Los humanos llevan miles de años recibiendo (y dando) órdenes desde el pasado. En un mundo repleto de incertidumbres, la tradición ofrece certezas y la voz de los ancestros es una fuente de autoridad que facilita los acuerdos. En Los últimos balleneros, el excelente reportaje novelado de Doug Bock Clark sobre la tribu indonesia de los lamaleranos, el autor nos cuenta cómo un consejo de sabios interpreta las opiniones de los antepasados respecto a la incorporación de innovaciones tecnológicas para la caza del cachalote. Este pueblo de la isla de Lembata, uno de los últimos del planeta que aún se resiste a la modernidad, sigue cazando cetáceos de decenas de toneladas con esquifes a remo desde los que saltan para arponear al animal. El consejo decide si los antepasados consideran que las barcas propulsadas a motor son adecuadas para acercarse a la ballena, pero no para el asalto final, o si se pueden emplear para capturar animales de menor categoría como las rayas o los delfines. Lo que era inaceptable para los antepasados en un momento, deja de serlo cuando la tribu presiona lo suficiente.
En un tiempo más cercano, las naciones y sus gobernantes han aprovechado o creado mitos como los de la batalla de Covadonga o la fundación del Rus de Kiev para fraguar el vínculo indisoluble entre el cristianismo y España o entre Rusia y Ucrania. Y pese a que la reconstrucción del pasado se realiza ahora con herramientas científicas, la mayor objetividad de la tarea no ha hecho desaparecer el interés del pasado para apuntalar posiciones actuales. La dieta paleolítica, la necesidad de una sociedad más igualitaria o la bondad del running se defienden utilizando los resultados del estudio de la evolución humana. Si los paleontólogos dicen que lo hacían nuestros ancestros hace 500.000 años, está en nuestra naturaleza y tiene que ser bueno.
Hace unos días, la revista científica PNAS publicó un artículo en el que se intentaba refutar una hipótesis muy popular sobre un momento clave en la historia de la humanidad. Hace unos dos millones de años, apareció un homínido que se empieza a parecer mucho a lo que consideramos un ser humano. El Homo erectus caminaba y corría completamente erguido y tenía un gran cerebro, mucho mayor que el de sus antecesores. Se sabe que el cerebro es una herramienta muy útil, pero muy cara de mantener. Aunque solo constituye el 2% de nuestra masa, consume una cuarta parte de nuestra energía diaria y en reposo gasta casi 10 veces más que el músculo. Para soportar ese órgano, es necesaria una fuente de energía concentrada y la carne habría sido la candidata perfecta. Multitud de yacimientos confirman que los erectus cazaban animales y los procesaban para comérselos y de ahí nació la hipótesis de que comer carne nos hizo humanos.
“Creo que este estudio y sus descubrimientos serán de interés para toda esa gente que actualmente basa sus decisiones dietéticas en alguna versión de esta narrativa del consumo de carne”
W. Andrew Barr, investigador de la Universidad George Washington
El trabajo publicado en PNAS, liderado por W. Andrew Barr, de la Universidad George Washington, cuestiona esta arraigada idea. Aunque las evidencias muestran un incremento drástico en el consumo de carne tras la aparición de Homo erectus, Barr considera que eso se debe a que ese periodo recibió mucha más atención que el anterior. Los paleontólogos se lanzaron a buscar unas pruebas concretas del consumo de carne en el este de África, la considerada cuna de la humanidad, y eso es lo que encontraron. Sin embargo, después de recopilar datos de la región de hace entre 2,6 y 1,2 millones de años, Barr y su equipo observaron que, si se tiene en cuenta el exceso de descubrimientos que produce el mayor esfuerzo de búsqueda, el incremento en el consumo de carne no es significativo. “Nuestros hallazgos socavan las narrativas evolutivas que vinculan los cambios anatómicos y de comportamiento de H. erectus al consumo de carne”, aseguran los autores en el artículo.
