La idea de que en el futuro los seres humanos nos alimentaríamos de pastillas, sin preocuparnos de la engorrosa tarea de cocinar, ni perder tiempo en la acción rudimentaria de comer, cuajó en la sociedad urbana estadounidense del primer tercio del siglo XX, atrapada en la frenética aceleración del progreso. Esta ocurrencia fue una evolución natural tras descubrirse y sintetizarse artificialmente las vitaminas, entre 1920 y 1940. La ciencia ficción y la carrera espacial ensancharon el dilema.
El género distópico dibujó un futuro de sociedades dominadas por la tecnología en pugna con la libertad y los rasgos que nos hacen humanos: sentimientos, imaginación, moral. En el filme Metrópolis, de Fritz Lang, inspirado en la novela de 1926 de Thea von Harbou, se profetiza un 2026 con élites habitando la superficie mientras los obreros sostienen el sistema desde guetos subterráneos. Ahí ya se aventuraba una alimentación basada en pastillas. Unos años antes, el escritor ruso Yevgueni Zamiatin auguraba en Nosotros un destino monitorizado por un estado autoritario donde todos visten, viven y deben opinar igual. En este escenario, Zamiatin alimenta el destino de sus personajes con nafta. Este trabajo inspiró al escritor británico George Orwell, que en la novela 1984 reproduce una sociedad controlada incapaz de pensar críticamente mientras consume sucedáneos de carne o chocolate, anticipando esta época de suplencias, de café sin cafeína, cigarrillos sin tabaco, sexo sin contacto o alimentación sin comida, como dice el escritor Martín Caparrós.
A lo largo del siglo XX se ha vaticinado un futuro —que hoy es nuestro presente— éticamente depauperado, con una ciudadanía preocupada por asuntos triviales mientras es vigilada por una suerte de gran hermano tecnológico. Por fortuna, esa tradición distópica que ficcionaba una alimentación a base de píldoras en un mundo acelerado erró…, aunque no del todo. Los batidos diseñados en laboratorio llegaron hace unos años presentándose como “la bebida nutricional para el estilo de vida del siglo XXI”. Se justifican alegando que, si los alimentos están compuestos de químicos, estos se pueden descomponer y reconstruir para hacerlos más saludables para las personas y beneficiosos para el planeta. Comida para un mundo sin tiempo que destinar a temas periféricos como alimentarse.
Soylent es una realidad más allá de Cuando el destino nos alcance, el filme que en 1973 protagonizó Charlton Heston. En una Nueva York superpoblada, golpeada por la contaminación y el calentamiento global en el año 2022, se expone una visión del futuro quebrado por los desastres ambientales y un desarrollo tecnológico deshumanizado que, ante la imposibilidad de alimentar a la población, la nutre con unos preparados llamados Soylent. Reconocernos en los sombríos vaticinios de un filme de hace 50 años invita a preguntarse quién ganará el día de mañana esta disputa entre el hedonismo gastronómico y el placer intelectual devenido tras desbordarlo.
A la luz de los acontecimientos, ¿quién asegura que esa coevolución junto a la tecnología que ilustra un futuro de convergencia de nuestra especie con las máquinas no progresará hacia un mañana sin comida? Las lentillas, implantes dentales, aparatos auditivos, marcapasos y prótesis son componentes ajenos al cuerpo ya habituales en nuestras vidas y que abren el camino a dispositivos que mejorarán o complementarán capacidades físicas y sensoriales en las personas, haciendo cada vez más real el cruce entre humanos y robots. Pero quizá por eso la confluencia de inteligencia artificial, robótica y biología se verá más necesitada que nunca de desplegar la parte más humana, la social, que tiene en la mesa una de sus manifestaciones más completas y complejas, y que decanta lo natural frente a lo artificial, la cultura frente al rendimiento, la diversidad en pugna con la homogeneidad, lo artístico sobre la supremacía tecnológica. Cuando el destino nos alcance, sabremos la respuesta.
Tomate y pan
Ingredientes
(para cuatro personas)
Para los tomates en aceite:
4 tomates maduros.
250 mililitros de aceite de oliva virgen extra.
1 cabeza de ajos.
Para el agua de tomate:
400 gramos de tomate pera.
Para el gel de tomate:
120 mililitros de agua de tomate.
30 mililitros de aceite de oliva extra.
10 mililitros de vinagre de sidra.
Un tercio de barra de pan de Viena.
Para las migas de tomate:
Restos de pan.
Restos del líquido de la elaboración anterior.
Aporte nutricional
El tomate tiene un bajo aporte calórico, unas 19 kilocalorías por 100 gramos de producto crudo. Está principalmente compuesto de agua y su macronutriente mayoritario es el hidrato de carbono, aunque en una proporción no muy alta. Es una fuente natural de licopeno, un carotenoide de elevado poder antioxidante y que le da su color rojo.
Elaboración
Los tomates en aceite:
Pelar la cabeza de ajos y aplastarlos con la mano. Sumergirlos y confitarlos en aceite durante media hora a fuego muy bajo. Envolver en papel de cocina transparente y dejar infusionar durante cuatro horas. Pelar los tomates con la ayuda de una puntilla,
cortarlos de forma natural en trozos de tres centímetros y marinarlos en el aceite de ajos.
El agua de tomate:
Cortar los tomates en cuatro y congelar. Descongelarlos y apretarlos sobre un colador con un trapo fino para quedarnos solo con su agua.
El gel de tomate:
Mezclar todos los líquidos y poner a punto de sal. Afeitar el pan y cortar cuadrados de 5×5 centímetros con un grosor de un centímetro. Empapar en una gastro los trozos de pan con el líquido y reservar a temperatura ambiente.
Las migas de tomate:
Con los restos del pan y el líquido proceder igual que en el paso anterior. Empaparlo y poner en un horno a 60 grados centígrados durante seis horas. Desmigar y reservar en caliente.
Acabado y presentación
Calentar los geles de tomate hasta los 55 grados centígrados. Escurrir los tomates del baño de aceite de ajos sobre un trapo limpio. Poner el tomate sobre el plato, colocar las migas encima y cubrir con el gel templado de tomate. Poner unas escamas de sal y hojas de orégano y flores de albahaca de manera armónica.
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