Con la elección de Gustavo Petro, Colombia acaba de romper varias de sus costumbres más arraigadas. La más importante: por primera vez en su historia republicana, mi país tendrá un gobierno de izquierda. Lo más parecido se remontaba a los años 40, cuando terminó el segundo mandato de Alfonso López Pumarejo; pero después, con las guerrillas que surgieron en el campo bajo el paraguas ideológico de la Revolución cubana, todo se distorsionó, pues la guerra —el terrorismo, los secuestros, los millones de desplazados— hizo imposible durante seis décadas hablar con normalidad de izquierda democrática. Otro de los precedentes que estas elecciones destrozaron fue la abstención de los colombianos, cuyas cifras altísimas nos habían permitido siempre temer una ruptura entre la democracia y la gente. Nunca habían votado tantos en Colombia, y nunca —esto es más importante todavía— había sido elegido un presidente con tantos votos. Esto es bueno, por supuesto, pero todo tiene un lado oscuro en la política actual: pues la enorme afluencia de votantes en estas elecciones también se debió a la impresión de hecatombe inminente que impregnó el ambiente de las últimas semanas. Los dos extremos vendieron la idea de que la victoria del contrario significaría el hundimiento sin remedio del país. Y eso no es tan bueno.
Pues este es el clima ciudadano que se encontrará Petro desde ahora y hasta cuando asuma la presidencia, el 7 de agosto próximo. Colombia es hoy un país fatalmente dividido, enfrentado de maneras irreconciliables y tremendamente crispado, y parte de esos enfrentamientos y esas divisiones las ha provocado él, que a lo largo de muchos años ha jugado a la polarización y al sectarismo, y se ha ganado con justicia fama de intransigente y autoritario. Y en esta campaña, en particular, Petro miró para otro lado (y esto es decirlo con cariño) mientras sus escuderos más deshonestos montaban una verdadera guerra sucia contra sus contrincantes políticos. Pues bien, ahora el presidente electo tiene la tarea intolerablemente difícil de sanar heridas, de bajarle la temperatura al momento, de cerrar las grietas que años de tensiones han abierto entre los ciudadanos; debe convencer a los colombianos —y hacerlo rápidamente: para mí, es cuestión de días— de que es capaz de gobernar para todos, no solo para los que le votaron, y de que es capaz de oír y entender y aun tranquilizar a los que le tienen miedo, aunque a veces se lo tengan por haber sido, él también, víctima de años de propaganda negra. De aquí a su posesión, Petro tiene una tarea que nunca se le ha dado bien: la de conciliar.
Por el bien de todos, y a pesar de que siempre he sido crítico con él, yo espero que lo logre. Pues en su movimiento hay gente muy valiosa y un programa de gobierno de verdad, empeñado en la implementación de los Acuerdos de Paz y en la construcción de un país político que se parezca más al país real. Espero que lo logre, como dije en una columna pasada, porque el fracaso del próximo gobierno sería el fracaso de todos, no solo de los que lo eligieron. La buena noticia es que el Petro que ganó las elecciones no es el mismo que ganó la primera vuelta: en estas semanas se han unido a su partido figuras moderadas que llegan de otros lugares políticos, concitan el respeto de muchos y permiten pensar en algo que los colombianos nunca hemos sabido hacer: negociar. De eso dependerá, me temo, el éxito de su gobierno: de su disposición para ceder, rodearse de los que piensan distinto, escuchar a los otros y a veces concederles la razón. Suena fácil, pero a veces pareciera que no lo hemos logrado en siglos.
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