Hace poco se anunció otro choque en el espacio. A mediados de mes, Rusia lanzó un cohete Nudol desde su base de Plesetsk, cerca del Báltico, dirigido a interceptar un antiguo satélite Kosmos, ya inactivo. En pocos minutos, el misil alcanzó a su presa, más o menos en la vertical de la isla ártica de nueva Zembla, en un impacto directo.
Era la primera vez que Rusia realizaba un ensayo de este tipo y el éxito era innegable. El choque destruyó por completo el Kosmos. Las cámaras telescópicas que rutinariamente siguen el movimiento de los satélites fueron testigos: El puntito brillante que correspondía al satélite original de repente se convirtió en 300 y luego en 1.500 trozos, cada uno expulsado hacia su propia órbita. Y esos eran solamente los suficientemente grandes como para ser detectados. Con toda probabilidad se generaron decenas de miles: Tornillos, fragmentos metálicos, pedazos de panel solar, depósitos de combustible…
Un satélite artificial no puede derribarse, tan solo destruirse. La nave agresora ni siquiera necesita llevar explosivos a bordo; su mera velocidad le confiere una energía superior a la que supondría una carga de TNT. Basta con un sistema de guiado de precisión que la interponga en el camino de su objetivo, a ser posible a contramarcha para maximizar la fuerza del choque.
En general, los satélites son objetos ligeros y frágiles, salvo por unos pocos componentes como baterías, ruedas de inercia o tanques de propergol. Un impacto a varios kilómetros por segundo basta para triturarlos. Los pedazos continuarán en órbita: unos, en trayectorias más altas; otros, en más bajas. Algunos perderán velocidad, lo que forzará su pronta entrada en la atmósfera; otros, por el contrario, serán más duraderos.
Durante las horas que siguen al impacto, los fragmentos forman una nube más o menos compacta que sigue una trayectoria casi común. Los que vuelan más bajo se mueven algo más deprisa que los de órbita más baja. A medida que pasan los días, el enjambre se va dispersando hasta repartirse en un cinturón alrededor del planeta. Es muy difícil seguir el movimiento de cada uno, aparte de que solo los mayores dan una imagen clara a las cámaras o al radar.
En el caso del ensayo ruso, en solo 24 horas la nube de desechos se expandió desde los 500 kilómetros originales hasta una banda entre 300 y más de 1.000 kilómetros de altura. Cierto que el espacio es muy grande y la densidad de la “perdigonada” fue decreciendo. Pero el problema residía en que su órbita cruza a la de la estación espacial, que se mueve a unos 400 kilómetros. A bordo viajaban siete astronautas, incluidos dos rusos.
No solo existía la posibilidad de un impacto, sino que esa eventualidad no era nueva: apenas 15 días antes, el centro de control ruso había tenido que ejecutar un cambio de trayectoria de la estación para evitar el paso de otro fragmento de basura, esta vez de origen chino.
En la Estación Espacial Internacional (ISS, por sus siglas en inglés) sus ocupantes recibieron la orden de cerrar todas las escotillas intermedias y buscar cobijo en dos cápsulas situadas en otros tantos puertos de amarre, una Soyuz y una Dragon. Sus paredes son algo más resistentes, ofrecen menos blanco a un posible impacto y, sobre todo, en caso de que realmente se produjese un choque catastrófico, podrían abandonar la estación con más rapidez. La alarma duró 90 minutos, el tiempo de dar una vuelta completa a la Tierra. Pasado el peligro, pudieron volver a su rutina habitual, aunque por si acaso solo abrieron las escotillas del cuerpo central de la estación, manteniendo aislados los diversos anexos.
El ensayo ruso provocó muchas protestas internacionales. Pero no ha sido el único. En enero de 2007, China realizó una prueba semejante, destruyendo uno de sus propios satélites meteorológicos, ya inactivo. En esa ocasión, se catalogaron unos 3.000 fragmentos, la mayor nube de residuos formada hasta ahora. Algunos se mueven en trayectorias con apogeo a casi 4.000 kilómetros de altura. La mayoría seguirá ahí durante siglos.
