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¿Cómo era la vida antes de internet? El catálogo de las 100 cosas que hemos perdido


“Estaba en un barco en Isla Catalina, en California, con mis hijos”, explica la periodista Pamela Paul. “Entonces miré el teléfono y la catedral de Notre Dame estaba en llamas. Escribí a mis amigos que viven en París: ‘Dios mío es horrible’. Entonces recibí un e-mail de un productor de Hollywood que estaba enfadado conmigo. Y pensé: pero si estoy en un barco, ¿por qué estoy pendiente del productor y del incendio?”.

Paul, estadounidense de 50 años y redactora jefa de la sección de libros de The New York Times, acaba de publicar un ensayo para tratar de entender por qué no “vivía el momento” y otras 99 cosas que hemos perdido con internet, de momento solo disponible en inglés. El libro habla de sensaciones perdidas como “estar atento” a las cosas, sentimientos como el “aburrimiento” o incluso virtudes como la “paciencia”, pero también hay muchos objetos como la “enciclopedia”, el “teléfono en la cocina”, el “bloc con tarjetas de visita” o las “tarjetas de cumpleaños”.

El libro no está escrito para lamentarse por un mundo que ha desaparecido. “Soy nostálgica, sentimental y pesimista, pero también soy consciente de que algunas de estas novedades son buenas”, explica. “¿Qué hubiéramos hecho durante el confinamiento sin internet? Nos salvó la vida”, dice Paul por videoconferencia a EL PAÍS.

Paul aspira a obligarnos a detener el ritmo para que nos preguntemos cómo hemos llegado aquí. “A veces odio mi dependencia de la tecnología y otras veces no me molesto en cuestionarla porque me aporta algo que necesito”, dice. Pero en seguida llegan las dudas: “Entonces cuelgo una foto en Instagram y a mucha gente le gusta y me siento muy bien. Pero me detengo un minuto y pienso: ¿no es también triste? ¿Qué me hacía sentir bien de ese modo antes? Eso es información: ¿de dónde la sacaba antes, vivía sin ella, venía de otro lugar, cómo he cambiado para recibir ese tipo de información, la necesito ahora?”, se pregunta. “No hemos parado para decir, un momento, cómo hemos llegado aquí. ¿Qué solíamos hacer antes de todo esto? Lo hemos olvidado”.

Paul no tiene contratada ninguna plataforma de televisión por internet, sino un servicio llamado dvd.com. El servicio le permite tener siempre 4 DVD en casa: cuando devuelve uno le mandan otro de una lista de películas que ella ha ido elaborando. Por tanto, siempre es algo que quiere ver, pero nunca tiene más de cuatro opciones. “Prefiero estrechar la selección y no emplear todo ese tiempo haciendo scroll. Cuando voy a un hotel o a casa de mis suegros, no quiero ver nada. Todo tiene el mismo valor”, dice. Es ese tipo de decisiones conscientes las que pide que valoren sus lectores.

También pretende que entendamos que la tecnología no es natural ni inevitable. Y que puede habernos quitado o limitado cosas que estaban bien. “Hemos internalizado el mensaje de la industria, que si no adoptamos o usamos esa tecnología el problema eres tú, no el producto. Y que eres un ludita y que niegas el progreso”, cuenta Paul, que insiste en que las grandes tecnológicas son primero un negocio: “¿Quizá es algo que se creó para hacer un mundo mejor? No. Tenemos esa ingenuidad de que la tecnología está ahí para servirnos. Absolutamente no. Está aquí para vendernos cosas”.

Su hija acaba de irse a la universidad y su marido ha decidido enviarle cartas a mano. La joven está enfadada porque le obliga a ir a correos. Pero en la familia no quieren perder esa habilidad. Uno de los 100 capítulos del libro es precisamente Cartas a mano. Al trabajar con libros, Paul recuerda que al no escribir cartas no solo perdemos los fajos que conservamos en cajas de zapatos de cuando escribíamos hace años, sino los libros epistolares y los archivos de escritores o investigadores: “En el Times reseñamos al menos 10 libros de cartas al año. Llegas a ver una imagen distinta de alguien a través de sus cartas y eso está todo perdido. ¿Cómo será el futuro? ¿Darán la contraseña de su cuenta de Gmail?”

Paul confía en que los menores de 30 sean más “escépticos en su consumo futuro” y “digan que no necesitan algo o que no merece la pena a ese coste”.

