Clubes quebrados, hinchas de un equipo zombi


Casi nada debe de aterrar tanto en el fútbol como animar a un club que ya no existe. Convertirse de la noche a la mañana en simples aficionados de un recuerdo. Ultras de un equipo zombi sin campeonato ni rivales a causa de sus deudas o de la mala gestión de sus directivos. O simplemente del desigual reparto de los derechos y de la imposibilidad de invocar una quimera como la Superliga. Cada año le toca en Italia a algunas sociedades deportivas asomarse a ese abismo o volver a la casilla de salida: la Serie D.

En los últimos 20 años, más de 150 clubes profesionales no han podido inscribirse en las distintas divisiones o se han ahogado en sus propias deudas. Esta temporada han quebrado el histórico Chievo Verona, el Livorno, el Carpi y el Novara. Clubes que durante años poblaron la Serie A (sobre todo los dos primeros) y que ahora tendrán que empezar desde cero o se quedarán sin poder disputar ninguna competición, como el Livorno. La historia es larga y penosa y alcanzó a muchos equipos que, cuando tiraban de chequera, parecían invencibles.

La ruina del Barça, es cierto, es un drama poliédrico. Pero si uno mira cómo están las cosas fuera de España, podrían añadirse algunas aristas más al calvario. El equipo ha cerrado el año con pérdidas de casi 500 millones de euros. La deuda total ronda los 1.350 millones y ha tenido que ser rescatado por Goldman Sachs con un crédito de otros 525. Si el Barça fuera una empresa corriente y las normas de LaLiga, en este caso, no fueran más flexibles que en otros campeonatos, las cifras hablarían de una quiebra o de una causa de disolución. En Italia muchos clubes en una situación parecida descendieron al infierno o dejaron de existir. Aunque los aficionados y la historia del calcio nunca pudiesen imaginar algo así.

Corrían los años 90 y los propietarios de grandes compañías, como los monstruos alimentarios Parmalat o Cirio, quisieron jugar a hacer negocios desde un palco con la bufanda de su equipo al cuello. Muchos clubes italianos vincularon su destino a la suerte de esas empresas propietarias, tal y como hoy lo hacen algunos con determinados Estados. La Lazio, entonces del empresario Sergio Cragnotti, se salvó del descenso pese a bordear la quiebra (la grada de la Roma sigue todavía recordándolo). Pero el Nápoles, la Fiorentina o el Parma pagaron su insolvencia con la temida caída a los infiernos. El primero, de hecho, pese a los dos scudetti, su fabuloso estadio, la Copa de la UEFA, la mitológica historia con Maradona y quizá la mejor afición de Italia, quedó reducido a un puñado de pagarés pendientes de cobro y a un anuncio en el periódico que imploraba un rescate. Hasta que acudió el productor Aurelio de Laurentiis, su actual dueño, cuando leyó el diario una mañana de verano en Capri.

En la Serie A italiana ya no quedan equipos propiedad de sus socios. Y eso, a veces, ayuda a que las cosas se vean de una manera más fría. Aquí no te puedes inscribir sin asegurar la continuidad o viabilidad del club; o si dejas de pagar al fisco o los salarios. Si hay posibilidad de hacer una ampliación de capital o de introducir a nuevos inversores (Goldman Sachs en el Barça es lo más parecido), se soluciona el problema. Si no, se desciende al equipo. Estuvo al borde hace no tanto el Milan (tras venderlo Berlusconi). Y flirteó con el desastre el Inter de Milán este mismo año, cuando se proclamó campeón. Por eso vendió a dos de sus grandes estrellas (Romelu Lukaku y Achraf Hakimi) y se desprendió de Antonio Conte, el entrenador que les había dado un scudetto después de 11 años de sequía y solo dos temporadas al frente del equipo. El Inter, probablemente, habría tirado de historia, favores y palmarés para evitar males mayores. Como ha hecho el Barça. Pero sirve una o dos veces. Luego, al menos en Italia, se presenta inexorablemente el abismo.

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