En fútbol hay pocas cosas más aburridas que un amistoso. O que ver en la tele un partido entero cuando ya sabemos el resultado… salvo que sea para recrearnos con un aplastante triunfo contra el gran rival. La rivalidad es uno de los sustentos del fútbol.
En el fútbol británico, la rivalidad de las rivalidades se da en una de las ligas más aburridas del planeta: la escocesa. Los derbis entre el Celtic y el Glasgow Rangers son cosa de otro mundo. En el fútbol inglés, quizás nos pongamos de acuerdo en que la rivalidad más crujiente es la que enfrenta al Manchester United y al Liverpool, una recreación de querellas históricas: Mánchester se gastó una fortuna para construir un canal en el siglo XIX para acceder al Mar de Irlanda y no pagar las abusivas tarifas del puerto de Liverpool.
En Londres, Arsenal y Tottenham se disputan la supremacía no de la capital británica sino del Norte de Londres. Los Spurs niegan la mayor: el Arsenal, dicen, nació al sur del Támesis y no es un equipo del Norte de Londres. A Millwall y West Ham, el río les importa un rábano: ellos se disputan la supremacía en el Este de la capital.
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Hay rivalidades entre ciudades, claro. Pocas más encarnizadas que la que enfrenta al Newcastle con el Sunderland en el Norte de Inglaterra. O la que separa a Cardiff y Swansea por la supremacía en Gales, muy semejante que la que deparan el Portsmouth y el Southampton en la costa sur. O el Ipswich Town- Norwich City en la costa Este, el Oxford United-Swindon Town más al centro o la de dos históricos hoy en apuros: el Derby County y el Nottingham Forest.
Para muchos, no hay rivalidad más genuina que la de los derbis, ese partido que enfrenta a dos equipos de una misma ciudad. Entre el City y el United en Manchester. El Everton-Liverpool. El Villa-Birmingham. El United y el Wednesday en Sheffield. O el Dundee FC y el Dundee United.
Pero en estos años de nuevas normalidades estamos viendo también el alumbramiento de nuevas rivalidades. Quizás la más atractiva es la que enfrenta al Chelsea y al Manchester City. Dos clubes históricamente segundones que por arte de birlibirloque se han convertido en amos de la Premier. Es una rivalidad que tiene varias lecturas. La lectura amplia es la de dos nuevas formas de convertirse en potencia mundial en el fútbol: a través de los oligarcas o a través de los petrodólares. Un oligarca es una persona que tiene un poder absoluto. En el fútbol no hay mejor ejemplo que Roman Abramovich, un don nadie que acumuló tal fortuna en la transición de la antigua Unión Soviética al capitalismo que en 2003 compró el Chelsea y con su fortuna casi infinita ha logrado convertirlo en campeón de Europa.
El Manchester City es el ejemplo perfecto de club-Estado: un club mediocre elevado a los altares a base de petrodólares. Pero hay dos tipos de club-Estado: los que tienen buen gusto (el City ha utilizado el dinero para construir un equipo armonioso) y los que tienen mal gusto (el PSG se ha gastado una fortuna en comprar a los mejores solistas del momento, sin pensar apenas en la orquesta). El martes, en partido de Champions (en la casi nunca trascendental fase de grupos) se enfrentan por fin esos dos modelos de club-Estado.
Hay otra forma de contemplar la nueva rivalidad entre City y Chelsea: la batalla entre sus dos entrenadores, Pep Guardiola y Thomas Tuchel. Desde su llegada al Chelsea en enero, Tuchel le tenía comida la moral a Guardiola, al que eliminó de la Copa de Inglaterra, batió en la liga en campo contrario y, sobre todo, barrió contra pronóstico en la final de la Champions. El sábado ocurrió lo contrario. Fue Pep quien barrió a Tuchel en Stamford Bridge (0-1).
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