Francia deja atrás el año negro de la covid y comienza con fuerza la temporada de exposiciones de verano. Pierre Matisse, un marchand d’art à New York, podrá verse en el museo Matisse de Niza hasta el 30 de septiembre. La comisaria, Claudine Grammont, ha seleccionado 70 obras de 23 artistas como Balthus, Giacometti, Léger, Masson, Miró, Chagall, Calder, Dubuffet, Millares, Saura, Tanguy o Zau Wou-Ki, el pintor que desata pasiones entre los millonarios chinos. Las piezas proceden de la Pierre and Tana Matisse Foundation, la colección de Ezra y David Naha, el Centre Pompidou y colecciones particulares.
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Pierre, hijo menor del pintor Henri Matisse, llegó en 1924 a Nueva York huyendo de su suegro corso, quien le persiguió con una pistola por París por haber roto un matrimonio de dos meses, y de la sombra de un padre célebre. Lo primero lo consiguió al morir su perseguidor; lo segundo, solo a medias. En los años veinte Nueva York era en arte una provincia de París, el dinero quería vestirse con cultura europea moderna y solo unas pocas galerías ofrecían esas prendas.
Matisse se asoció en 1926 con otro joven con padre poderoso, Valentine Dudensing. Los beneficios de una exposición de De Chirico y el empuje de quien sería su segunda esposa, una muchacha de Cincinnati llamada Alexina Teeny Sattler, le permitieron abrir en 1931 su propia galería en un edificio art déco en la calle 57, esquina Madison Avenue, de donde ya no se movería. Hacía solo dos años que tres mujeres de la alta sociedad neoyorquina, Abby Rockefeller, Lillie P. Bliss y Mary Quinn Sullivan, habían decidido, tomando el té, crear el Museum of Modern Art (MoMA).
La exposición cubre cuatro etapas y un apartado dedicado al arte oceánico, africano y amerindio. La primera es la introducción en Nueva York del arte moderno, con una nutrida representación de la obra de Henri Matisse, desde un retrato de Pierre a los nueve años con un penacho de plumas de guerrero hasta los papiers collés, junto a piezas de De Chirico, Rouault, Derain, Calder, Balthus y, por supuesto, Joan Miró, uno de sus faros.
La segunda etapa abarca el exilio de los artistas europeos en Estados Unidos. Fabrice Flahutez recuerda en el catálogo la famosa foto en la que Matisse los reunió a casi todos con motivo de la exposición Artists in exile en 1942, desde Yves Tanguy, Max Ernst, Marc Chagall y Fernand Léger a André Breton, Piet Mondrian, André Masson, Amédée Ozenfant, Jacques Lipchitz, Pavel Tchelichew y Kurt Seligmann (Marcel Duchamp, que después se casaría con Teeny, no quiso salir en la imagen). La ayuda del galerista fue esencial para conseguirles exposiciones y colocar sus cuadros en museos y coleccionistas. Sobre todo para Tanguy, compañero de estudios en el Lycée Montaigne y que se había casado con la norteamericana Kay Sage, pintora eclipsada por la fama de su marido y que sufrió sus excesos alcohólicos, y para Joan Miró, a quien le organizó muestras durante su aislamiento en la España franquista.
La tercera etapa es el cambio de hegemonía cultural al otro lado del Atlántico. Los autores del catálogo no pueden evitar cierta nostalgia al constatar que la labor entusiasta de Matisse ayudó a fortalecer Nueva York en detrimento de París y ven al galerista como un héroe de la resistencia de la Escuela de París, apadrinando la obra de Dubuffet, Giacometti, Riopelle y, siguiendo los consejos de Miró, a Manolo Millares (”hay un joven canario muy interesante”, le dice Miró; “el mejor de todos ellos”, le ratifica Jacques Dupin) y Antonio Saura. En aquellos años los intelectuales franceses aún se permitían ser monolingües. El arte se hablaba en francés y Matisse no duda en dotar a sus pintores con el prestigio de textos de Sartre (La búsqueda de lo absoluto, dedicado a Giacometti en 1948) o de Camus (que escribió sobre Balthus en 1949).
Los expresionistas abstractos norteamericanos expresarían sus planteamientos de grupo posando en 1951 para la revista Life (como habían hecho en 1942 los artistas europeos en Artists in exile) en protesta por una exposición del Metropolitan sobre pintura contemporánea que les excluía. Eran, entre otros, Willem de Kooning, Jackson Pollock, Mark Rothko, Adolph Gottlieb, Barnett Newman, Clyfford Still, Robert Motherwell, William Baziotes y Ad Reinhardt. Ese mismo año, Pollock, con su antigua mecenas Peggy Guggenheim en Europa, y decepcionado por la galerista Betty Parsons, pidió a Matisse que le contratara, y este le rechazó.
Catherine Dossin se pregunta en el catálogo por qué. “Para Pollock —dice— , ser representado por Pierre Matisse no era un capricho repentino, sino una aspiración que se remontaba a 1947″. No solo porque Parsons les hacía pagar los gastos de la exposición y se quedaba con una comisión del 30%, mientras Matisse les compraba una parte de su obra, les aseguraba una promoción personalizada y mantenía su compromiso con ellos, sino también, según Dossin, porque Pollock quería encontrarse rodeado de artistas que admiraba. Pierre Matisse rechazó la oferta porque “tenía un conocimiento muy superficial de su trabajo”.
La cuarta sección de la muestra es la consagración del galerista. Cuando murió en 1989 se encontraron en sus almacenes 3.500 obras. El mundo del arte hablaba ya en inglés.
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