Una familia de Bangladés a la que las sucesivas inundaciones les ha dejado apenas algo de arroz que llevarse a la boca. Una adolescente de la República Centroafricana que solo encuentra gachas de sorgo en el campo de desplazados donde se ha refugiado de la guerra. Unos compañeros de piso universitarios en Argentina a quienes sus becas de estudios no les da más que para comer pasta y tomate frito casi todos los días de la semana. O un matrimonio de España en paro que depende de lo que reciben en el Banco de Alimentos de su barrio. Tienen orígenes y problemas bien distintos, pero les une algo: no pueden costearse una dieta mínimamente saludable. Son tres mil millones de personas, casi la mitad de la población mundial, según las estimaciones más conservadoras recogidas en el informe El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición, publicado anualmente por una agrupación de las agencias de la ONU más expertas en la materia. En África y Asia del sur, el 57% de la población no puede acceder a esta dieta. En países con crisis permanentes, el 86% se ve privado de ella.
Una dieta mínimamente saludable es la que contiene como mínimo 2.300 calorías y 69 gramos de proteínas por persona y día, además de los micronutrientes necesarios. Su coste, hoy, excede la línea internacional de pobreza extrema, establecida en 1,9 dólares por persona y día, por lo que es inasequible para los más pobres. Comer sano y bien sale de media cinco veces más caro que seguir una dieta que simplemente satisfaga las necesidades de energía a través de un alimento básico con almidón, como el arroz de la familia bangladesí o los kilos de pasta de los estudiantes argentinos. “Cada vez vamos a ver más familias que con sus sueldos e ingresos no van a ser capaces de alcanzar una dieta saludable”, alerta Víctor Aguayo, director de nutrición del Fondo de la ONU para la infancia (Unicef), participante en este informe.
Todas estas personas en dificultades para alimentarse bien o hacerlo, sin más, pasan a engrosar las estadísticas de hambrientos. El año pasado se informó de que había 821 millones en el mundo. Este año hay 690 millones, pero son más que el anterior. ¿Cómo es posible? Porque la cifra tiene trampa. Lo que ha ocurrido ahora es que para esta edición de 2020 se han actualizado los datos de 13 países y, por tanto, toda la serie de los últimos 15 años. Entre estos se encuentra China, que cuenta con un quinto de la población mundial y cuya información estaba muy desfasada. La buena noticia es para los chinos: tienen menos gente que pasa hambre de la que se pensaba. La mala noticia es para el resto del mundo.
En 2018, con la serie completa actualizada, no eran 821 millones los hambrientos, sino 678 millones. Dado que este año se cuentan 690 millones de personas que pasan hambre, hemos empeorado: 10 millones más de hambrientos en un año y 60 millones más en el último lustro. “Lo que importa es lo que el nuevo cálculo nos dice: que la situación sigue empeorando”, advierte durante una conversación telefónica Máximo Torero, economista jefe de la organización de la ONU para la alimentación y la agricultura (FAO), que es otra de las agencias que firma este trabajo.
Fue en 2014 la última vez que el mundo vio una reducción del hambre. Ahora, aquellas ambiciosas metas plasmadas en los Objetivos de Desarrollo Sostenible de garantizar el acceso a alimentos nutritivos y suficientes para todos y acabar con el hambre en 2030 quedan prácticamente descartadas y, es más, de seguir con esta tendencia, dentro de una década no tendremos ni cero ni 600 millones de hambrientos, sino 840 millones. “En 2005 llegamos a los 895 millones de hambrientos y mejoramos hasta 2014; ahora estaríamos retrocediendo a los noventa, cuando sucedieron aquellas crisis alimentarias”, alerta el experto de la FAO. Además, el número de afectados por inseguridad alimentaria severa, —quienes no saben si podrán comer al día siguiente lo mínimo para sobrevivir— es de 750 millones, uno de cada diez.
¿Y dónde están esas personas? Sobre todo en Asia, con 381 millones de habitantes en esta situación. Le sigue África, con 250 millones, y Latinoamérica, con 48 millones. “Si seguimos esta tendencia, África tendrá en 2030 la mayor proporción de gente con hambre: un 51,5%”, avisa Torero.
La solución: cambiar el modelo de consumo
No se trata de imponer la misma dieta a toda la humanidad; la elección depende del país y del estado nutricional de cada individuo. “Lo que necesitamos es una diversidad de alimentos que permita obtener todos los micronutrientes que se requieren. Hay países como Uganda que requieren consumir más carne para alcanzar el nivel de proteínas necesario, y hay otros como Estados Unidos, que requieren lo contrario: consumir menos carne”, comenta Máximo Torero, economista jefe de la FAO. “Y es importante decir que una dieta sana no es necesariamente la vegetariana o la vegana, esas dietas no son saludables por definición porque les falta el componente de vitamina B-12. La dieta mediterránea es saludable, la basada en pescados puede serlo también”, advierte.
