Cómo ve un ciego en tiempos de no tocar


Desde este lunes los madrileños podemos ver las caras de las personas con las que no convivimos. Corrijo: podemos ver de cerca las caras de nuestros no convivientes. Perdón, a dos metros -eso es cerca o lejos según para qué y para quién- si no, nada de mostrar el rostro completo: nariz y boca tapadas con mascarilla. Sirva como medida de seguridad, prevención, protección y como recuerdo de donde venimos y donde estamos: en la fase 1; no en la 53.

Algunos tenemos la suerte de vivir en el mismo barrio que nuestros familiares y hemos hecho visitas balcón-acera/acera-balcón y nos hemos gritado para hablar y oírnos, como si estuviésemos en el mismo Nápoles. El día que me vi haciéndolo, me acordé de la primera vez que amanecí en la ciudad italiana, me despertó una mujer chillando por la ventana a una niña que parecía ir al colegio: “¡Sixta, Sixta!” Pero lo más común es que hayamos tirado de tecnología para comunicarnos con nuestros seres queridos: Zoom, WhatsApp, Skype, Hangouts… Las pantallas divididas en múltiples ventanitas y que desde dentro de cada una se asomara un careto han sido una de las imágenes de la pandemia. Reconozcámoslo: el retrato que damos en una videollamada no es nuestra mejor versión, pero, ¿quién no las ha hecho en los más de 70 días de confinamiento? Lancé la pregunta en varios grupos de WhatsApp y no contestó nadie. No podía ser, alguien tiene que existir, ¿no hay gente pa’to? Pues sí, sí la hay, pero a veces está muy escondida y encontrarla se convirtió en una misión casi imposible.

María José Menasalvas. La de esta mujer sí que es una misión imposible. Se está separando y ha pasado la cuarentena en su casa, en Valdemoro (Madrid), con sus dos hijos y su exmarido, con el que aún comparte techo. Antes, sí había hecho algún curso por Zoom, pero no conectó la cámara. “Me da corte y me veo fea”, explica. ¿Y videollamadas? “No he sentido la necesidad. Que soy de la prehistoria, me dicen. Pero cada uno, con sus circunstancias”. Menasalvas no es de la prehistoria. Tiene 52 años y una buena relación con la tecnología. “Siempre me ha gustado. El ordenador es una ventana al mundo, ahí aparece todo lo que quieras y yo soy muy curiosa. Tengo todas las redes sociales y hace años hice un blog de ganchillo y amigurimis. Luego todo se torció. En 2016 empecé a no vivir”. Esas son sus difíciles circunstancias. Tocó fondo el pasado verano. Lo cuenta sin tapujos y muy calmada, sabiendo que está en un proceso largo: “Empecé una lucha bestia, en el psicólogo. Estaba muerta en vida y dije que de ahí salía, no sabía cómo pero salía. La cuarentena me ha pillado en este momento de batallar, estoy mucho mejor que en verano. Mi psicóloga me dijo que podíamos hacer sesiones online si quería. Por ahora no las he necesitado. Hemos hablado por WhatsApp. Estoy bien y sigo cuidándome. Estos dos meses han sido como un bálsamo. Todo parado, todo el mundo está como yo: metido en casa. Salir a la ventana y escuchar el silencio es una maravilla”.

Sergio González. En casa de Menasalvas, ella no es la única que no hace videollamadas, su hijo de 16 años, tampoco. Sergio está en 4º de ESO. Tiene algunas clases por Skype, pero sin cámara. “No nos hace falta vernos”. ¿Y con tus amigos? “No veo la necesidad, con hablar estamos bien”. Es mucho más parco en palabras que su madre. Usa el móvil y WhatsApp todo el rato. Con sus amigos, además, habla mientras juega a Call of Duty o a Fortnite.

Rosanna Amengual. Esta empresaria de 57 años tiene una agencia de viajes y vive en Olías del Rey (Toledo) ―allí la llevó la crisis de 2008― pero trabaja en Madrid y piensa como si estuviera ahí. Aunque al cerrar la agencia se llevara el ordenador para continuar en su casa, que la semana pasada ya estaba en fase 1, seguía comportándose como si estuviera en la capital. “Es donde tengo mi vida y mis amigos. No les he visto en este tiempo. Me han propuesto tomarnos alguna vez una cerveza mientras nos llamábamos. No he sabido meterme. No tengo ni idea de cómo se hace”. Tiene redes sociales, le encanta hablar, lo hace todo el rato y muy deprisa, por trabajo, con sus amigos, con su familia -“hasta mi padre me dice que ha visto por el teléfono a fulanito o a menganito”-. Sobre si le podían ayudar sus hijos dice que ellos están metidos en su ordenador y suele recibir un “déjame, mamá”.

Laura Halçague da otro perfil diferente. Esta bonaerense de 42 años contesta la llamada de El PAÍS desde O Carballal, una aldeíta de unos 10 habitantes cercana a Palas de Rei (Lugo). Con un marcadísimo acento porteño, a pesar de los más de 15 años que lleva en España, narra que su cuarentena ha transcurrido entre el cuidado de su huerta, los paseos con sus perros por el bosque y el estar bien con ella y en conexión con la tierra. No usa mucho Internet, no tiene tele y no está en su cotidianeidad hacer videollamadas. ¿En la de quién estaba tomar vermú, vino, cerveza, una cenar rómantica o celebrar cumpleaños delante de la pantalla del ordenador? Porque yo todo eso lo he visto estos días y en repetidas ocasiones.

Tiene un móvil antiguo, que su padre quiere que cambie para verla. “No quiero vivir en el aparato”, dice. “Ellos están allá [en Argentina]. Todos los días pienso en ellos, emocionalmente estoy. Pero a veces no alcanza eso”.

Julio de las Heras. Nos trae de vuelta a Madrid, tiene 65 años (“y ocho meses”, añade). Es médico del Summa, está de baja porque le operaron justo antes de Nochebuena y se jubila el 7 de agosto. No sabe si llegará a incorporarse, en ese caso le readaptarían en sus labores, no vería pacientes. ¿Quién le iba a decir que el final de una larga trayectoria laboral sería en mitad de una pandemia mundial? Pasa los días leyendo, viendo películas, paseando desde que se puede y, claro, hablando con los más cercanos: familia, “amiguetes” y compañeros de trabajo. Usa las llamadas de WhatsApp para el extranjero. ¿Y por qué no videollamadas? “Porque no las hago, así de sencillo. Esto es como el que va siempre en metro y le dicen: ‘También hay autobús’. Ya, pero yo voy en metro”.

Todos han sobrevivido y hay quien les envidia.


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