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Casas repletas de cosas

Esta es una historia de hogares conquistados por acumulación, día a día, sin tregua: espacios invadidos despacio. Un habitante de un país rico puede poseer hoy miles de objetos a lo largo de su vida, desde móviles hasta pañales, ropa de todos los colores y grosores, botecitos de champú birlados en hoteles de varios continentes, regalos arrinconados, deportivas supervivientes de buenos propósitos pretéritos, souvenirs de guardia en estantes abarrotados o ubicuos envases de comida. Cuando nos mudamos, tomamos conciencia de la apabullante cantidad de cosas que amontonamos. Como escribió Baudrillard, los objetos cotidianos proliferan, las necesidades se multiplican, la producción acelera su nacimiento y su muerte. Un tranvía de deseos con fin de trayecto en la basura.

Nuestros ancestros tenían —y tiraban— pocas posesiones. Los pobres vivían hacinados y los poderosos hacían patente su riqueza con otros códigos: tejidos suntuosos, colores caros, perfumes, tiempo libre. Exhi­bían el precio y la rareza de sus propiedades, no su abundancia. Sin embargo, a los antiguos romanos —la primera sociedad de consumo de la historia— ya se les hizo una montaña el problema de los desechos. Literalmente. El monte Testaccio, con 49 metros de altura, es un cerro artificial situado en la urbe formado por más de 30 millones de vasijas rotas que, durante siglos, fueron abandonadas allí. La mayoría eran grandes ánforas de aceite de oliva elaborado en la Bética, en Hispania; el contenido se trasvasaba a otros recipientes más pequeños y, como no era rentable lavarlas y reutilizarlas, las rompían en pedazos y las cubrían con cal para evitar malos olores. Aquella colina romana que vino de España fue una temprana advertencia de la peligrosa escalada de lo sobrante.

En nuestros tiempos, cuando cada europeo se deshace de un promedio de 500 kilos al año y cada estadounidense tres veces más, estamos cambiando la orografía del mundo con auténticas cordilleras de desperdicios: aquí unos Urales de basurales, allá un Everest de vertederos. El consumismo ha creado sorprendentes consignas. ‘Vida desechable’ fue el título de un artículo publicado en la revista Time en 1955, donde una familia sonriente atiborraba el cubo de su cocina con platos de papel y cubiertos de plástico que “nos robarían más de 40 horas para limpiarlos”. Por aquel entonces las grandes potencias empezaron a enviar sus desechos a países suficientemente pobres como para aceptar un desembarco de despojos. En Los Soprano la mafia se reciclaba en el tráfico ilegal de residuos, la droga que producimos pero no queremos ver. Y, en las sucesivas crisis, nos colonizó la metáfora: trabajo basura, bonos basura, comida basura, televisión basura.

Hace dos décadas, Agnès Varda partió en busca de los disidentes de la vida desechable, y los retrató en su documental Los espigadores y la espigadora. Siguió las huellas de la antiquísima tradición del espigueo, el derecho de niños y mujeres humildes a recoger las espigas de trigo caídas al suelo tras la cosecha. Con su cámara de vídeo, acompañó a quienes recolectan patatas abandonadas en los campos porque son demasiado pequeñas para comercializarlas, o quienes rebuscan entre las sobras caducadas de los supermercados de las ciudades. Gentes que escarban por pobreza, pero también por resistencia a derrochar o por amor al arte. La propia cineasta se revela como una espigadora poética que colecciona retazos de experiencias humanas. Una y otra vez nos muestra tomas de sus manos arrugadas, amarillentas y nudosas como tubérculos rechazados. Quizá crear siempre consistió en hurgar entre los desperdicios, es decir, habitar y recuperar lo antiguo: una historia de segundas vidas.

En este mundo que dilapida en nombre del tanto tienes —y tiras—, tanto vales, nada sale más caro que lo barato desechable. De la Montaña Basura de Fraggle Rock a las montañas de basura de la distópica Wall-E, los cuentos contemporáneos han profetizado las temibles consecuencias de nuestra espiral del despilfarro. Aún es posible frenar la alocada carrera desde el escaparate al vertedero: un sinsentido consentido.

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