Para aumentar la asequibilidad de las dietas saludables, el coste de los alimentos nutritivos debe reducirse, algo que requiere intervenciones a lo largo de toda la cadena de suministro de alimentos para reducir las pérdidas y mejorar la eficiencia. También se recomienda un reequilibrio de las políticas e incentivos agrícolas hacia una inversión más sensible a la nutrición. “Hoy en día, la mayoría de subsidios agrícolas van a los cereales: maíz soja… Cuando deberían ir a productos de alto valor para diversificar la dieta”, ejemplifica el experto de la FAO.
“Deberíamos facilitar el comercio no solo mundial sino también interregional para que los países puedan obtener mayor variedad de dietas. Los programas sociales, inclusive, deberían estar orientados al consumo de dietas saludables. Hay muchas medidas que se pueden hacer rápido y podrían ayudar a mejorar esta situación rápidamente”.
Pese a que los datos en cuanto a desnutrición infantil se reducen, en Unicef preocupa mucho el hecho de que dos de cada tres niños menores de cinco años de países de renta baja o media están recibiendo dietas que no satisfacen sus necesidades nutricionales. “Puede que satisfagan sus necesidades energéticas, es decir, que no ponen al niño en riesgo inmediato de muerte, que le van a ayudar a crecer y a desarrollarse más o menos bien, que no estén bajo el umbral de la desnutrición ni sobre el umbral del sobrepeso, pero sí pueden tener deficiencias en vitaminas, hierro, zinc… Esos niños y niñas no van a desarrollar su potencial de crecimiento físico y desarrollo intelectual”, asegura Aguayo.
Si la población mundial llevase una dieta sana podría ahorrarse el 97% de costes derivados de enfermedades no transmisibles
La inadecuación de las dietas en los niños está conduciendo a un aumento del sobrepeso y la obesidad en la población infantil, una epidemia que afecta a 40 millones de menores en el mundo. “Nos preocupa muchísimo que, cuando el público piensa en una dieta poco saludable, normalmente piense en niños que crecen poco, que son bajitos o están muy delgados, pero cada vez vemos más cómo en países de renta baja y media, y entre los más pobres de renta alta, como España o Estados Unidos, que la inmensa mayoría de niños con sobrepeso están así por una dieta de muy baja calidad que incluso les aporta más energía de la que necesitan para crecer, pero no les brinda los nutrientes necesarios para un crecimiento y desarrollo adecuados”, indica el director de nutrición de Unicef. En España, de hecho, el 35% de los niños entre ocho y 16 años tiene exceso de peso.
A este escenario preocupante hay que sumar la novedad de 2020: la pandemia de covid-19, que empeora las previsiones porque añade entre 83 y 136 millones de hambrientos por los problemas de acceso a comida a causa de la subsiguiente recesión económica. “Al caer el PIB se genera mucho desempleo, y eso provoca que la gente no pueda comprar alimentos”, describe Torero. Desde Unicef estiman un aumento de unos seis a siete millones de niños con desnutrición a causa de la pandemia, según Aguayo, a no ser que se apliquen políticas “claras y decididas” para evitarlo.
Los costes ocultos de comer mal
La única posibilidad de revertir los números y alcanzar el objetivo marcado para 2030 es realizar una transformación del sistema alimentario sin que este tenga impacto en los costes de producción. La clave no está en cuánto comemos, más bien en qué comemos. “Necesitamos eliminar todas las formas de malnutrición, y eso incluye sobrepeso y obesidad, al igual que desnutrición, retraso en el desarrollo… Para eso es central moverse al consumo de dietas saludables”, ilustra Torero. “Las que consumimos hoy en día buscan sobre todo, alcanzar el contenido energético necesario y están basadas mayormente en cereales, pero no son las que nos van a llevar a eliminar todas las formas de malnutrición y nos llevarán a más enfermedades no comunicables y a mayores emisiones de efecto invernadero”.
Por primera vez, este informe calcula los que llaman “costes ocultos” de no llevar una dieta saludable. Torero lo explica así: “Hay varias formas de acabar con el hambre. La primera, doy más alimentos a todo el mundo y no me preocupo de la calidad. La segunda: me preocupo de la calidad de la dieta e intento que todos tengan acceso. La tercera es un poco más complicada: no solo te doy una dieta más saludable, también te doy la más sostenible. Cuanto más subes en el escalón, más costosa es esa dieta, pero lo que hemos encontrado es que la dieta más saludable tiene unos beneficios adicionales que no habíamos cuantificado hasta ahora”.
Estos costes ocultos son dos: por una parte, nos gastamos 1,1 billones de euros en tratar enfermedades no transmisibles como diabetes, hipertensión y otros problemas cardiovasculares provocados por una mala alimentación. De esta cantidad millonaria, la humanidad podría ahorrarse el 97%. Por otra parte, también dedicamos 1,2 billones de euros en costes derivados de las emisiones de efecto invernadero, de los que nos podríamos ahorrar entre un 41% y un 74%.
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