Cómo hacer para que lo ‘normal’ deje de ser excluyente


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Hasta que a Rosa María Montano Ullune le diagnosticaron osteogénesis imperfecta —una enfermedad conocida como huesos de cristal—, se sucedieron innumerables lesiones y fracturas. La primera, a los cuatro años. Y la última, a los 16. Con miedo y sin saber aún qué pasaba en el cuerpo de su única hija, los Montano tuvieron que enseñarle lo básico (lectura, escritura y matemáticas) desde casa, en el resguardo indígena de Guambia, en el departamento colombiano del Cauca. “No fui a la escuela por desconocimiento”, explica por teléfono, “por falta de herramientas”.

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Es innegable: lo normal es excluyente. Los métodos de enseñanza, el ocio, la atención médica, los entornos laborales, el transporte… “Y las políticas públicas”, zanja Olga Montúfar, presidenta de la Red Global de Personas Indígenas con Discapacidad. “Todo está pensado para un estándar de humano que camina, que habla, que oye y que se mueve por sí mismo. Pero no se visualizan las diversidades que existimos en esta humanidad”. Así, la sensación generalizada entre las personas con discapacidad es que la sociedad les excluye; que se quedan fuera. “Imagínese si además es mujer e indígena”, aventaba en el primer encuentro virtual de la Segunda Conferencia Global de Mujeres Indígenas, que se extenderá hasta el 2 de septiembre.

Pero Montano se negó a ser víctima de su condición. Su sueño era estudiar en la misma escuela que su hermano mayor John y en eso se empeñó. “Mi madre llevó una foto mía a la escuela y les dijo: ‘mi hija es así, pero quiere estudiar acá”, narra. Era la primera alumna con discapacidad en el colegio La Campana y también lo fue en la Universidad Misak, donde se graduó de Derecho propio y Sociopolítica. Entró con 14 años a una clase de 5º, con alumnos de ocho años. “Con ellos no hubo problemas, pero las miradas de los papás me hacían sentir mal, juzgada”. Los profesores no siempre fueron amables y empáticos. “Y la gente del pueblo le decía a mi mamá todo el rato que me iba a embarazar de cualquier hombre e incluso de mis hermanos, que me quedara en la cocina y que mejor no me sacara de allá”, cuenta aún indignada. “Cuando ella me contaba siempre pensaba: ‘yo estoy para ser libre’”.

Solo la interseccionalidad puede equilibrar la balanza. Todos vivimos en ella y así tendríamos que verlo

Olga Montúfar, presidenta de la Red Global de Personas Indígenas con Discapacidad

Su caso no es una excepción. La marginalización de este colectivo suele ser la norma en las comunidades indígenas. A veces por vergüenza. Otras por desinformación. Cerca del 15% de la población mundial padece alguna discapacidad. Unos 71 millones son miembros de pueblos ancestrales y más de 28 millones de ellos, mujeres indígenas, según una estimación conservadora de la ONU. Las cifras en las comunidades originarias son mayores “por su relación con la pobreza, violencia y una mayor exposición a la degradación del medio ambiente y la minería y otras industrias extractivas”, se lee en su último estudio. Ellas dejan antes los estudios, son más pobres y más discriminadas.

Sin embargo, a pesar de las mayores tasas de discapacidad en las comunidades indígenas, en la mayoría de los casos la atención prestada es escasa o nula y tampoco tienen acceso a los servicios ni al apoyo que necesitan para participar plenamente en la sociedad y en sus propias comunidades. “Solo la interseccionalidad puede equilibrar la balanza. Todos vivimos en ella y así tendríamos que verlo”, denuncia Montúfar.

Para esta lideresa mexicana de la comunidad Acaxochitlan, los problemas que enfrenta la diversidad funcional fueron muy similares a los dilemas que emanaban del género, antes de que se despertara un poderoso movimiento feminista en el mundo. “A las personas con diversidad funcional nos ven más frágiles basándose en un punto de vista biológico. Piensan que nos podemos caer, que no podemos hacer las cosas solos. Solo si nos permiten equivocarnos, podremos ser una parte más de la sociedad y tener autonomía”, explica por teléfono, unos días después de su intervención en la cumbre.

El ‘pobrecita, no puede sola’ es el mayor desafío; es la excusa para no incluirnos

Olga Montúfar, presidenta de la Red Global de Personas Indígenas con Discapacidad

Montúfar padeció polio desde los nueve meses y desde bien pequeña necesitó servirse de una silla de ruedas. “Mis manos son fuertes y mi cerebro funciona perfectamente. Yo he desarrollado otras cualidades que suplen mi discapacidad, porque tuve unos padres que me dieron herramientas, porque me dejaron ser. Esas son las políticas que hacen falta”.

Los derechos de este colectivo han sido reconocidos en el preámbulo de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (UNCRPD) y en los artículos 21 y 22 de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.

El paternalismo también es segregación

“El ‘pobrecita, no puede sola’ es el mayor desafío, es la excusa para no incluirnos” critica Montúfar. Ambas coinciden en que el problema de las políticas para mujeres indígenas con discapacidad pasa porque estas no forman parte de la creación de las mismas. “Se inventan estrategias en las que solo participa la suposición. ‘Se supone que ellas necesitan… se supone que ellas no pueden…’. Tienen que empezar a contar con nosotras. Por eso el lema de la cumbre nos es muy cercano: ‘nada sobre nosotras, sin nosotras”.

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