganistán advirtieron que la misión acabaría el 31 de agosto, una fecha que no han puesto ellos. Según The New York Times, el miércoles quedaban en Afganistán unas 250.000 personas con derecho a la evacuación. Los últimos movimientos permiten pensar que EE UU y la OTAN tratarán de mantener los vuelos internacionales.

La erosión política y mediática que este desastre produce en Biden lastra el inicio de su mandato. Esa es una secuela imprevista, excepto para quienes pudieran haber profetizado una catástrofe como la de los últimos días.

El atentado fue condenado por los talibanes y reivindicado por terroristas del Estado Islámico en Afganistán (ISIS-Khorasán, en su propia denominación). Se trata de yihadistas que se oponen a los acuerdos de los talibanes con EE UU y se han convertido en una amenaza para la estabilidad del propio régimen islamista. En el peor escenario a medio plazo, el atentado supone un embrión de guerra civil en la que a Occidente le conviene, qué dolorosa ironía, que se impongan los talibanes. Dos décadas de intervención militar dejan atrás un país, en definitiva, en que la única institución que funciona es una guerrilla de fanáticos islamistas, de los que Occidente depende para controlar un nuevo ascenso del terrorismo yihadista.


Source link