Comercio marítimo: de aliado a verdugo de la globalización


El mar es para el bañista el trozo de costa donde cada verano chapotea. Y para el viajero, el rectángulo azul que se confunde con el cielo por la ventanilla del avión. Es fuente de disputas pesqueras en conflictos como el Brexit. Y un universo salvaje lleno de sorpresas para el científico. Pero los océanos, tal vez por sus vastas dimensiones y su inaccesibilidad, siguen sin ser considerados en el imaginario colectivo como el verdadero sistema circulatorio de la economía. Un lugar por el que se desplaza el 90% del comercio mundial a bordo de pesados portacontenedores de cientos de miles de toneladas, o de buques petroleros, gaseros, graneleros y frigoríficos.

La industria marítima ha sido durante décadas un silencioso aliado de la globalización. Las mercancías se mueven más lentamente que por avión, pero a un precio muy inferior. Los barcos contaminan, pero salvo vertidos puntuales, casi siempre con más discreción, lejos de las ciudades. No contribuyen a empeorar atascos como los camiones. Ni atraviesan pueblos y ciudades como las vías de los ferrocarriles. Quien no se acerque a un puerto o tenga conocidos en el sector puede vivir de espaldas a su existencia, pese a que sin esos miles de puntitos que se mueven sobre el agua en los mapas de internet donde puede seguirse la posición de los barcos en tiempo real, el modo de consumir sería muy distinto. Probablemente más caro y mucho menos diverso.

Dos fenómenos han sacado al sector de la invisibilidad. En marzo de 2021, el gigantesco buque portacontenedores Ever Given encallaba en el canal de Suez bloqueando el comercio por esa arteria durante seis días. El fatal accidente puso al mundo frente a una realidad: un simple percance marítimo por mal tiempo tiene potencial para poner patas arriba las cadenas de suministro. El segundo caso es menos espectacular, pero mucho más grave por su persistencia: desde hace meses, la recuperación del consumo, la falta de espacio en los barcos y los cuellos de botella en los puertos han provocado largos retrasos y han disparado las tarifas que cobran las navieras, sabedoras de que en tiempos de escasez y prisas, son ellas las que tienen la sartén por el mango para fijar precios.

Los beneficios de unos son las pérdidas de otros. Los responsables de logística de las empresas importadoras viven una pesadilla. No saben cuándo llegará su pedido, así que doblan la apuesta: compran más para almacenarlo y librarse así del fantasma del desabastecimiento, lo cual a su vez reduce la capacidad en los buques, y alienta una cruenta guerra por hacerse con un contenedor que a veces acaba con el producto varado en tierra. “Tenemos grandes cargadores a los que las navieras han roto el contrato y les han dicho: no quiero que seas mi cliente y si tienes algún problema lo denuncias”, dice al teléfono Jordi Espín, secretario general de Transprime, la Asociación española de empresas cargadoras.

En esa carrera a codazos no todas las empresas compiten en igualdad de condiciones. Las navieras están ahora en disposición de elegir a sus clientes, y prefieren a los que contratan más volumen, pagan a tiempo y cargan y descargan de manera fluida. Espín asegura que a las compañías fuera de ese olimpo de escogidas pueden hacerles pagar hasta cuatro veces más por llevar un contenedor en la misma ruta Asia-Europa, y se muestra muy crítico con el sistema. “Es como cuando vas a pedir una hipoteca y los bancos miran tu historial”, compara.

El directivo catalán, que también representa a los exportadores e importadores europeos en negociaciones con Bruselas y las grandes firmas de buques mercantes, cree que los cuellos de botella se prolongarán durante todo 2022, y ve necesario devolver una cierta previsibilidad al transporte marítimo. Se queja de que el servicio se ha deteriorado. “Es todo para el cliente pero sin el cliente. Llegan cuando quieren, no hay contenedores, se los llevan a China para cargarlos de nuevo rumbo a Europa porque es como ganan dinero”, reprocha. Y culpa a Bruselas de autorizar el nacimiento de un oligopolio de tres alianzas de las principales navieras —Ocean Alliance, 2M y The Alliance— que controla el 75% del mercado, minando la competencia.

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Desde la naviera danesa Maersk, la más grande del mundo, niegan que exista nada parecido a un oligopolio. “Tenemos una cuota de mercado del 20%”, rebate Diego Perdones, consejero delegado de la empresa para Francia, Iberia y el Magreb. La compañía dispone de más de 700 barcos, de los cuales casi la mitad son de su propiedad. Cree que si hace unos años se aceptaban como normales los bajos fletes, ahora no habría que rasgarse las vestiduras por la subida, de la que dicen no ser responsables. Argumenta que el problema no está en el mar, sino en la costa, donde faltan camioneros para descargar, y explican que poner más barcos a navegar no solventaría los desequilibrios ocasionados por la pandemia. Más bien al contrario. “Si tienes un atasco en la M-30 de Madrid lo último que quieres es meter más coches”, pone como ejemplo Concha Boo, responsable de comunicación de Maersk.

