Fotografía hecha por las autoridades kurdas a Abdurahman Aabou y entregada a su madre, Luna Fernández, tras ser aprehendido en el campo sirio de Al Roj, en febrero de 2021.

Cárcel para los niños del califato

Cuenta la familia de Abdurahman, de 14 años —hijo de Luna Fernández Grande, de 35 años, española detenida en un campamento sirio para familias vinculadas al Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés)—, que el chaval fue apresado por las autoridades kurdas una noche de febrero del año pasado, mientras orinaba fuera de la tienda. El menor había sorteado escondido una primera visita de uniformados un día antes. Contaba entonces con 13 años y sabía, como su madre, que si preguntaban por él era para llevárselo, como habían hecho ya con otros chavales de 12 años o mayores.

Son cientos los menores encerrados por las autoridades kurdas lejos de sus familias en un puñado de centros del noreste sirio. Tan solo en una de las instalaciones de la cárcel de Al Sina’a, en la ciudad de Hasaka, atacada por el ISIS el pasado 20 de enero, había alrededor de 700 menores. Cuando los yihadistas embistieron, niños y hombres, presos por sus lazos con el grupo terrorista, se mezclaron. El riesgo para los chavales ante una amenaza así era evidente. Human Rights Watch (HRW) y Amnistía Internacional (AI) han descrito la situación de estos adolescentes como “detención arbitraria e ilegal”. Y han recordado la responsabilidad de los países de origen de estos reclusos al no repatriarlos y ceder su custodia a terceros en un contexto de violencia.

Según el relato facilitado a EL PAÍS por Kawtar, tía del menor español en contacto regular con Luna Fernández, esta intentó hablar con su hijo cuando empezó a recibir noticias del ataque en Al Sina’a. Abdurahman no estaba allí, sino en el centro Al Houri, a las afueras de Qamishli, también en ese noreste controlado por las milicias kurdas. Pero el contacto entre madre e hijo en el último año había sido escaso: una vez al mes, dos veces… Podría haber sido trasladado. Nadie cogió el teléfono en Al Houri. “Tengo miedo de que mi hijo no esté en el sitio en el que estaba”, escribió Fernández el 24 de enero en un mensaje a su familia en Madrid. El padre de Abdurahman, Mohamed Amin el Aabou, investigado por la Audiencia Nacional española, murió en 2019 en la batalla de Baguz, el último bastión del ISIS.

Alrededor de 60.000 personas, con antecedentes en aquel califato del ISIS derrotado, residen ahora en los campamentos sirios de Al Roj, donde se encuentra Fernández, y Al Hol. Más de la mitad, menores de 12 años. Hay ciudadanos de 60 países, aunque la mayoría son de Siria o Irak. 17 niños y tres mujeres españoles (más una marroquí, pero con hijos de padre español) están alojados en estos campos. Fuera de ellos, las milicias kurdas custodian a cerca de 12.000 presos vinculados al ISIS, de los que en torno a 4.000 son extranjeros. Estos reos son un objetivo tradicional de grupos armados en fase de reclutamiento; de ahí el riesgo de mantener a menores encarcelados junto a varones mayores de edad.

Fotografía hecha por las autoridades kurdas a Abdurahman Aabou y entregada a su madre, Luna Fernández, tras ser aprehendido en el campo sirio de Al Roj, en febrero de 2021.
Fotografía hecha por las autoridades kurdas a Abdurahman Aabou y entregada a su madre, Luna Fernández, tras ser aprehendido en el campo sirio de Al Roj, en febrero de 2021.

De entre los niños españoles, solo Abdurahman ha sido apartado de su progenitora y cuatro hermanos ―Fernández ha acogido además a otros cuatro españoles huérfanos―. Un día después de ser aprehendido, los kurdos entregaron a su madre una foto para que la conservara. Ha podido visitar a su hijo una vez en los últimos 12 meses, gracias a la presión ejercida por más mujeres que, como ella, han visto cómo las autoridades atrapaban a los críos. “Le llevó comida, ropa interior, cosas de aseo personal”, cuenta su cuñada al teléfono. Según lo que ha podido contar esta española a su familia desde el campamento de Al Roj, el niño se comporta de un modo diferente; reconoce que habla por teléfono con un uniformado a su lado, que siempre comen lo mismo, que duermen sobre las mismas sábanas desde que llegó… “No sé cómo ese niño va a llevar el daño psicológico”, dice Kawtar. “Temo que atente contra su vida”, añade.

El último balance ofrecido por las Fuerzas Democráticas Sirias (SDF, en sus siglas en inglés) tras el ataque en la prisión de Hasaka cifra en 374 los muertos del bando yihadista, entre presos y atacantes, y 121 del kurdo, entre armados y personal del penal. Letta Tayler, responsable de la división de crisis y conflictos de HRW es una de las personas que mejor ha seguido el asalto. Tayler pudo contactar con jóvenes que le relataron cómo veían morir a menores a su lado. “Para empezar”, dice la investigadora en un intercambio de wasaps, “estos niños nunca deberían haber sido detenidos en esta prisión”. “Estaban recluidos en condiciones impropias para los humanos: hacinamiento, aire insuficiente, [falta de] tiempo al aire libre y cuidados, y aislados de sus familias”, añade. Según un informe publicado el pasado viernes por HRW, que pide a las fuerzas armadas kurdas un “trato humano” a los presos de Al Sina’a, muchos de estos reos han sido trasladados ya a otras prisiones.

Existen varios centros de internamiento con menores de edad, de acuerdo a la información recopilada por Tayler. Además de la citada prisión y el centro Al Houri, en el que están recluidos un centenar de adolescentes de una veintena de países como el español Abdurahman ―”es una prisión con decoración de escaparate, un almacén de niños”, apostilla la investigadora de HRW―; estaría la cárcel de Alaya, también junto a Qamishli, que contaría con algo más de 30 menores, y el centro de Hela, al que se trasladan niños cuyas madres han sido encarceladas temporalmente por algún delito.

Organizaciones como HRW, AI o Save The Children, con una fuerte presencia en los campos, han denunciado la pérdida de la condición de víctimas de los menores reclusos. La irlandesa Fionnuala Ní Aoláin, relatora de la ONU para derechos humanos y contra el terrorismo, lo expresó de este modo en un informe de mayo de 2021: “[Se les considera] indignos del estatus de civil, niño o víctima en virtud del género [masculino], afiliación religiosa [musulmana] y geografía [Siria]”. Las autoridades kurdas han admitido que separan de sus familias a menores a partir de los 12 años, pero argumentan que su objetivo es la “rehabilitación”, algo rechazado por las ONG de derechos humanos por las condiciones en las que están reclusos estos adolescentes. Diana Semaan, investigadora de AI desde Líbano, señala en conversación telefónica que esta separación —sin proceso judicial ni cargos o evidencias— es una “detención arbitraria”.

Seeman denuncia también la falta de información facilitada por los kurdos sobre el número de niños recluidos, su paradero, condiciones… En efecto, las autoridades de esta región en el noreste de Siria se han mostrado siempre esquivas a las preguntas de este diario sobre los menores. Mantienen su llamamiento a los países de origen a repatriar a madres e hijos nacionales. España no ha movido ficha alguna todavía.

Desde el pasado 24 de enero, día en el que Luna Fernández envío una serie de mensajes, preocupada por el paradero de su hijo mayor, la comunicación con Madrid se ha cortado. La familia no ha vuelto a saber nada.

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