“En ocasiones es un desastre, en ocasiones es un fenómeno”. Repasando la trayectoria de Carlos Maldonado resulta difícil creer la primera afirmación de su padre, Carlos. Porque desde que entró y ganó la tercera edición de Masterchef, en 2015, el talaverano, de 31 años, ha tenido una carrera como cocinero tan inusual como meteórica. El pasado diciembre, tan solo cinco años después de su victoria —tres años y medio desde que abrió el restaurante Raíces—, Maldonado se convirtió en el único concursante del programa de cocina en todo el mundo en recibir una estrella Michelin. Una sucesión de éxitos que afronta “con los pies en la tierra” y que, asegura, no le han cambiado “nada”, aunque sí, y no poco, en lo profesional. El chef ha pasado de ser vendedor ambulante de jamones junto a su padre durante el día y trabajar como vigilante de seguridad de noche a dedicarse a lo que le gusta. “Por ahora”, matiza entre risas en conversación con EL PAÍS días antes de que se celebre la final, este martes, de la novena edición del programa. “Igual mañana me levanto y ya no quiero cocinar”.
Porque Maldonado es un “culo inquieto”. Así se define él mismo, quienes le conocen bien como su padre, Carlos, y así lo demuestra su historial previo al concurso. También ejerció de socorrista y lavaba platos en el club de golf. Fue ahí, fregando y partiendo queso —cuando le ascendieron—, donde empezó a darse cuenta de que se sentía a gusto en cocina. “Fui hasta entrenador de caballos de raid, aunque me pasaba más tiempo limpiando cuadras. Y quise estudiar electromecánica, pero me pasaba más tiempo en la calle”, confiesa. Lo más parecido a las cocinas de Masterchef que había pisado antes de llegar al programa fue durante su paso por el restaurante toledano Tierra, con una estrella Michelin. “Era otro mundo y eso que yo solo hacía ensaladas”. Él, un “incrédulo con la televisión”, confirmó gracias a la pequeña pantalla que su sitio estaba entre cazuelas y sartenes. Un destino que le debe en gran parte a su madre, quien le apuntó a las pruebas de selección del programa. “Me dejaba llevar y disfrutaba sin pretensiones, tampoco de ganar, nunca. Ha sido de las épocas más bonitas de mi vida”, reconoce él.
En ocasiones, las etiquetas pesan, pero la suya como concursante y ganador la lleva con orgullo. Reconoce que es un “showman”, pero que cuenta con el respaldo de su cocina y de un equipo “que funciona como un tiro y que va a dar guerra”. Su restaurante Raíces, situado en su localidad natal, Talavera de la Reina, llena todos los días, asegura, y tiene las reservas completas para los próximos tres meses. Una propuesta gastronómica basada en sus orígenes y entorno, pero abierta a técnicas e ingredientes: “Hoy lo llamamos tradición, pero todo viene de otras partes del mundo”.
La pandemia desbarató los planes a medio mundo, pero a Maldonado, además, le pilló con una reforma de su local recién acabada y el banco reclamando los pagos. Acostumbrado a vivir en el presente e improvisar, la excesiva planificación de la que siempre ha huido a punto estuvo de llevarse su proyecto más ambicioso por delante. “Estuvimos a 15 días de no volver a abrir Raíces”, se sincera. Pero, como ha hecho tantas veces, reaccionó, y él y su equipo se pusieron a vender hamburguesas en la inmaculada sala blanca de mármol de su local gastronómico. “Teníamos que pagar al banco y no había [dinero]”. Aquella solución provisional resultó ser el germen de El Círculo, su propuesta más informal, ubicada también en su ciudad natal, pero pensada para viajar con el paladar. “Raíces es un proyecto muy especial, te puede gustar o no. El Círculo está hecho para gustar. Solo te da de comer de puta madre”, explica, con su franqueza habitual.
En el mundo de la cocina, donde los reconocimientos y logros suelen llegar —si llegan— después de unos cuantos años, Maldonado podría ser considerado un advenedizo por su aún corta trayectoria, pero gracias a su trabajo no solo se ha ganado el beneplácito de la crítica, también de sus compañeros de profesión y de la gente con la que ha compartido parte del camino. “Lo de Carlos fue algo meteórico. Fue muy trabajador y siempre respondía a todas nuestras peticiones, incluso cuando tenía que compaginarlo con los bolos del programa”, cuenta Lluis Arrufat, el que fue uno de sus profesores durante el máster en Cocina en el Basque Culinary Center, uno de los premios que reciben los vencedores de Masterchef. “Si tenía un acto, cogía el coche, se iba, y al día siguiente estaba de vuelta dándolo todo. Se ganó todo mi respeto”, añade Arrufat, que compartió cocina con Ferran Adrià y que define a Maldonado como alguien con “mucha predisposición, creatividad y finura al emplatar” y con capacidad de liderazgo.
De aquel momento, el de su ingreso en la facultad de cocina, el chef recuerda a una persona abrumada por la experiencia de sus compañeros de clase. “Tú entonces eres una imagen, pero no eres un cocinero. Solamente en la presentación ya te encuentras con gente que dice: ‘Yo vengo de Mugaritz [de Andoni Luis Aduriz, tres estrellas Michelin]’. Y tú dices: ‘Soy Carlos Maldonado y vengo de ganar Masterchef”, asegura entre risas. Casi tres años y medio desde que abrió Raíces y unos cuantos galardones después —en 2019 también recibió un Sol Repsol—, sigue sin desprenderse de esa sensación de estar tan solo en el comienzo. “Cuando abrimos, andábamos más perdidos que la leche. Éramos unos chicos que queríamos hacer y no sabíamos nada. Fue un salto al vacío, pero ha funcionado. Ahora estamos casi en el mismo sitio, pero 17 horas diarias después, nos estamos encontrando”, afirma.
Ya sea al volante del camión de comidas en el que invirtió el premio en metálico de Matserchef y con el que recorrió España vendiendo hamburguesas, ya sea desarrollando alta cocina en Raíces, parece claro que el chef ha cumplido el deseo de su padre. “Siempre he intentado que mis hijos fueran buena gente y que fueran felices con lo que hacían. No se trata de que hagan grandes cosas, sino de que sean felices”. Maldonado, entre fogones, lo es.
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