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Cecilia Bartolomé: “La censura se cebó conmigo porque me reía de todo”


Cada vez que alguien califica a la dictadura franquista de dictablanda, Cecilia Bartolomé (Alicante, 81 años) alza una ceja. Cuando otros hablan de las bondades de la Transición, directamente entra en combustión. Menuda, de armas tomar en sus mejores momentos, tras una carrera con solo un puñado de títulos cercenada por la censura franquista, el machismo y poderes establecidos (sus películas son tan valientes como molestas), la directora, en cambio, no habla de frustración ni de dolor. “¿Qué siento? Añoranza. Veo en mi estudio, en los estantes altos, algunos guiones y solo pienso: ‘Qué pena, por dios, que no se haya filmado esto’. Bueno, he hecho otras cosas… Tal vez enfoqué mi vida de una manera en la que no podría haber dirigido esas obras…”, contaba en Madrid el pasado miércoles ante un café.

Reivindicada por las jóvenes generaciones, de Luis López Carrasco a Elena Medel, Bartolomé recibe hoy el premio Feroz de Honor de la Asociación de Informadores Cinematográficos y la Filmoteca de Zaragoza le dedica una retrospectiva. Y sí, ha habido ciclos precedentes sobre su obra, pero la directora sigue siendo el mayor tesoro oculto del Nuevo Cine Español. A pesar de su fascinante biografía, de ser la gran contadora de la Transición desde la calle, de hablar de los abortos clandestinos y mostrar a las claras las manipulaciones de la Iglesia y el machismo recalcitrante durante la dictadura franquista. Asumiendo todos los riesgos y por ello, recibiendo todos los palos. Josefina Molina, Pilar Miró y ella fueron las primeras mujeres en licenciarse en Escuela Oficial de Cinematografía. “Al inicio de mis estudios, como yo venía de Guinea Ecuatorial, mis compañeros me llamaban la camerunesa. Luego me gané su respeto, y tras la práctica con la que me gradué, Margarita y el lobo [1969], me despidieron con mucho cariño y recibí muchos apoyos en mi brega contra la censura”, rememora. ¿Era una adelantada a su tiempo? “No sé, yo toqué temas que me parecían muy interesantes, y de los que no hablaba la gente. También la censura se cebó conmigo porque yo me reía hasta del lucero del alba”.

“No sé si era adelantada a mi tiempo; yo toqué temas que me parecían muy interesantes, y de los que no hablaba la gente”

Lo hizo desde las prácticas de la Escuela. En aquellos años Bartolomé vivía en Carabanchel, un barrio popular de Madrid, “y allí el aborto era un drama”. La cineasta explica: “Las parejas no podían tener relaciones sexuales normales, e incluso me contaron cómo ponían un niño pequeño en medio de la cama para impedir el acercamiento del marido. Porque no podían tener ni mantener un hijo tras otro”. En su corto Carmen de Carabanchel (1965) se ve cómo entre las mujeres recomiendan baños de asiento con agua caliente y amoniaco para abortar. “Yo me quedé embarazada con 23 años [el padre de sus tres hijos es el director de fotografía José Luis Alcaine] y decidí seguir, muy feliz, mientras estudiaba y trabajaba en publicidad. Pero a mi alrededor se sufría mucho”. Con Carmen de Carabanchel, bautizado así en burla a Carmen de Merimée, “que nunca se queda embarazada a pesar de su ir y venir sexual”, recibió su suspenso. “Fue un escandalazo. Ni eso ni los hijos [los dos mayores los tuvo durante sus estudios] me frenaron, me llevaba los bebés a los rodajes. Pero, de verdad, no fui una heroína, tal vez sí una inconsciente. Incluso diría una privilegiada, porque me atendía un ginecólogo progresista”.

Con Margarita y el lobo (1969), Bartolomé se licencia de la Escuela y choca contra la censura: su mediometraje musical sobre el divorcio, entonces inexistente, en la España franquista levanta ampollas. “Caperucita, Caperucita, si te enamoras, cierra los oídos, cierra la boca, ciérrate la boca con esparadrapo”, se escucha en pantalla, mientras a través de una separación Bartolomé retrata la España de finales de los sesenta. Resultado: se gradúa, pero la censura secuestra el mediometraje, que solo se verá clandestinamente hasta la llegada de la democracia. “Al censor de turno no le cabreaba que la protagonista rompiera con el amante porque le iba a llevar por la misma mala vida que el marido, y por eso se quedara con el esposo, sino otra cosa, y me lo dijo a la cara: ‘Es el lenguaje que usa, como enviarle a tomar por culo’. En fin, era de chirigota, y yo una respondona”.

