No existe ficción capaz de mejorar la trama de una aventura de montaña tan dramática como la que recogió Joe Simpson en su obra Tocando el vacío (Editorial Desnivel) Esto no es una crítica literaria y con spoilers (aquí los habrá) o sin ellos, si merece tanto la pena leer sus páginas es porque al final del camino el lector se verá, de forma inexorable, enfrentado a muchas preguntas ante cuyas respuestas no sabrá esconderse.
En 1985, dos jóvenes alpinistas británicos que se conocían de vista decidieron soñar juntos y escalar en los Andes peruanos. Joe Simpson, el mayor, contaba 25 años y su compañeros Simon Yates, apenas 22. Con más valor que experiencia efectiva, ambos firmaron la primera ascensión de la cara oeste del Siula Grande (6.334 metros) por una ruta sumamente técnica. Cuando alcanzaron la cima, el mal tiempo que tanto los había retrasado durante su escalada, los alcanzó severamente, convirtiendo el descenso por la arista norte más en una huida que en un simple regreso a la civilización.
En su urgencia, Simpson resbaló, cayó y se fracturó una tibia: seguir con vida ya no dependía de sí mismo, sino de la empatía de Yates. No eran amigos, tan solo una cordada de circunstancias, un pacto firmado para saciar sus ansias de aventura. Yates hubiera podido dejar a Simpson allí arriba, prometer que regresaría con ayuda, huir buscando salvar su vida. Pero no lo hizo. Simpson hubiera muerto y Yates se hubiera salvado. Ahora, ambos estaban condenados a perecer juntos o a esperar un milagro y salvarse. Pragmático y un tanto flemático, Yates ofreció su ayuda iniciando una serie de acontecimientos que acabarían cambiándole la vida. Simpson nunca olvidará cómo leyó en los ojos de su compañero la decisión de auxiliarlo.
En el mundo del alpinismo, el valor de una cordada es sagrado y es un asunto recurrente para la literatura clásica que ensalza la magia de la solidaridad, el trabajo en equipo, la camaradería y los lazos de compromiso que se establecen de forma natural entre dos personas unidas por una cuerda. ¿Cómo no admirar cordadas como la que formaron Lionel Terray y Louis Lachenal, Chris Bonington o Doug Scott, Reinhold Messner y Peter Habeler…? La cordada implica la defensa de una valores éticos, de cierta valentía para enfrentar el posible éxito y la sombra de la desgracia. Si Yates no abandonó a Simpson fue porque no hubiera sabido vivir con ello aún siendo tan joven y con todo el futuro ante sí.
Sin visibilidad y con Simpson incapaz de caminar, Yates decidió descolgar a su compañero con ayuda de las dos cuerdas de 50 metros que llevaban: las ató entre sí para disponer de 100 metros de recorrido atándose uno de sus cabos y el otro al arnés de su colega. Afianzándose en la nieve, Yates descolgaba a Simpson por el manto helado desde su arnés, con un sistema de freno que le permitía controlar la velocidad de su descenso.
Solo había un problema: una vez descolgado los primeros 50 metros, Simpson debía destensar la cuerda poniéndose de pie sobre su pierna útil para que Yates pudiese pasar el nudo de unión de la cuerdas al otro lado de su sistema de freno y poder seguir descolgándolo otros 50 metros. Así, cada 100 metros, Simpson se afianzaba en la nieve y esperaba el descenso de Yates antes de repetir la jugada. El sistema era tan lento como eficaz. Funcionaba y les acercaba a la salvación. Dependían de su tenacidad: no había manera de obtener ayuda del exterior.
Hacia el abismo y sin comida
Pero todo se complicó horriblemente. La niebla impidió ver a Simpson un corte radical en la ladera, una grieta escondida: cayó a plomo 30 metros hasta que quedó colgando del vacío. Yates había detenido su caída y ahora se agitaba con todo su peso del arnés de su compañero. ¿Cuánto sería éste capaz de aguantar? La niebla impedía a Simpson ver la magnitud del abismo a sus pies. ¿Cuántos metros caería antes de morir destrozado? ¿Cómo sería el tiempo recorrido hacia su muerte? Incapaz de remontar por la cuerda, Simpson pensó en salvar a Yates cortando la soga que los unía de una manera tan atroz que la espera convertiría en agonía. Pero la única navaja con la que contaban estaba en la mochila de Yates.
El peso de Simpson resultaba insoportable: Yates peleaba con todo para clavar sus crampones en la nieve y evitar salir disparado hacia el abismo. Hizo todo lo que supo y pudo para salvar ambas vidas pero tras una eterna hora de sufrimiento entendió que su vida dependía de un gesto tan sencillo como terrible: cortar la cuerda. Anochecía cuando el filo de la navaja rozó la cuerda y Simpson cayó directamente sobre un puente de nieve hasta casi el fondo de una grieta: milagrosamente estaba vivo e ileso, salvo por su fractura en la pierna. A la mañana siguiente, con visibilidad, Yates encontró la grieta y dio por hecho que Simpson estaba muerto al fondo de la misma.
Pero tres días después, cuando Yates estaba a punto de dejar el campo base, un espectro apareció arrastrándose entre las rocas: era Simpson, que había sido capaz de salir de la grieta, reptar, orientarse y sobrevivir sin comida y bebiendo a ratos hielo derretido.
Ambos siguieron con su vida de alpinistas, pero jamás volvieron a escalar juntos. Lo que tanto les unía también les repelía. Yates fue blanco de críticas severas, sufrió un juicio popular tremendo y aunque Simpson siempre le defendió quedó marcado como el hombre que cortó la cuerda. De nada sirvió que Simpson asegurase que él también hubiese cortado la cuerda. Casi todos olvidaron que para sufrir el papel de villano, Yates tuvo primero que ser un héroe. Y así, el lector se ve ante la posibilidad de responder a un par de preguntas: ¿se hubiera quedado junto a Simpson, hipotecando su vida? ¿hubiera cortado la cuerda para vivir?
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