El resentimiento rural se ha convertido en un factor esencial de la política estadounidense; concretamente, en un puntal del aumento del extremismo de derechas. A medida que el Partido Republicano se ha ido desplazando cada vez más hacia Magalandia —la tierra del Make America great again—, ha ido perdiendo votos entre los electores con buen nivel educativo de los barrios residenciales de las ciudades, pero esta pérdida a menudo ha quedado compensada por un giro drástico hacia la derecha en las zonas rurales, que en algunos sitios ha ido tan lejos que los demócratas que quedan son objeto de intimidaciones y temen revelar su afiliación política.
Pero ¿se trata de un giro permanente? ¿Se puede hacer algo para aplacar la ira del campo? La respuesta dependerá de dos cosas: de si es posible mejorar la vida y reconstruir las comunidades rurales, y de si los votantes de esas comunidades reconocerán a los políticos el mérito de las mejoras que se produzcan. Esta semana mi compañero de The New York Times, Thomas B. Edsall, hizo un análisis de los estudios sobre el cambio republicano en el campo. Me sorprendió su resumen del trabajo de Katherine J. Cramer, que atribuye el resentimiento rural a la percepción de que los responsables políticos hacen caso omiso de las zonas no urbanas, de que no reciben la parte de los recursos que les correspondería, y de que la “gente de ciudad” los menosprecia.
Resulta que estas tres impresiones son erróneas en buena medida. Lo cierto es que, desde el new deal, las zonas no urbanas de Estados Unidos han recibido un trato especial por parte de los responsables de la toma de decisiones políticas. No estoy hablando solo de las subvenciones agrícolas, que con Donald Trump se dispararon hasta representar alrededor del 40% de los ingresos de las explotaciones. El Estados Unidos rural también se beneficia de programas especiales de fomento de la vivienda, los servicios públicos y los negocios en general.
En lo que a recursos se refiere, los principales programas federales favorecen de manera desproporcionada a las zonas rurales, en parte porque en ellas reside una gran cantidad de personas beneficiarias de la Seguridad Social y Medicare. Pero incluso los programas que dependen de los recursos disponibles se inclinan del lado del campo. En particular, en este momento los estadounidenses de las zonas rurales tienen más probabilidades que los de las zonas urbanas de estar en Medicaid y recibir cupones de alimentos.
Y como el Estados Unidos rural es más pobre que el urbano, paga muchos menos impuestos federales per capita, de manera que, en la práctica, las principales áreas metropolitanas subvencionan al campo con enormes cantidades. Estas subvenciones no solo financian los ingresos, sino también las economías: el Gobierno y el denominado sector de la sanidad y la asistencia social emplean cada uno a más personas en el campo de Estados Unidos que en las ciudades; ¿con qué creen que se pagan esos puestos de trabajo?
¿Y qué hay del menosprecio que percibe la población rural? Bueno, mucha gente tiene una opinión negativa de las personas cuya forma de vida es diferente; es algo que forma parte de la naturaleza humana. Sin embargo, en la política estadounidense hay una norma no escrita según la cual está bien que los políticos persigan el voto rural insultando a las grandes ciudades y a sus habitantes, pero sería imperdonable que sus homólogos de los núcleos urbanos les devolvieran el favor. “Tengo que ir pronto a Nueva York”, tuiteaba J. D. Vance durante su campaña al Senado. “He oído que es repugnante y violenta”. ¿Se imaginan, por ejemplo, a Chuck Schumer diciendo algo parecido de la zona rural de Ohio, aunque fuera en broma?
Así que las aparentes justificaciones del resentimiento rural no resisten un examen de cerca. Pero eso no quiere decir que las cosas vayan bien. Los cambios en la economía han favorecido cada vez más a las zonas metropolitanas con abundante mano de obra con educación superior en detrimento de los pueblos. La población rural en edad de trabajar se ha ido reduciendo, y las personas mayores se han quedado atrás. Los hombres del campo en la plenitud de su vida laboral tienen muchas más probabilidades de estar en paro que sus coetáneos de las ciudades. Las dificultades de las zonas rurales son reales. Sin embargo, paradójicamente, el programa del partido que cuenta con el apoyo de la mayoría de los votantes rurales empeoraría aún más las cosas al recortar los programas de seguridad de los que dependen esos votantes. Y los demócratas no deberían tener miedo a señalarlo.
Pero ¿pueden tener además un programa constructivo para renovar las zonas rurales? Como señalaba Greg Sargent, de The Washington Post, las leyes de gasto en infraestructuras promulgadas por Joe Biden, aunque pensadas inicialmente para hacer frente al cambio climático, también crearán un gran número de empleos para obreros en el campo y en las ciudades pequeñas. ¿Funcionarán? Las fuerzas económicas que han deprimido las zonas rurales son profundas y difíciles de contrarrestar. Pero, desde luego, merece la pena intentarlo.
Incluso si esas medidas mejoran la suerte del campo, ¿se reconocerá el mérito a los demócratas? Es fácil ser cínico. La nueva gobernadora de Arkansas, Sarah Huckabee Sanders, ha prometido que sacará a los “tiranos burocráticos” de Washington “de los monederos” de la gente. En 2019, el Gobierno federal gastó en Arkansas casi el doble de lo que recaudó en impuestos, lo que, de hecho, supuso otorgar al residente medio del Estado 5.500 dólares en ayudas. Entonces, aun si las políticas demócratas mejoran sustancialmente la vida de la población no urbana, ¿se percatarán de ello los votantes rurales? En todo caso, cualquier cosa que ayude a revertir el declive del Estados Unidos rural sería buena en sí misma. Y a lo mejor, solo a lo mejor, el reducir la desesperación económica del corazón del país también ayude a revertir su radicalización política.
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