Ciudad Juárez, una tela de araña migratoria

La crisis migratoria de México es también una guerra de palabras. ¿Bad hombres o refugiados? ¿Procesos de salida de inmigrantes irregulares o deportaciones? ¿Estaciones migratorias o centros de detención? El último término en disputa es retornados. Se le ocurrió a un funcionario mexicano para diferenciarlos de los repatriados —los que son devueltos a su país de origen— y de los que se acogen al Protocolo de Protección al Migrante, un tecnicismo con el que Washington ha impuesto, primero de facto y luego de modo consensuado, que las personas que pidan asilo en su país sean inmediatamente enviadas de vuelta a México para que esperen allí el resultado del proceso.

Casi 20.000 retornados han llegado desde primavera, la mitad de ellos a Ciudad Juárez, poniendo a prueba la resistencia de los migrantes y la capacidad de una de las ciudades más violentas del país, que hace un año apenas tenía dos albergues y donde una cuarta parte de la población es pobre. El mismo funcionario mexicano resbala ahora por los eufemismos al buscar las palabras para el momento: ¿colapso o insuficiencias en la gestión?

El albergue El buen samaritano tiene espacio para 60 personas, pero está cobijando a 105. El resto de los 13 centros están igual de saturados. En el patio del albergue, Juan Rodríguez, 37 años, intenta inflar la rueda delantera de la bici azul y rosa de su hija de nueve. La niña espera con la boca abierta a que su padre haga magia, pero no hay manera: la rueda está pinchada.

Rodríguez salió en enero de Tegucigalpa (Honduras) en una de las primeras caravanas organizadas de manera autónoma por grupos de migrantes centroamericanos. Llegó a la frontera de Tijuana a principios de marzo. Pero volvió a bajar más de 2.000 kilómetros hasta Chiapas para recoger a su esposa y sus dos hijas, que acababan de entrar con otra de las caravanas. En su segunda subida, la familia decidió cambiar Tijuana por Juárez: “Nos dijeron que aquí era más fácil que nos dejaran pasar a EE UU”. El nodo El Paso/Juárez se ha convertido durante este último episodio en la zona cero migratoria, relevando a otros enclaves como Tijuana o el desierto de Sonora.

Un menor juega en la Casa del Migrante de Ciudad Juárez.
Un menor juega en la Casa del Migrante de Ciudad Juárez. EL PAÍS

Mientras la familia Rodríguez recorría todo México a pie y autobús, Donald Trump lanzó su ultimátum al Gobierno de Andrés Manuel López Obrador: más mano dura en la frontera o castigo comercial. La pelea diplomática entre despachos trastocó los planes de los Rodríguez. Cuando finalmente les llegó el turno con migración para pedir el asilo en El Paso era 11 de junio, tres días después de que México aceptara convertirse oficialmente en sala de espera para los solicitantes de asilo. “Los compañeros de la primera caravana están todos en EE UU esperando su resolución. A nosotros nos mandaron aquí de vuelta y no sabemos cuándo ni dónde vamos a terminar”.

El endurecimiento de la política migratoria de México no se ha limitado a recibir asilados. Por la orilla del escuálido Río Bravo, linde natural entre los dos países, pasean día y noche parejas de la Guardia Nacional, el nuevo cuerpo militar desplegado por la frontera. Han subido los controles por carretera y las redadas han llegado incluso al interior de los albergues. La mano dura ha dado resultados: de 900 migrantes que cruzaban a diario en mayo, han bajado a 300, según cifras de detenciones de la policía fronteriza de EE UU.

A la vez, México ha triplicado tanto el número de deportaciones como de recepciones de asilo. Y los retornados han pasado de 100 diarios antes del acuerdo a más de 200, siendo el 80% ciudadanos centroamericanos. Organizaciones de derechos humanos han denunciado ante tribunales federales la validez jurídica de la figura del retornado. Mientras, dentro del aparato migratorio mexicano cada vez más voces hablan en privado de que “México le está haciendo el trabajo sucio a Trump”.

