Cinco años de una paz en el alambre

Un laboratoria de coca arde durante una operación policial en la región del Magdaleno Medio, en Antioquia, a finales de 2020.
Un laboratoria de coca arde durante una operación policial en la región del Magdaleno Medio, en Antioquia, a finales de 2020.Piero Pomponi / Getty Images

Yesid Pereira es un líder campesino de La Carpa, en El Guaviare, al sur de Colombia, una zona que vivió durante décadas ahogada por el control de la guerrilla de las FARC y los cultivos de coca. Para Pereira y otras familias del lugar, el acuerdo de paz firmado hace ahora cinco años entre el expresidente Juan Manuel Santos y las FARC fue algo más que el fin de una guerra. Abrió la primera oportunidad en más de 50 años para “dejar de ser ilegales y vivir sometidos”. Hicieron, dice, lo que estuvo en su mano. Limpiaron los sembrados, recibieron a las Naciones Unidas y se integraron en el Programa Nacional de Sustitución de Cultivos de uso Ilícito (PNIS). También se quedaron sin la única forma de vida que habían conocido. “Si yo no tengo recursos, tengo que reventar por algún lado. Si el Gobierno no me cumplió, tengo que hacer cualquier cosa para sostener a mi familia. Hay gente que ya se desplazó a diferentes sitios para seguir sembrando. Talando [bosques] nuevamente para sembrar coca”, explica Pereira a la periodista María Jimena Duzán en la docuserie Los patrones de la guerra, estrenada en agosto.

Este domingo se cumplen cinco años de la primera de las numerosas jornadas históricas que vivió el proceso de paz en Colombia en apenas dos meses. Al grito de ¡no más guerra!, el presidente Santos y Rodrigo Londoño Echeverri, alias Timochenko, máximo líder de las FARC, firmaron un 26 de septiembre de 2016 en Cartagena de Indias el acuerdo que durante meses habían negociado en La Habana. La euforia desatada por el pacto que ponía fin a la guerrilla más antigua de América Latina tras cinco décadas de guerra apenas duró una semana.

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Siete días después, los colombianos dijeron no al acuerdo, en una victoria por la mínima en un referéndum innecesario, con el que Santos pretendía reafirmar su posición a favor de la paz frente a la demoledora campaña en contra liderada por el expresidente Álvaro Uribe, su antiguo mentor. La estrategia resultó un error. Con el país sumido en la incertidumbre ante el futuro del proceso y con el eco de la derrota de Santos aún en el ambiente, Colombia amaneció el viernes 7 de octubre con la noticia de que su presidente había sido nombrado Premio Nobel de la Paz 2016. “Fue un regalo caído del cielo”, llegó a decir el galardonado ante el espaldarazo llegado del exterior después del golpe recibido en casa. Un mes y medio después, los mismos dos protagonistas de la primera firma, Santos y Timochenko, sellaron una segunda versión del acuerdo. En una ceremonia mucho más sobria que la primera. En Bogotá y sin aviones haciendo acrobacias ni pintando el cielo.

El acuerdo fue difícil de firmar, pero cinco años después la sensación es que es más difícil llevarlo a la práctica. Para Josefina Echavarría, directora del Matriz de Acuerdos de Paz del Instituto Kroc, se trata del acuerdo con “la agenda de implementación más variada y compleja de todos los Acuerdos de paz firmados desde 1989 ”. Según el último informe del Instituto, encargado de controlar su implementación, hasta finales de 2020 se habían hecho realidad el 28% de los 578 puntos del acuerdo.

Los logros son reales y tangibles. La guerrilla, salvo contadas disidencias, se desmovilizó y entregó las armas, y se convirtió en un partido político, rebautizado Comunes a principios de este año y que ya tiene participación activa en la vida política del país. A raíz del acuerdo, se crearon instituciones como la Comisión de la Verdad, que en los próximos meses publicará su informe, o la Jurisdicción Especial de Paz (JEP), el mecanismo de justicia creado para juzgar los crímenes del conflicto y a sus responsables y que cuenta con un gran respaldo internacional. Pero los retos se multiplican y tensan al país, más en medio de una pandemia que obligó a focalizar políticas y recursos.

