Bruselas renuncia a las cuotas obligatorias y apuesta por más expulsiones de inmigrantes irregulares

La historia rara vez llega a tiempo para reconocer a los héroes en vida, pero Angela Merkel vive –física y políticamente– para que lo contemos. Cuando se cumplen cinco años de la mayor emergencia de desplazamiento forzoso que ha vivido Europa desde la II Guerra Mundial, las decisiones que tomó la canciller alemana dicen tanto de su coraje y compasión, como de la cobardía e impiedad de otros líderes. Lamentablemente, el gesto alemán no impidió una deriva política que ha lastrado el proyecto europeo y que ahora podría ser reformada.

Entre 2014 y 2017 Alemania recibió a cerca de un millón y medio de solicitantes de asilo, de los cuales un millón ha acabado quedándose en el país. La mayoría de ellos procedían de infiernos humanitarios como Siria, Irak, Afganistán o Eritrea. En parte, la respuesta germana fue un extraordinario gesto de solidaridad y un desquite tras los años de plomo fiscal de la Gran Recesión. En parte, Alemania no hizo más que arremangarse ante el fracaso palmario del sistema europeo de acogida (Convenio de Dublín) y la celeridad con la que gobiernos como el de España se metían bajo la mesa-camilla. El gran valor del gesto de Merkel estuvo en demostrar que sí era posible, convirtiendo una crisis de refugiados en un desafío de acogida y arrastrando a su sociedad con ella. Como declaró célebremente la canciller el 31 de agosto de 2015, “Alemania es un país fuerte. (…) Podemos ocuparnos de esto”.

Y vaya si lo hicieron. El proceso de acogida vino acompañado de un trabajo hercúleo de integración cultural, social y laboral. A pesar del trauma colectivo, el esfuerzo financiero o la hostilidad física y política de grupos xenófobos, los indicadores de opinión y convivencia demuestran el éxito de esta apuesta. Y lo hacen en beneficio de toda la sociedad. Como insiste en recordar el gobierno, los 400.000 refugiados que han encontrado un empleo hasta ahora constituyen un regalo demográfico para un país que necesita la incorporación anual de un millón largo de trabajadores de aquí a 2050 si quiere mantener a flote su sistema de bienestar.

Cinco años después, el legado migratorio de Merkel está por escribir
Alemania: Evolución del porcentaje de migrantes sobre la población total (arriba) y del número total de refugiados acogidos. 

La paradoja del sacrificio alemán es que podría haber contribuido a aparcar a Europa en la vía muerta de la historia. La soledad que experimentó Merkel cuando dio un paso adelante en 2015 le llevó a apoyar después decisiones que contradicen su gesto inicial. Alemania fue una de las instigadoras de los acuerdos de externalización de fronteras que han convertido a países como Turquía, Libia o Marruecos en limbos o cárceles para los migrantes que rechaza Europa. El caos del sistema de Dublín –del que se derivan infiernos como el de Moria–, la rebelión reaccionaria de los países del Este y el Reino Unido, o la utilización impúdica de la ayuda al desarrollo como acicate de la complicidad fronteriza: cinco años después de aquel 31 de agosto, los ciudadanos y líderes europeos aceptamos con tranquilidad distorsiones obscenas de nuestros Estados de derecho y la consolidación de una industria del control migratorio que es al mismo tiempo causa y consecuencia de la Europa fortaleza.

Afortunadamente, no todo está perdido. La Comisión Europea ha anunciado que el 30 de septiembre presentará su propuesta para la reforma del sistema de migración y asilo. En el debate existencial que se abre a partir de este momento se contraponen dos grandes modelos, uno reformista y otro continuista. El primero debe retomar la agenda de la movilidad laboral –varada desde 2014– sobre la base de la innovación de políticas, el compromiso con los países de origen y la consolidación de modelos de gobernanza como el Pacto Mundial. En materia de asilo y protección debe abrir el melón del reparto justo de responsabilidades y poner fin al activismo antimigratorio de la acción exterior europea en las regiones vecinas.

El segundo modelo no necesita demasiadas explicaciones: cavar aún más hondo en el agujero nacionalista, incompetente y cruel en el que se ha convertido la política migratoria de los países europeos, casi sin excepción. Un modelo roto que no responde ni a sus obligaciones internacionales ni a los intereses económicos y demográficos de los Estados miembros. Y que, pese a todo, cuenta con un importante club de hinchas dentro de la UE.

La presidencia alemana ya ha dado muestras de haber escogido la vía reformista, en la que también estarían Francia, Italia y Portugal (próxima presidencia europea, por cierto). Y solo cabe esperar que España se les una, aunque vaya usted a saber. Pese a las promesas esperanzadoras del ministro Escrivá al principio de la legislatura, el gobierno no ha hecho público ni un solo plan para llevarlas a término. Ya sea por cautela electoral, por saturación o por falta de ideas, la inanidad en este asunto puede llevarnos a desaprovechar una oportunidad histórica de la que depende el futuro de nuestro modelo de bienestar.

Angela Merkel dejará la vida política el próximo año. Sería casi poético que lo hiciese asegurando la reforma de un sistema cuyas limitaciones conoció tan cerca. Sea como sea, le vamos a echar de menos.


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