En los polvorientos y mal iluminados barrios de San Pedro Sula, todo el mundo conoce las leyes no escritas: hay lugares a los que no se va sin permiso.
Al volante, hay que bajar las ventanillas para que las pandillas y sus vigías puedan ver quién está dentro. Es más seguro quedarse en casa al anochecer, dejando las calles para pandilleros y traficantes de drogas, que están armados y no tienen reparos en matar.
Es en la segunda ciudad más grande de Honduras donde en los últimos meses se forma caravana tras caravana de migrantes.
Las comitivas ponen rumbo al norte, a México y hacia Estados Unidos, para huir de la violencia, la pobreza, la corrupción y el caos.
Todas esas realidades son palpables en las calles de la ciudad, que recuerdan por qué miles de personas siguen marchándose pese a los peligros y a la incertidumbre de si podrán quedarse incluso aunque logren entrar en Estados Unidos.
En el distrito norte de San Pedro Sula, donde periodistas de Associated Press acompañaron a la policía en una noche reciente, viven casi 230,000 personas y apenas hay 50 agentes para patrullar sus 189 vecindarios, incluidos los más peligrosos: Planeta, Lomas del Carmen y La Rivera Hernández.
El subinspector de policía Wilmer López señaló que en la zona se habían desarticulado dos laboratorios de droga en el último año. Había detenido a pandilleros incluso de nueve años.
Los policías llevan pistola y van acompañados de soldados con rifles de asalto. “Con ellos nos sentimos más seguros”, comentó López, que dirigía la patrulla.
En esa parte de la ciudad operan nueve pandillas diferentes, señaló, incluidas las conocidas Calle 18 y Mara Salvatrucha, o MS-13.
Ambas nacieron en Los Ángeles hace décadas y se expandieron a América Central debido a las deportaciones, hasta convertirse en organizaciones transnacionales hiperviolentas que impulsan las altas tasas de asesinatos y otros delitos en los países del Triángulo Norte de Centroamérica -Honduras, El Salvador y Guatemala-.
Sus tarjetas de visita se ven en las pintadas que se ven en las casas, así como en los cadáveres que dejan a su paso.
“Algunos se reconocen por su forma de matar, como la mara Batos Locos, que embolsa (a la gente que mata), o los del Barrio 18, que los descuartizan”, dijo López.
Esta noche, la patrulla transcurre casi sin incidentes. La policía cachea a los clientes de un billar y comprueba identificaciones pese a sus ebrias protestas.
Pero en torno a las 6 de la mañana se encuentra el primer cadáver del día, un joven con el rostro desfigurado que aparece tirado en el barrio de Sinaí justo detrás de la comisaría de Rivera Hernández.
Hace tiempo que los vecinos de San Pedro Sula, que fue la ciudad con peor tasa de asesinatos del mundo durante cuatro años entre 2011 y 2014, no se impresionan por los muertos.
Solo la semana pasada hubo al menos 16 muertes violentas en la ciudad. En lo que va de año ha habido al menos 25 homicidios múltiples con tres víctimas o más, según medios locales.
En un restaurante, la televisión emite un noticiero sobre el último asesinato, un hombre en una tienda de reparación de neumáticos. Los clientes miran con curiosidad al cuerpo en la pantalla pero siguen comiendo.
“A la gente no le conmueve que hayan matado a alguien”, comentó Salvador Nasralla, excandidato de la oposición a la presidencia y que lamenta la normalización de la violencia en Honduras.
Los homicidios han bajado bastante a nivel nacional, según la Policía Nacional de Honduras. Desde un pico de 86 asesinatos por 100.000 habitantes en 2011, la tasa cayó el año pasado a 41 por cada 100,000 habitantes, aunque sigue siendo una de las más altas del planeta.
Algunos dicen que la violencia ha remitido un poco en San Pedro Sula desde que unos 800 pandilleros que gestionaban redes de extorsión desde prisión fueron trasladados en 2017 del penal en el centro de la ciudad a un centro de máxima seguridad en las montañas occidentales.
Los asesinatos parecen haber bajado más este año, pero la violencia no es lo único que complica la vida en la localidad.
“La violencia no sólo se determina por los homicidios, sino por la amenazas de muerte, las extorsiones, los reclutamientos forzosos de bandas, un serie de atentados contra la propiedad en las zonas de control (de criminales) que el estado no ha podido recuperar”, explicó Roberto Herrera Cáceres, comisionado nacional de los Derechos Humanos en el país.
“Una situación de inseguridad mueve a las personas, obliga a desplazamientos forzados internos que luego se tornan en migraciones forzadas”, señaló.
Erick Lara es un ejemplo claro. Él y seis amigos se unieron a la caravana más reciente, que salió en abril con algo menos de 300 personas.
Era una comitiva mucho menos numerosa de las que se habían visto antes de que la policía mexicana hiciera una redada contra una caravana anterior y dejara a sus participantes detenidos, deportados o dispersados.
Lara, un albañil de 27 años, se fue de San Pedro Sula a pesar de que tenía un buen trabajo en la obra de construcción de una iglesia porque los pandilleros intentaban reclutarlos a la fuerza a él y a sus amigos. Unirse a las bandas violentas no es voluntario, señaló, y negarse puede costar la vida.
Cuando se forma una nueva caravana migrante, gente de todo el país acude a San Pedro Sula.
También hay un flujo constante de muertos, ya que casi todos los municipios del departamento de Cortes envían sus cadáveres a la morgue de la ciudad. Los parientes en duelo se reúnen en el exterior.
Sentado sobre un tablón de madera, un hombre vestido de negro y con el pelo canoso, que pidió no ser identificado, esperaba a recoger el cuerpo de su hijo asesinado.
El hijo, señaló, había salido estaba bebiendo con unos amigos cuando aparecieron varios hombres armados y le dispararon. Quedó malherido, y unos días después falleció en el hospital.
Su padre dijo que aunque ya antes estaba preocupado por su hijo, no tenía idea de quién le había matado ni por qué. Sobre todo parecía resignado a su nueva realidad.
Un coche pasó y dos policías corrieron tras él. Se oyeron dos disparos a algunos bloques de distancia, quizá disparados al aire, y todo el mundo volvió la cabeza. Los agentes volvieron riendo. Nadie preguntó qué había ocurrido, nadie dijo nada.
Muchos hondureños atribuyen los problemas del país al presidente, Juan Orlando Hernández, reelegido en 2018 pese a un veto constitucional a los segundos mandatos y en unas elecciones marcadas por las irregularidades. El mandatario prometió una “vida mejor” en sus lemas campaña, pero no ha podido cumplirlo para los más vulnerables del país.
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