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Colombia vive en los últimos años un repunte de la violencia. Según la organización Indepaz, 126 líderes sociales y defensores de los Derechos Humanos han muerto asesinados en lo que va de año en Colombia. Otros 37 firmantes del acuerdo y excombatientes de las FARC han sido asesinados o han desaparecido en el mismo periodo. La organización ecologista Global Witness volvió a situar a Colombia en 2020, por segundo año consecutivo, como el país más peligroso del mundo para los ambientalistas. “Cientos de comunidades a lo largo del país sienten que la paz se ha vuelto una promesa vacía. Estamos ante aumentos gravísimos en materia de desplazamientos forzados, confinamientos, homicidios y masacres. Muchas zonas del país corren el riesgo serio de volver a niveles de violencia que existían antes del proceso de paz” sostiene José Manuel Vivanco, director de la División de las Américas de Human Rights Watch.

La pacificación total del país va mucho más allá de la desaparición de la guerrilla más antigua de América Latina. El ELN, las disidencias y otros grupos armados han aprovechado el vacío de poder que dejaron las FARC y siguen en conflicto en numerosos territorios del país. Vivanco señala a una política de seguridad “atrasada e ineficiente”, además de “la lentitud y descoordinación en los esfuerzos para aumentar la presencia estatal en zonas remotas del país”.

Uno de los grandes objetivos del acuerdo era vincular al territorio nacional a los territorios siempre excluidos, algo a lo que el alto comisionado de Paz durante el Gobierno de Juan Manuel Santos, Sergio Jaramillo, llamó la “paz territorial”. Para campesinos como Pereira, alguien que vive en un lugar tan apartado como en La Carpa, a más de 600 kilómetros de Bogotá, el Estado siempre fue una figura difusa. La polarización que marca el país, y que lo inunda todo, alcanza su mayor expresión en la profunda cicatriz que existe entre las diferentes regiones de Colombia.

María Victoria Llorente, directora de la Fundación Ideas para la Paz recuerda que el acuerdo “tenía esa lógica de cambiar las relaciones de poder” para que esos territorios metidos en el conflicto, a través de involucrar a la población y avanzando en una agenda más amplia de desarrollo rural integral, pudieran salir adelante. Para ella, el Gobierno actual de Iván Duque sí ha trabajado en esa agenda “y mal que bien se han desarrollado una serie de instrumentos a distinto nivel para asegurar que se cumpla en los 15 años que se debe cumplir”. Pero 15 años para Pereira son muchos. Duzán, que visitó varios de estos territorios en los últimos meses, asegura que estas regiones están mejor que antes, pero en una “situación gris”. “Puede que mejoren si las cosas se hacen bien o pueden volver al pasado”, alerta.

El Gobierno que nació del no al acuerdo

El gran hacedor de la paz, Juan Manuel Santos, ya retirado de la política, en una entrevista con EL PAÍS el mes pasado, aseguró que el acuerdo “está pasando por su prueba más difícil, que es tener un Gobierno hostil”, al que ya le queda menos de un año para dar paso al siguiente. Pero más allá de que Iván Duque llegó al poder de la mano del principal opositor del proceso, Uribe, el presidente también se agarra a la paz al final de su mandato. Esta semana, en su última intervención ante la ONU, Duque calificó de “débil” el acuerdo firmado por Santos, pero sostuvo que en los tres años de su Gobierno se había “avanzado más que en los primeros 20 meses de implementación”.

El mayor logro del acuerdo, el fin de una guerra sobre la que crecieron varias generaciones de colombianos, obliga a recordar algunas cifras. El conflicto provocó entre 1958 y 2018 más de 260.000 muertos y más de 80.000 desaparecidos, según Centro Nacional de Memoria Histórica. El Gobierno colombiano calculó en más de ocho millones el número de desplazados por la violencia desde 1985 hasta 2019.

En esos datos está el punto de no retorno que el país, a pesar de los numerosos retos que se abren por delante y que deberá liderar el próximo Gobierno que salga de las urnas en 2022. Para Echavarría, el gran reto es recordar que “los esfuerzos para terminar el conflicto armado interno fueron el resultado de más de cinco décadas en que no fue posible una victoria militar”. “Tenemos una gran oportunidad de realizar reformas de gran calado, de cimentar el respeto a la vida y a las opiniones divergentes en democracia”, añade. Llorente aboga por “rescatar a la paz de la polarización y pensar más que en la paz deseable, en la paz posible”.

La polarización, sin embargo, continúa cinco años después. Tras las palabras de Duque en la ONU, Santos sentenció en una entrevista en Caracol Radio: “Me da tristeza como colombiano escuchar eso de mi presidente y donde lo dijo”.

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