Todos los límites han sido transgredidos. De la decencia y de la vergüenza. Trump habla sin rubor de su “gran e inigualable sabiduría” en la explicación del abandono de sus aliados kurdos. Horas después, remite al Congreso una carta digna de un déspota, en la que desautoriza el procedimiento de destitución parlamentaria con argumentos impropios de la historia constitucional de Estados Unidos. El escrito considera que el Congreso no tiene derecho al control sobre el presidente y declara ilegal, anticonstitucional y antidemocrático todo el procedimiento, por cuanto su objetivo es corregir el resultado de la elección presidencial de 2016 y evitar la repetición de su victoria en la de 2020.
Es una declaración de guerra al Congreso, en la que rechaza todas las demandas de documentos y convocatorias a testificar a altos funcionarios. No es la primera denegación a la Cámara de Representantes, pero esta tiene un carácter general y definitivo. Poco antes, el Departamento de Estado ya había prohibido la testificación del embajador en Bruselas, Gordon Sondland, sobre su participación en las gestiones ante el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, con las que Trump trataba de obtener la investigación de los negocios ucranios del ex vicepresidente y candidato demócrata Joe Biden y su hijo Hunter.
El caso que ha desencadenado el procedimiento de destitución o impeachment no puede ser más claro. Trump presionó a Zelenski para que le proporcionara pruebas de la supuesta participación de una empresa ucrania en favor de Hillary Clinton en la campaña electoral e investigara a los Biden, padre e hijo, por su implicación en negocios supuestamente corruptos en Ucrania. Para convencer al presidente de este país aliado y en guerra, bloqueó una ayuda militar de 400 millones de dólares.
Tres son las fechorías que se dilucidan. La primera es la traición, que en el caso de Trump obligaría a probar que actuó como agente del Kremlin, especialmente en la interferencia rusa en la elección presidencial, investigada sin conclusiones definitivas por el fiscal Robert Mueller, pero también en unas presiones sobre Ucrania que solo favorecen a Putin, el vecino que mantiene la guerra en la cuenca del Donbás y se ha anexionado la península de Crimea.
La segunda es la corrupción, reconocible a simple vista tratándose de un mandatario que confunde los intereses privados con los de su país. La tercera entra en el capítulo más impreciso de “delitos y faltas graves”, entre los que se cuenta especialmente el más típico, como es el abuso de poder. Esta es la dirección tomada por la investigación, acompañada por el encubrimiento y la obstrucción a la justicia, reconocibles en las denegaciones de documentos, las prohibiciones a comparecer ante el Congreso y la carta en la que el presidente se declara exento del control parlamentario, por encima de las leyes y de la Constitución, como si fuera un monarca absoluto.
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