Los paleontólogos son conscientes de que lo que encuentran es utilizado como artillería en debates contemporáneos, pero no suelen exponer sus resultados con referencias tan explícitas a la narrativa. En la nota de prensa de su universidad, Barr fue aún más claro: “Creo que este estudio y sus descubrimientos serán de interés no solo para la comunidad paleoantropológica sino también para toda esa gente que actualmente basa sus decisiones dietéticas en alguna versión de esta narrativa del consumo de carne”. El investigador se muestra consciente de su poder para fijar narrativas que cambien el presente gracias al prestigio de lo atávico.
Las narrativas en ciencia son un motor poderoso, pero algunos investigadores consideran que en ocasiones se imponen a lo que cuentan los datos, que se adaptan para ajustarse al relato. Manuel Domínguez Rodrigo, codirector de un proyecto de investigación en la garganta de Olduvai, donde se encuentra gran parte de los restos analizados, y profesor de la Universidad Complutense de Madrid, piensa que el resultado de este estudio “es una locura”. “En lugar de analizar la evidencia tafonómica [el estudio de los yacimientos y los fósiles que se encuentran en ellos] toman las variables que les vienen bien para contar su historia, importa más la narrativa que la evidencia”, afirma el prehistoriador, que es uno de los autores más citados en el texto de PNAS como proponente de la teoría que se quiere derribar.
Domínguez Rodrigo, uno de los investigadores con más experiencia trabajando en yacimientos del este de África, explica que no se puede cuantificar el consumo de carne tomando como referencia la presencia absoluta de marcas de corte en los yacimientos de una región. “Hay factores de preservación de los yacimientos que los hacen muy distintos, algunos son solo de homínidos, pero en la mayoría hay varias especies, y hay más condicionantes”, explica. “Artículos como este son resultado de arqueólogos que no excavan yacimientos de estos periodos y que se sirven de los datos de otros para dar rienda suelta a elucubraciones especulativas con las que hacen carrera”, espeta.
El análisis más profundo del equipo del investigador español les ha permitido observar que el comportamiento de los propios erectus cambió a lo largo de los cientos de miles de años de historia analizados en el estudio de Barr. “Cuando analizas no solo el número de huesos con marcas, sino qué tipo de huesos son o cómo son los cortes, puedes ver qué se está comiendo”, cuenta Domínguez Rodrigo. “Cuando haces eso ves cosas tan interesantes como que hace dos millones de años se están comiendo animales de tamaño pequeño o medio, pero luego, hace 1,4 millones de años, se comen animales desde el tamaño de una gacela hasta el de un hipopótamo”, añade. Esto, además de poder atribuirse a una mayor habilidad en la caza, indica que los grupos de aquellos homínidos eran mucho más grandes y podían hacer frente a piezas mucho mayores. Pero, al mismo tiempo, hace pensar que, aunque en los yacimientos más recientes parecería que hay mucha mayor cantidad de carne, al ser más a repartir, el consumo de proteína y grasa animal habría sido el mismo. Todos estos detalles se escapan a un análisis más superficial.
“El estudio es una locura, importa más la narrativa que la evidencia”
Manuel Domínguez Rodrigo, codirector de un proyecto de investigación en Olduvai
Antonio Rosas, director del Grupo de Paleoantropología en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, cree que la idea de “hacer un estudio a gran escala tanto en el tiempo como en el espacio tiene valor”. Sin embargo, opina que la forma en que Barr y sus colegas realizaron ese estudio “es superficial, algo así como un estudio de salón”. “No es lo mismo ver un animal muerto y comer el hígado, porque eres un carroñero, que cazarlo y utilizar toda la carne. La cantidad de carne consumida es totalmente distinta”, ejemplifica. Además, también tiene críticas al planteamiento de partida. Las primeras evidencias de consumo de carne, aunque controvertidas, aparecen con los australopitecos, unos homínidos bajitos y con el cerebro poco mayor del de un chimpancé, pero que ya caminaban erguidos hace más de tres millones de años. El consumo de carne aparece ya sin dudas con Homo habilis, hace algo más de dos millones de años, y aumenta con los erectus. Ese es el momento en que la carne nos habría hecho humanos.