La firma nórdica está aprovechando la lluvia de millones extra que recauda por los altos precios para diversificar. Ha reforzado su división aérea comprando nuevos aviones, y ha adquirido empresas de comercio electrónico para cambiar su modelo de puerto a puerto por el de llevar mercancías de puerta a puerta. El atasco en el mar ha empujado a los importadores a buscar nuevas vías de comunicación: los trenes de China a Europa transitan repletos, han aumentado los trayectos en camión pese a la enorme distancia y su impacto ambiental, y hay más mercancías en el aire, aunque los aviones, a diferencia de los barcos, no pueden cargar los productos más pesados.

Abajo, en los mares, los importadores lamentan que el viaje de China a Europa tarda ahora cuatro semanas, frente a las tres anteriores, un retraso tras el que ven una estrategia de las navieras para ahorrar combustible y contaminar menos a costa de sus clientes. Perdones, de Maersk, lo percibe de otro modo: dice que el transporte marítimo es ahora como un metro en hora punta al que a veces le cierran una estación [puerto] y otras hay trenes que nunca aparecen. Mientras, a los andenes no dejan de llegar pasajeros [mercancías].

Nils Haupt, de la naviera alemana Hapag Lloyd, la quinta del mundo, pone cifras al atasco. “En este momento [comienzos de diciembre] en Los Ángeles hay 70 barcos esperando su entrada en el puerto. Es muchísimo. Los precios han subido más para los clientes menos habituales. Si necesitas 20 contenedores y no tienes contrato a largo plazo es muy costoso”, admite.

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A peligros ampliamente documentados, como los huracanes y los piratas, la pandemia ha añadido el factor incertidumbre: los cierres repentinos de fronteras han obligado a tripulantes a pasar meses y meses a bordo lejos de sus familias. Una tripulación de entre 20 y 30 personas basta para mover esos rascacielos horizontales. Un espacio donde predominan los marineros indios y filipinos, los preferidos porque están bien formados, cobran menos y hablan buen inglés. Las mujeres escasean. “Muchas de las que estaban en los barcos ahora hacen trabajo de oficina porque navegar supone estar tres o cuatro meses sin ver a la familia”, explica Haupt.

En el libro Noventa por ciento de todo (Capitán Swing), donde la periodista británica Rose George narra su experiencia a bordo de un portacontenedores, una de las reflexiones exhibe la paradoja de que mientras los barcos crecen en tamaño, su visibilidad mediática o a pie de calle es más bien menguante. Y describe así la importancia de la ninguneada industria marítima. “Estos buques y contenedores pertenecen a un negocio que nos alimenta, nos viste, nos da calor y nos provee. Son la razón oculta de tu camiseta barata o tu televisor económico. ¿Pero quién mira en estos días detrás del televisor y ve el barco que lo transportó? ¿Quién se preocupa de los hombres que condujeron los cereales del desayuno a través de tormentas invernales?”.

Incertidumbre sobre los combustibles verdes

La industria marítima no está al margen de la tendencia hacia la descarbonización del transporte en todo el mundo, pero la incertidumbre regulatoria está frenando las inversiones en barcos menos contaminantes. La naviera danesa Maersk ha construido ocho buques capaces de navegar con metanol verde, un 5 o 6% más caro que el normal. Si todo va bien entrarán en fase de pruebas en el norte de Europa en 2023 y estarán listos en 2024. Estos buques navegarán equipados de doble depósito: es decir, podrán usar también los actuales combustibles fósiles para desplazarse. El problema es que el sector no tiene todavía claro cuál será la tecnología que se impondrá, y decantarse por construir buques carísimos que podrían quedar obsoletos por futuras regulaciones ecológicas es un riesgo que pocos quieren correr. Desde Maersk dicen haber asumido una posición de liderazgo para acabar con la lógica del huevo y la gallina: mientras no se construyan barcos verdes, tampoco se anima la demanda, por lo que esperan que sus anuncios sirvan para que los productores de estos combustibles limpios aumenten con fuerza su capacidad, porque de lo contrario tendrán que volver a recurrir a los carburantes menos respetuosos con el clima. Este hecho, junto a los altos precios de los fletes, ha provocado que la flota envejezca, dado que las navieras están optando por alargar la vida útil de sus barcos para aprovechar el bum del sector, mientras que si las tarifas fueran bajas habrían optado por achatarrar los buques más antiguos.


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