Uno de los capítulos se titula Desinhibición y Paul teme su desaparición entre los jóvenes: “Tengo mucha compasión por esta generación por muchos motivos”, dice. Reflexiona sobre cómo hubiera sido su adolescencia si hubiera tenido el temor constante de que cualquier error, patinazo o indiscreción hubiera sido recordada por internet para siempre. “Cuando yo era adolescente era muy insegura, si hubiera hecho algo increíblemente estúpido y me hubiera convertido en meme hubiera sido aterrador”, dice. “Vivir con ese conocimiento de que todo lo que puedas hacer, tonto, embarazoso, estúpido, arriesgado, peligroso para tu reputación puede ser 100 veces mayor de lo que nunca imaginaste y perpetuarse es espantoso”, añade. Este temor puede llegar a modificar su comportamiento cotidiano: “La gente dice que son menos arriesgados, más seguros, pues claro que lo son, imagina la amenaza de que pase algo así”.

Quizá por ese temor, Paul ve cierta “evidencia” de que mucha gente quiere algo distinto: “Un anhelo o deseo por una vida más simple, preinternet, incluso entre adolescentes. Porque es agotador”.

En el libro hay capítulos más o menos previsibles, pero ver los 100 juntos con explicaciones que rondan entre una y tres páginas es impactante. Sobre las vacaciones, por ejemplo, cuenta Paul: “Cuando ibas de vacaciones hace 20 años, al volver tenías algunas cartas en el buzón, unos mensajes en el contestador, en el trabajo había algo en la mesa, y eso era todo. Ahora es como tener a hordas esperando en la puerta, has visto ese mensaje, qué reacción tienes a esa foto, tienes 36 notificaciones, montones de gente que quiere conectar contigo en LinkedIn, Snapchat, Instagram. Es incansable”, explica.

En lugar de leer el periódico el sábado por la mañana, ahora nos ponemos a consultar una red social donde miles de desconocidos o medio conocidos te gritan sus pensamientos. Paul cree que nuestros cuerpos no se han adaptado a las reacciones que nos pide el mundo de hoy: “Hay una especie de retraso, nuestros cuerpos y mentes no han atrapado este nuevo metabolismo”, dice.

Por ejemplo, cuando te enteras de que alguien no muy cercano ha fallecido. Pero luego te olvidas: “Muchas veces me doy cuenta de que me olvidé por completo de que había muerto el tío de tal persona porque pasó hace seis horas y entretanto han pasado otras 30 cosas. Es un latigazo constante de atención emocional. Es agotador. Tenemos tantas reacciones emocionales porque hay tanto a lo que reaccionar que es difícil recuperarte al final del día”, dice.

Pero, ¿y como era antes? Está claro que era más tranquilo, pero ¿mejor? ¿Quién recuerda la sensación de no llevar móvil en el bolsillo?

Hoy por ejemplo es muy difícil “perderse”, que es como se titula uno de los capítulos del libro. Pero es mejor no perderse nunca, parece decir la lógica. ¿Y aún hay alguien que pueda defender algún recuerdo magnífico por haberse perdido en otra ciudad? Ya no escuchamos, cuenta Paul, las indicaciones de alguien que sepa cómo ir a un sitio o de la gente que conoce una ciudad. “¿Recuerdas esa sensación de reunirte con los amigos y que alguien dijera “No, Sarah y Jeremy están fuera”? Estaban fuera de los planes, no debías preocuparte por ellos, estaban fuera. Ahora ya nadie está fuera. Sigues escuchando de todo sobre Sarah y Jeremy. Habrá notificaciones, nos escribirán, nadie está nunca fuera”.

Ahora, dice Paul, “llegar tarde está bien”. Ya no es descortés porque te da algo más de tiempo para estar a solas con tu móvil. Las cosas nuevas se entrecruzan y es complicado valorar la pérdida. Desde esperar a que saliera un disco o una película nueva o a que llegara la hora de la serie o del telediario (¡la paciencia!), al contacto visual, llegar tarde al teléfono y no saber quién era o a pasarse notas de papel en el cole.

El libro es un alud de nostalgia reflexiva con la intención de catalogar un mundo cotidiano que ya no existe y que no volverá. La esperanza de Paul es que seamos conscientes y recuperemos cachitos que aportaban algo. No es fácil: quien quiera viajar sin móvil debe casi renunciar a sacar fotos, llevar mapa, mensajes de urgencia (¿quién sabe números de memoria?) o billetes de avión digitales.

Pero en realidad, ¿es posible realmente eso de dejar el móvil sin desconectar? “Incluso cuando apagas el móvil, sabes que están llegando cosas y sabes que tendrás que afrontarlas cuando vuelvas a conectarte. Nunca eres completamente libre de esa idea para poder decir que estás por ahí solo en el mundo”, cuenta Paul.

Y, para concluir, otra reflexión: “En internet nada se cierra nunca del todo”. Como los ex, que antes desaparecían de nuestras vidas y ahora siguen presentes por culpa de las redes sociales. El último capítulo del libro habla precisamente del cierre o conclusión, que con internet nunca es definitivo. El pasado siempre acompaña.

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