Y la telaraña aún puede enredarse más. El pasado martes, a una semana de reanudar con México las negociaciones de los nuevos términos migratorios, Trump aprobó una nueva norma: los solicitantes de asilo tendrán que haberlo pedido antes en algún país de paso o serán directamente rechazados en Estados Unidos. Aún es pronto para evaluar las consecuencias de su implementación. Fuentes mexicanas de migración confirman que de momento los cupos diarios de entrada para solicitantes de asilo siguen igual. Pero organizaciones como Acnur ya han mostrado su preocupación. “Van a subir mucho las solicitudes de asilo en México —señala uno de sus representantes, Josep Herreros—, donde ya de por sí existen muchas dificultados para procesar los casos que recibe. Además hay zonas con problemas de seguridad”.

Balaceras

El albergue El buen samaritano está en un barrio sin asfaltar alejado del centro de Juárez. La familia Rodríguez tiene miedo. Llevan más de un mes allí y apenas salen. “La semana pasada escuchamos disparos”, cuenta el padre, un soldado raso hondureño que huyó por las amenazas de muerte de las maras. “No sé por qué nos hacen esperar en México si esto tampoco es seguro”. A dos calles, Pedro Tovar toma el sol sentado delante de su colmado. Tiene 87 años y 40 viviendo en el barrio. Primero dice que “ahora no está tan pesado como antes”. Y luego reconstruye la escena de la balacera que oyeron los Rodríguez con la misma normalidad con la que se fuma su cigarro: “Venía un coche y detrás otro tirándole cohetazos. Al final chocaron y ahí se lo echaron fácil. Son puros ajustes de cuentas”.

Juárez es una ciudad estigma. Un agujero negro para cientos de mujeres asesinadas o desaparecidas en los 2000, y escenario después de una de las guerras más bárbaras del narco. En 2010 alcanzó el puesto número uno en la lista de ciudades con el índice más alto de homicidios del mundo. Hoy, en medio de la ola de violencia generalizada que vuelve a azotar México, ocupa el quinto lugar. Es la ciudad más grande de la frontera con millón y medio de habitantes, casi el triple que su vecina texana. Pero no siempre fue un monstruo. La llegada de las maquilas —fábricas donde se produce con mano de obra barata— engulló al pueblito que vivía del algodón y el alcohol. En los años noventa, coincidiendo con la firma del tratado de libre comercio con EE UU, la población prácticamente se duplicó. Juárez se convirtió en una ciudad de obreros y migrantes mexicanos.

“Las maquilas han perdido mano de obra. Por la violencia y las condiciones, han salido muchos flujos de migración interna y por eso los empresarios están dando la bienvenida a los migrantes”, apunta Jesús Peña, investigador del Colegio de la Frontera Norte. Los retornados tienen permiso de trabajo mientras se tramita su caso y la patronal juarista les está animando a que entren en sus fábricas. En otro de los albergues, Gabriel Cáceres, 27 años, cuenta, con su bebé en brazos, que ya ha probado una semana: 9 horas al día por 1.300 pesos (menos de 70 dólares). “No me da, no es suficiente para pagar un alquiler para mí y mi familia”.

Por los albergues empieza a correr el rumor de que cada vez es más difícil que las solicitudes de asilo prosperen —cálculos de la migración mexicana estiman que quedarán fuera el 90% de los casos— y Cáceres está dispuesto a regresar a Honduras. Ya se ha apuntado en la lista del programa de regreso voluntario gestionado por la Organización Internacional de las Migraciones (OIM). Un plan en el que se evalúa caso por caso que no exista un riesgo potencial para el regreso y que ha fletado ya cuatro autocares con 167 personas. Un número todavía ínfimo comparado con los casi 10.000 migrantes varados en Ciudad Júarez que aún esperan su turno en los tribunales estadounidenses. Como el guatemalteco Luis Quiñas, 22 años, que no piensa volver a su país porque las últimas palabras que escuchó antes de salir de su pueblo fueron las de unos pandilleros: “Entras con nosotros o te mueres”.


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