La cineasta sabía a lo que se enfrentaba. A sus siete años, su familia se trasladó de Alicante a Guinea Ecuatorial: su padre fue nombrado jefe de la censura en la entonces colonia española. “Revisaba las películas previamente censuradas en España para que los pobres negritos [ironiza] no vieran cosas que no podían comprender”. De aquellos años aún le queda poso. “África se agarra al corazón de quienes nos criamos allí. Llámalo si quieres paraíso perdido. ¿Había colonialismo? Sí, pero también negros emancipados con los que compartíamos vidas y fiestas. Era un racismo muy peculiar, casi más clasismo, que por supuesto sufrían los blancos pobres”. Y que reflejó en su último largometraje, Lejos de África (1996). Pero en pos de su sueño, estudiar cine, Bartolomé se mudó a Madrid con veinte años. “Encontré una sordidez descomunal, a la que me costó mucho tiempo adaptarme, y un machismo recalcitrante”.

Ese largo proceso de aclimatación la refrenó cuando le ofrecieron llevarse Margarita y el lobo a París y estrenarla junto a un mediometraje de Agnès Varda. “Primero que la película no era mía, sino de la Escuela, y después, ¿adaptarme ahora a París? ¿Irme con los niños al exilio? Lo rechacé”. La censura franquista prohibió cualquier posibilidad de hacer un guion suavizado para un largo de Margarita y el lobo. En cambio, aceptó la propuesta de Paramount de rodar una versión del filme en Egipto, donde el estudio tenía que invertir una cantidad de dinero. “El proyecto se truncó por la matanza de once atletas en los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972 por terroristas palestinos, tras la cual la major cortó su relación con aquella financiación”. Con la democracia, salió de las listas negras, y convirtió un encargo del productor Alfredo Matas, un guion inspirado en Alicia ya no vive aquí, en una obra absolutamente personal: Vámonos, Bárbara (1977) “Cambié el final de Scorsese porque la solución para la mujer no es encontrar al príncipe azul, sino encontrarse a sí misma. No quise hacer una película feminista, solo contar lo que yo veía del mundo y de la vida”.

En abril de 1979 su hermano José Juan, que había rodado La batalla de Chile con Patricio Guzmán, compañero de Cecilia en la Escuela, la convenció para con el mismo espíritu salir a la calle y rodar dos documentales que mostraran la Transición española desde los ojos de la gente corriente. “Nos lanzamos a rodar con cuatro perras y dos cámaras prestadas. La película, por encima de todo”. Así nacieron No se os puede dejar solos y Atado y bien atado. “Estaba pendiente de calificación en el Ministerio cuando ocurrió el golpe de Estado del 23-F, y la censura, asustada ante el ambiente pregolpista que se mostraba, los secuestró”. Pilar Miró acabó con la prohibición a su llegada a la dirección general de cinematografía en 1983 y el díptico se estrenó con el título de Después de… “Muy poca gente quiere contar la Transición como ocurrió en realidad, con enormes contradicciones. Fueron tiempos muy duros, se luchó mucho y murió mucha gente”.

La televisión le dio su mayor orgullo profesional, el capítulo especial de la serie Cuéntame cómo pasó dedicado a Carrero Blanco (2005), y le provocó su mayor pena. “Me duele que no se hiciera mi serie sobre Omeya”. En 1983 Televisión Española anunció el inicio de la preproducción de Los Omeya, serie de seis o siete episodios que preparaba un colectivo encabezado por Cecilia Bartolomé y del que formaban parte Manuel Gutiérrez Aragón, José María Gutiérrez, José Luis Guarner y Concha Romero. “Contamos la evolución, gracias a la ficción, de Al-Ándalus a través de los tres califas Abderramán de la dinastía Omeya, que son periodos muy distintos. Investigamos muchísimo y hasta descubrimos documentos inéditos. O que la historia sobre el nombre de Medina Azahara, la ciudad palatina erigida por Abderramán III, era una leyenda, no venía del nombre de una de sus favoritas. Ese proyecto sí que me dio rabia que no se hiciera”. Un cambio de director general de programación hundió el proyecto. “No puedo hacerlo público, pero para nosotros sí estuvo claro quién dio la orden y por qué”. Y tras reflexionar, suspira: “Al menos que nadie me diga que nunca intenté hacer cosas”.

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