Rosas cree que esta pauta es clara y que ni siquiera es necesario que se produzca un incremento del consumo de carne durante el periodo analizado por Barr y sus colegas para que su papel sea fundamental en nuestra historia. “En la evolución de Homo erectus, entre hace dos y un millón de años, se produce un periodo de equilibrio evolutivo; cuando se superan los 850 centímetros cúbicos de capacidad craneal se alcanza un equilibrio”, indica. Ese salto se daría gracias al consumo de carne, que explicaría así parte de la humanización, y sus efectos se mantienen con ese mismo consumo durante cientos de miles de años.
El siguiente punto de inflexión importante en la evolución humana se produce hace algo más de medio millón de años, con el aumento del cerebro de especies como Homo heidelbergensis, en Europa, y Homo rudolfensis, en África. Ese incremento se suele explicar con la generalización del uso del fuego y de la cocina de los alimentos, que, como el consumo de carne inicial, multiplicaría la cantidad de nutrientes que se puede obtener de la carne reduciendo la energía empleada en el aparato digestivo y liberándola para el cerebro. “Los autores hablan de alternativas a la hipótesis de que la carne nos hizo humanos como las nuevas formas de preparar la comida utilizando el fuego. Pero, a falta de que expongan nuevas evidencias, el fuego se generaliza cientos de miles de años después del periodo que ellos analizan”, concluye Rosas.
Barr reconoce que “es probable que el consumo de carne haya tenido algún impacto en la evolución humana”, aunque añade: “La cuestión es si el consumo de carne está específicamente vinculado con el Homo erectus. Nuestros análisis muestran que […] la idea de que hay un cambio generalizado y sostenido hacia un mayor consumo de carne en esta época no está bien sustentado”. Sobre el planteamiento de Rosas, que recuerda que el cambio importante se produce durante la aparición de los erectus, Barr concede que en el periodo anterior a los 1,9 millones de años no hay suficientes yacimientos para saber cuánta carne se consumía, así que será necesaria más información para averiguar si realmente hubo un incremento en el consumo de carne en la etapa anterior a la aparición de H. erectus.
El método científico no ofrece un contacto tan directo con las voces de los ancestros como los ancianos lamaleranos o de otras tribus ancestrales, pero tampoco requiere fe en una conexión sobrenatural con el pasado. No obstante, el trabajo para recuperar ese mundo perdido y las limitaciones de la evidencia disponible hacen tentador dejar volar la imaginación y sobrepasarse en las conclusiones útiles para nuestro mundo.
Ana Mateos, investigadora en Paleofisiología y Ecología de homínidos en el Centro Nacional e Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH) de Burgos, señala: “A veces tratamos de explicar cosas muy complejas de la evolución humana con un yacimiento o un nivel de un yacimiento”. Se trata de explicar periodos de cientos de miles de años con un puñado de fósiles. Sobre los resultados de Barr, alaba el planteamiento: “Ellos creen que para explicar los patrones de la evolución humana se necesitan grandes conjuntos de datos, analizarlos de forma crítica y ver si lo que se ha asumido como cierto desde hace décadas se sigue manteniendo, y eso es interesante”. Y recuerda que el debate sobre la carne es grande, “porque el componente vegetal de las dietas no se conserva igual de bien que la información que podemos extraer del consumo de carne por marcas en los huesos”.
Uno de los atractivos del pasado profundo como fuente de certezas es, precisamente, lo poco que se sabe. Cuando se mira a los orígenes remotos de la nación o de la especie, la escasa información es mucho más fácil de organizar al gusto de la imaginación y los deseos de cada uno que un presente en el que es difícil obviar la complejidad. Los últimos resultados no parecen descartar la importancia del consumo de carne en aquel momento estelar de la humanidad, hace dos millones de años, pero su significado para los humanos del presente seguirá siendo el que cada uno quiera darle. Como los lamaleranos fueron empujando a sus intérpretes de los ancestros a aceptar innovaciones que eran deseables para sus vidas, nosotros continuaremos estirando las interpretaciones de los paleontólogos, nuestros sabios modernos, para justificar en el pasado nuestra forma de vida presente.
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