El miércoles 11 por la mañana, en el cementerio de Kandahar, Noor Mohammad Agha, de unos 30 años, miraba cómo los enterradores, armados con picos, abrían las tumbas para sus padres. A veces ayudaba él mismo. Tanto su padre como su madre habían muerto pocos días atrás en su pueblo, Qasampol Dand District, una localidad cercana que se convirtió de golpe en frente de guerra entre los talibanes y el Ejército afgano. Agha y su familia huyeron, escapando del avance talibán, llevándose los cadáveres de sus padres hasta Kandahar, la segunda ciudad de Afganistán, de 600.000 habitantes. La guerra les siguió. De hecho, en el cementerio, mientras cavaba las tumbas, Agha oía el fuego de artillería talibán cada vez más cerca.
Hasta esa mañana, el día a día de la ciudad, al sur del país, parecía ignorar los enfrentamientos. La mayoría de los comercios estaban abiertos y la gente caminaba por la calle como si nada pasara al otro lado de las colinas. Y sin embargo, el avance talibán por el país era rápido. Ese mismo miércoles los talibanes estaban ya a las puertas de Ghazni, ciudad clave para acceder por carretera a Kabul (a solo 150 kilómetros), y Herat, la tercera mayor urbe de Afganistán. Las dos caerían al día siguiente. El Gobierno afgano se desmoronaba.
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En Kandahar, ese miércoles, había combates esporádicos, sobre todo al sur, pero, tras un avance talibán, el Ejército había contraatacado y vuelto a retomar sus posiciones. Varios soldados de un destacamento de esta zona protestaban porque los talibanes, según ellos, poseían mejor equipo, y disponían, entre otras cosas, de aparatos de visión nocturna. Seguían quejándose cuando un policía llegó a toda velocidad en su coche patrulla, paró, bajó del coche y de golpe se puso a ametrallar el cadáver de un talibán vestido de azul tirado en el suelo. Uno de los soldados explicó así el comportamiento del policía: “El talibán asaltó nuestra posición gritando Allahu Akbar (Dios es grande), insultándonos, llamándonos invasores extranjeros, como si nosotros no fuéramos musulmanes”.
La aparente tranquilidad y el equilibrio de fuerzas se rompieron el jueves. En el Hospital Regional Mirwis, conocido como Hospital Chino (debido a que se construyó gracias a la ayuda china), situado en el centro de la ciudad, los ruidos de granadas y de disparos ya sonaban muy cerca. Dentro, Ezat, de siete años, se curaba de una herida leve en el cuello. La bala que lo rozó mientras iba de paquete en una moto fue a alojarse en el costado de quien conducía, su tío, Mutiullah, de 17.
Cerca de ahí, esa tarde, en una de las vías principales que daban acceso a la ciudad, una caravana de todoterrenos y vehículos se retiraba del frente de batalla. Los soldados que iban en ellos tenían marcados en el rostro la preocupación y el cansancio. Los talibanes tenían la ciudad a su merced. Uno de los soldados descendió del coche y mostró su rifle AK-47 sin balas, como indicando que abandonaban el frente por falta de munición.
Fotogalería: La caída de Kandahar en manos de los talibanes, en imágenes
Kandahar ya no era la gran ciudad de comercios abiertos y gente en la calle o montada en bicicleta o motocarro de unos días atrás. Conforme los talibanes avanzaban ―ya estaban a menos de 300 metros del Hospital Chino―, los barrios se vaciaban de gente. Una columna de humo visible desde toda la ciudad señalaba una comisaría atacada que estaba ardiendo. La ciudad se llenó de ruidos de sirenas de los bomberos.
Entretanto, se oyó un estruendo de coches: era otra caravana de todoterrenos y vehículos blindados militares que avanzaba por una de las principales calles de la ciudad. Tripulados por miembros del Ejército, se encaminaban hacia el aeropuerto. También se retiraban del combate. Muchos policías locales, que luchaban junto al Ejército contra los talibanes, trataron de detener la caravana en desbandada, conscientes de lo que les esperaba si la ciudad se rendía a los fundamentalistas.
Esa madrugada se produjo el cambio de gobierno en la ciudad. Así, el viernes, Kandahar amaneció bajo el mando de los insurrectos. La población se dio cuenta porque los talibanes se paseaban por la calle armados, subidos en motos o en coches oficiales tomados a la policía o al Ejército. Había talibanes que arrancaban las banderas de Afganistán a las furgonetas del Ejército de las que se habían apropiado: “Afganistán ya es del islam”, decía uno, antes de arrojar la bandera al suelo.
La mayoría de la población seguía encerrada, esperando a ver qué pasaba. Circulaban vídeos de policías ejecutados, y había testigos que aseguraban que por la noche, los talibanes habían ido casa por casa en búsqueda de armas, una forma de buscar en sus domicilios a agentes policiales.
Lo que quedaba del Ejército afgano se refugió en una base cercana al aeropuerto. Allí acabaron abandonando decenas de coches blindados y de todoterrenos cedidos por el Gobierno estadounidense, que fueron a parar a manos de los talibanes. En el aeropuerto, sin vuelos comerciales previstos, se formó una cola inmensa de talibanes a la espera de poder hacerse con un vehículo del enemigo.
Las calles, poco a poco, se fueron poblando de personas. Los más pobres, los vendedores callejeros, los peluqueros, los que regentaban un bar pequeño, volvían a abrir sus negocios. Kandahar, hogar espiritual de los talibanes y gran feudo pastún, siempre fue mucho más conservadora (cuando no retrógrada) que Kabul: las mujeres siempre, en los últimos años, incluso sin estar bajo la férula talibán, salían a la calle muy tapadas. A partir del viernes, la única diferencia que alguien que paseara por Kandahar podía notar es que estas mujeres muy tapadas salían menos al exterior.
Las calles se vaciaron de mujeres, pero se llenaron de motos, un vehículo no muy permitido por la policía porque era el empleado por los talibanes para llevar a cabo atentados. Estos seguían celebrando su victoria disparando con sus ametralladoras al aire o al suelo. El domingo se rindieron las últimas fuerzas del Ejército afgano, se declaró un alto el fuego. Un representante talibán dio una conferencia de prensa proclamando la seguridad en las calles de Kandahar. Ese mismo domingo se anunciaba la conquista de Kabul. Afganistán entero pasaba a estar en manos de los talibanes.
Un grupo de milicianos de Kandahar organizó una caravana para llegar a la capital recientemente ganada. Los casi 500 kilómetros que separan las dos ciudades no se recorren en menos de nueve horas debido al estado catastrófico de la carretera, lleno de baches y hoyos, con el asfalto deformado por la falta de reparaciones y el peso de los vehículos. La caravana se cruzaba con autobuses de línea que hacían el mismo recorrido en sentido contrario, con camiones de carga procedentes de Kabul, con pequeñas comitivas de talibanes de las localidades cercanas montados en moto, con el fusil a cuestas.
En Kabul impera el toque de queda por la noche. Por el día, el centro de la ciudad y los barrios más acomodados aparecen mucho más vacíos de lo normal, a la expectativa, con los cafés y los restaurantes cerrados. En las afueras de la ciudad, en las partes más humildes, hay más movimiento, más tiendas abiertas, más bares pequeños que no pueden permitirse el lujo de no abrir, a pesar de que no sepan lo que va a ser de ellos.
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