Estados Unidos, por su parte, también ha realizado alguna prueba. La más conocida es la operación Burnt Frost. En diciembre de 2006, la Agencia Nacional de Reconocimiento lanzó su satélite NROL-21, de características secretas aunque por el análisis de su trayectoria se supone que se trataba de un ingenio de inspección mediante radar.
El satélite entró en órbita, pero dejó de responder a las pocas horas. Durante más de un año estuvo girando alrededor de la Tierra perdiendo altura progresivamente. Era evidente que pronto se produciría la reentrada, una situación embarazosa por un doble motivo: a bordo iba una carga de hidracina, un combustible muy tóxico, que prácticamente no se había utilizado. Según dónde se dispersase en la atmósfera podía constituir un serio peligro biológico. Por otra parte, al tratarse de un artefacto militar, no se quería correr el riesgo de que algún pedazo sobreviviese y fuese a caer en manos poco amistosas.
En febrero de 2008, con el satélite perdiendo altura a razón de más de un kilómetro por día, se despacharon un par de destructores armados con misiles al norte de las islas Hawai, justo debajo de la trayectoria que debía seguir en la mañana del 20 de febrero. Bastó un único disparo para hacer estallar el depósito de hidracina y con él, el resto del vehículo. Esta vez se detectaron solo 140 pedazos; la mayoría se destruyó en la atmósfera a los pocos días aunque un par fueron proyectadas a órbitas más altas y tardaron casi dos años en caer.
La tecnología antisatélite no es patrimonio exclusivo de las grandes potencias. Israel dispone de ella (aunque, que se sepa, nunca la ha utilizado); la India, también y, de hecho, lo demostró a principio de este año: Destruyó un satélite que había lanzado pocas semanas antes, específicamente para servir de blanco. Eso sí, procurando no organizar otro caos orbital como el de sus rivales chinos en 2007. Esta vez solo se generaron alrededor de 400 fragmentos, en órbita baja que garantizaba su pronta desintegración.
¿Hay solución para la proliferación de la basura espacial? La única opción práctica parece ser equipar a cada satélite con un sistema de frenado para desorbitarlo al final de su vida útil. Algunos lo tienen. Pero es una opción poco económica ,ya que su peso reduce la carga útil. Y eso no resuelve el otro aspecto del problema: Los miles y miles de pequeñas piezas (soportes, pértigas y otras sujeciones) que se han ido liberando como residuos de cada lanzamiento.
Se han hecho algunos ensayos para cazar al vuelo esos fragmentos. En 2018 se puso en órbita desde la ISS un satélite experimental equipado con varios sistemas de captura: una red, un arpón y los correspondientes equipos de guiado que le permitían aproximarse a su objetivo. Las pruebas tuvieron éxito (salvo, irónicamente, por el despliegue de una vela para forzar la caída del propio satélite) pero, por el momento, no pasan de ser un ejercicio a pequeña escala. El espacio, alrededor de nuestro planeta, sigue estando cada día más atiborrado de desechos.
West Ford: El primer caso de contaminación masiva
Aunque las recientes pruebas antisatélite han generado densas nubes de escombros, todas palidecen ante lo que fue la primera contaminación masiva del espacio. Fue entre 1961 y 1963, cuando Estados Unidos lanzaron tres misiones destinadas a poner en órbita casi quinientos millones de dipolos de cobre cada una. Se trataba de pequeñas agujas metálicas de un palmo de largo y delgadas como cabellos, que al repartirse por el espacio formarían una especie de ionosfera artificial en la que reflejar señales de radio para comunicaciones a grandes distancias.
Para asegurar una distribución uniforme las agujas se embebieron en un bloque de naftaleno que fue lo que se puso en órbita. Con el paso de los días, se iría sublimando y liberando su contenido poco a poco hasta crear el ansiado cinturón.
En la práctica no fue así. Las agujas se aglomeraron en ovillos de unos cuantos centenares, sin llegar a dispersarse del todo. Aunque estaba previsto que la presión de la luz del Sol las obligase a entrar en la atmósfera al cabo de poco tiempo, la realidad fue terca y algunos de esos bloques sobreviven aún, 60 años después, por encima de los 3.000 kilómetros.
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