La obsesión por el pasado del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, le lleva a menudo a perderse en el presente. Así le ocurrió con las protestas feministas del 8-M, donde mostró su lado más cavernario, y otro tanto le sucede con la consulta popular convocada para el 1 de agosto. La pregunta fue diseñada originalmente para forzar la apertura de un proceso judicial contra los anteriores jefes de Estado (desde Carlos Salinas de Gortari hasta Enrique Peña Nieto). Un objetivo que pisoteaba la división de poderes y hacía saltar por los aires las bases del Estado de Derecho. Tras su paso por la Suprema Corte, esta carga antijurídica quedó desactivada, pero en el intento de hallar una válvula de escape a los deseos presidenciales sin atentar contra los principios de la justicia, la consulta ha devenido en una fronda oscura, cuyo mero enunciado evidencia sus riesgos políticos: “¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes, con apego al marco constitucional y legal, para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos encaminados a garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas?”.
A nadie se le escapa que el árbol de posibilidades que abre esta pregunta es tal que da vía libre al presidente para que, en el caso de que triunfe el sí, interprete sus efectos como más le convenga. No se acotan las “acciones pertinentes” ni las “decisiones políticas”. Tampoco los actores ni el tipo de “proceso de esclarecimiento”. En este sentido, el que aún resulte un misterio lo que realmente pretende López Obrador con la iniciativa abona el temor a que acabe siendo un mero mecanismo de coerción política.
Y si lo que se busca, como han indicado desde la Suprema Corte, es dar la oportunidad de iniciar un proceso de revisión civil al estilo de la Comisión de la Verdad colombiana, la senda no ha podido ser más desafortunada. Porque si esa era la idea, debería haberse abierto desde el Gobierno un tiempo de debate y explicación que hubiese derivado en un conocimiento claro sobre la pertinencia, alcance y objetivo de dicha comisión. Nada de eso ha sucedido. Por el contrario, hasta la fecha, lo único que se ha visto es cómo se jugaba a la gallina ciega con el pueblo de México.
Junto a estas cuestiones de fondo, la consulta acarrea también graves problemas formales. El Instituto Nacional Electoral ya ha dado la señal de alarma: no hay presupuesto para organizar con garantías la votación. Tampoco parece probable que el primer domingo de agosto se alcance una participación suficiente para que sea vinculante. La ley exige para ello el 40% de la lista nominal de electores, es decir, más de 37 millones de votos, algo que se antoja casi imposible si se compara con los resultados obtenidos en procesos electorales de mucho mayor interés ciudadano.
Todo ello hace prever un gran fiasco, donde el probable triunfo del sí sea, ante todo, el reflejo de la obcecación presidencial por satisfacer sus sueños de grandeza. Para la historia, sin embargo, lo que quedará es un ejercicio de funambulismo político y el desgaste inútil de un procedimiento de gran valor democrático como la consulta popular.
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