Cómo enseñar a nuestros hijos a digerir sus emociones


Digerir las emociones que nos brinda la realidad supone un privilegio en tiempos de incertidumbre global. Hoy se habla sin tapujos de educación e inteligencia emocional. Es maravilloso observar cómo se desvanece el tabú de que somos seres emocionales. Lo que hacemos con nuestras emociones es la base de nuestra salud mental. No importa nuestra edad, nuestra nacionalidad, ni nuestra personalidad. Todos nos emocionamos, pero no todos hacemos lo mismo cuando nos emocionamos. La digestión emocional va a determinar nuestra calidad de vida.

Nuestra vida se asemeja a un restaurante con diferentes platos. Cada uno de ellos es una realidad. Hay platos dulces y otros amargos. A veces, se nos ofrece un bufé donde elegir. Otras, nos brindan un menú cerrado que no da opciones. En cualquier caso, tenemos que hacer su digestión emocional. Tragarlo, asimilarlo, seleccionar lo que nos nutre, crecer y, finalmente, dejar ir. Es importantísimo que asimilemos y nos nutramos de cada bocado antes de soltarlo. Para digerirlo emocionalmente se necesita tiempo. Además, precisamos usar nuestras enzimas emocionales. Durante el proceso de digestión emocional hay unas acciones más conscientes que otras. Igual que en nuestra digestión física.

Primero decido tragar ese bocado de realidad, aceptar lo que no puedo cambiar y no depende de mí. Después, gracias a la enzima emocional de la respiración, puedo anclarme en el presente, relajar mi sistema nervioso y amortiguar mis tendencias reactivas. Sin embargo, todo esto no es suficiente. Necesitamos que intervengan más enzimas emocionales. Aquí las palabras se tornan mágicas para ayudarnos a hacer ese bocado más digestivo. Todos podemos reconocernos en expresiones como “no tengo palabras” o “esto no tiene nombre”. El lenguaje nos muestra su función primordial en la digestión emocional.

La lengua y la función simbólica se asientan en nuestros vínculos más primarios. Como cachorros humanos, al principio somos emoción pura. De hecho, todos asociamos la palabra rabieta a los más pequeños. Eso no quiere decir que los adultos no las vivamos, solo que tenemos más recursos para digerir la rabia y el resto de emociones. Como adultos hemos desplegado en menor o mayor grado nuestra función simbólica y tenemos lenguaje. En sociedades bilingües, observamos cómo cada persona tiene una lengua materna que suele ser la lengua en la que habla mejor de sus experiencias vitales y también en la que se enfada. El papel de los vínculos primarios es básico en el desarrollo de nuestro lenguaje como enzima emocional.

De niños, mamá y papá hacen las veces de trituradora y nos brindan las realidades en puré a través del vínculo de apego seguro con ellos. Empezamos a comer sólidos paso a paso, hasta que aprendemos a digerir las emociones solos. ¿Cómo podemos enseñar a nuestros hijos a digerir sus emociones? En primer lugar, aprendiendo a digerir las nuestras. Si queremos conseguirlo, es clave conocernos a nosotros mismos. Identificar nuestras tendencias más reactivas, aceptar la realidad de la condición humana y la propia realidad que supone ser madre o padre. Establecer un vínculo de apego seguro con nuestros hijos no significa darles todo lo que desean, sino todo lo que necesitan. No es tarea fácil, así que para lograrlo tenemos que tratar a nuestros hijos como alguien diferente y diferenciado de nosotros. Además, debemos aceptar la realidad de que ser padres consiste en facilitar espacios para que sus alas puedan desplegarse y que en el futuro puedan alzar su propio vuelo.

Lo sé, a veces cuesta no proyectarnos en nuestros hijos. Ser padres nos muestra nuestros fantasmas y nuestras tendencias reactivas más primarias. Para poder diferenciarnos es importante que primero identifiquemos nuestros deseos y necesidades. Como la vida es real, tendremos que aceptar que ni nuestros hijos ni nosotros vamos a ser perfectos. Somos reales y nos toca hacer el duelo de ese ideal que teníamos acerca de ser padres y de la crianza.

Solo cuando abrazamos nuestra condición humana real en toda su dimensión (física, mental y emocional) seremos capaces de facilitar que nuestros hijos se abran a la vida. Entonces podrán desplegar herramientas para ser autónomos y felices. Como papás y mamás, somos el primer laboratorio para su felicidad.

Pilar Sanz es psicóloga


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