El nuevo líder del partido Conservador del Reino Unido, Boris Johson. En vídeo, el discurso de Johnson. Pool (Reuters) | reuters
Boris Johnson al fin en el número 10 Downing Street. Nadie sabe qué es lo que empieza. Y sobre todo hasta dónde puede llevar a los británicos. Está claro que algo termina: la carrera de una enorme y disparatada ambición, que culmina al fin con el poder máximo al que puede aspirar un político británico.
Al decir de Tony Blair, es el triunfo de alguien peor que Trump, una apreciación altamente discutible. Son abundantes las afinidades entre ambos, desde su imprevisibilidad hasta la cabellera rubia. Quizás no se ha subrayado con suficiente énfasis la mayor de todas: ambos son populistas victoriosos gracias a los mecanismos más discutibles de la democracia representativa en vez de los votos populares, como son la votación indirecta presidencial, que permite alcanzar la victoria aun obteniendo menos sufragios, o la elección del primer ministro en una votación interna del Partido Conservador, que pone en manos de apenas 190.000 militantes de un partido el destino del entero Reino Unido.
Las diferencias entre Trump y Johnson también cuentan. Tanto en su personalidad —el neoyorquino un patán, el inglés un producto sofisticado de la selección elitista— como en su llegada al poder: el primero por asalto con sorpresa a un sumiso partido republicano y el segundo por lenta ascensión perfectamente inscrita en los planes del conservadurismo británico más hostil a la Unión Europea.
Johnson corona la obra euroescéptica iniciada por su bisabuela política Margaret Thatcher, y lo hace con la resolución y el descaro que les faltó tanto a David Cameron como Theresa May. No se puede echar la moneda al aire como hizo Cameron sin estar dispuesto a arrostrar todas las consecuencias de la temeridad de la jugada. No se puede buscar un arreglo razonable como intentó May una vez se ha comprobado que no hay nada razonable en la pretensión de tomar de nuevo el control aparentemente perdido sobre la soberanía nacional. En la radicalidad del nuevo primer ministro, con su pretensión y promesa de largarse por las bravas de la Unión Europea, se refleja fielmente la radicalidad del referéndum, de sus trampas y mentiras y de un resultado declarado irreversible a pesar del carácter circunstancial y efímero de una decisión plebiscitaria.
Aunque el Brexit duro que ahora se aproxima sea un peligro para la economía británica e incluso para la mundial, no hay que olvidar que para el rubio Boris el Brexit solo es el nombre de su ambición. Esta es otra de las semejanzas con Trump: su imprevisible oportunismo, que impide cualquier certeza sobre la coherencia de sus decisiones futuras. Es como Trump, pero hay otra diferencia que le hace peor que Trump. Y esta radica en los países que ambos comandan: Reino Unido, a diferencia de Estados Unidos, es más débil, frágil y dependiente, tanto de los europeos como del gran socio atlántico. Trump tiene mayores márgenes de libertad para destruir el orden internacional sin dañarse a sí mismo. Ahora ha cubierto a Johnson de piropos, pero no dudará en dejarle en la estacada si le hace falta.
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