COVID-19: el reto de construir una normalidad aceptable

La emergencia sanitaria se presenta en un contexto determinado por al menos cinco crisis precedentes, que muestran los riesgos y dificultades que han enfrentado las familias en este periodo de confinamiento social.

Por: Mario Luis Fuentes

La pandemia de la COVID-19 llegó a México en condiciones de rezago social, marginación y pobreza, que le impiden a millones de familias hacerle frente, sin poner en riesgo su salud y sus vidas. Se trata de un grave problema de salud pública, que nos golpea en medio de condiciones inaceptables de desarrollo, que constituyen una “normalidad” a la que no es deseable regresar pasada la etapa de confinamiento, llamada en nuestro país: “Jornada Nacional de Sana Distancia”.

La epidemia que enfrentamos, provocada por la aparición del virus del SARS-COV-2, hace que la magnitud de nuestras contradicciones y rezagos se hagan mucho más evidentes, tanto en su complejidad, como en su profundidad. Por ello, es importante señalar que la emergencia sanitaria se presenta en un contexto determinado por al menos cinco crisis precedentes, que muestran los riesgos y dificultades que han enfrentado las familias en este periodo de confinamiento social.

1. La crisis del empleo precario

La cual se ha agudizado en niveles no vistos en nuestro país desde hace al menos 100 años. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE), relativa al cuarto trimestre del 2019, en México sólo el 5% de las personas ocupadas percibían ingresos laborales por arriba de cinco salarios mínimos. El resto, sobrevive con salarios que no responden al mandato constitucional de ser auténticamente remuneradores, es decir, que garanticen una calidad de vida digna para las personas trabajadores y, en caso de tenerlas, sus familias. El resultado es catastrófico si se mide bajo los parámetros del texto constitucional: de acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), desde el 2005 y hasta nuestros días, el porcentaje de personas que laboran y que obtienen ingresos por debajo de la línea de la pobreza oscilan entre el 42% y el 35% de la población económicamente activa ocupada.

Al mismo tiempo, es importante señalar que estos indicadores revelan el carácter profundamente desigual de nuestro mercado laboral, y el carácter concentrador del proceso económico en su conjunto, que se explica por las asimetrías de ganancia que se tiene entre el capital y el trabajo.

Por otro lado, desde que se tiene registro de la medición multidimensional de la pobreza, la carencia social que en mayor proporción se registra en México es la relativa al acceso a la seguridad social. Y es que de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en los últimos años, la proporción de personas que no tienen acceso a la seguridad social como producto de su vínculo laboral oscila entre el 55% y el 62%. Esto además de alrededor del 28% de la población que labora en condiciones de informalidad, y que tampoco cuenta con el acceso referido.

El último dato reportado por el INEGI, al finalizar la “Jornada Nacional de Sana Distancia”, revela que 12.5 millones de personas perdieron sus empleos; mismos que difícilmente podrán recuperarse pasando el periodo epidémico, en el cual se mantienen severas restricciones económicas debido al llamado “semáforo rojo” en que se mantiene el país ante el elevado nivel de contagios que se siguen registrando hasta el inicio del mes de junio de 2020.

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La presente administración ha asumido una política de fijación de salarios mínimos que rompe con la lógica de contención que había prevalecido en las últimas décadas; sin embargo, sus efectos en la economía ya se han diluido por el crecimiento negativo que se tuvo en 2019; y serán marginales, frente al shock que se está generando como efecto de la pandemia del COVID-19 en nuestro país.

Esta política deberá mantenerse, pero acompañada de una estrategia integral de reactivación de la demanda en todo el país, a partir de una renovada política de inversión pública del Estado, que también debe sustentarse en una reforma fiscal y hacendaria integral, bajo los parámetros planteados, por ejemplo, en las propuestas del Grupo Nuevo Curso de Desarrollo de la UNAM en esta materia.

2. La crisis de la criminalidad y las violencias

Previo a la llegada de la pandemia a México, se enfrentaba -y seguimos haciéndolo-, uno de los mayores desafíos para cualquier gobierno en las últimas décadas: lograr la pacificación en todo el territorio nacional y la reconciliación, desde una política de paz y garantía de los derechos humanos, centrada en las víctimas.

Tanto en 2018 como en 2019, el número de defunciones por homicidios fue de 35,934 según las estadísticas de mortalidad del INEGI en el primero; y de 34,592 en el registro preliminar del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), cifra frente a la cual es pertinente subrayar que es probable que se incremente significativamente cuando se den a conocer los datos del INEGI, los cuales registran una variación anual promedio de alrededor del 11% más, respecto a los del SESNSP.

En esa misma lógica, el registro, también preliminar para los primeros cinco meses de 2020 es de 12,228 homicidios intencionales, cifra 4% superior a la registrada en el mismo periodo del 2019, lo que anticipa que este 2020 podría ser igual o incluso más violento que el anterior.

Este clima de violencia generalizada va aparejado de complejos y difíciles procesos que afectan a quienes ya vivían en el azoro y la angustia. Por ejemplo, el crimen de la desaparición forzada, el cual no se ha detenido durante la etapa de confinamiento, y que en medio de la crisis económica y fiscal del Estado, puede llevar a significativos recortes, ya anunciados por la Secretaría de Hacienday Crédito Público (SHCP), y que afectarán necesariamente a las acciones de dependencias y grupos de trabajo cuya responsabilidad es la atención integral a las víctimas, o bien, la búsqueda de personas desaparecidas.

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De manera paralela, se encuentra el gravísimo problema de la delincuencia común, y en ese marco, todo lo relativo a la violencia de género, que se manifiesta en su forma extrema en delitos como los feminicidios y la trata de personas; pero cuya gravedad no puede soslayarse en los espacios familiares; pues en efecto, todos los indicadores sobre delitos sexuales, delitos contra la familia y delitos contra la sociedad, registran importantes incrementos, o estancamiento en su reducción, manteniendo con ello las condiciones de agresión en contra de las personas más vulnerables; pero también de impunidad a favor de los agresores.

Es de subrayarse que en el primer trimestre del 2020, el Informe sobre las finanzas públicas de la Secretaría de Hacienda muestra además importantes subejercicios en las partidas destinadas a la atención de mujeres víctimas de violencia, y garantía de los derechos de la niñez, con lo que a las condiciones de inseguridad y violencia que se viven en los hogares, se suman las históricas falencias del Estado, las cuales se agravan en el contexto de parálisis presupuestal y operativa en que nos encontramos.

En ese sentido, es relevante decir que la medida más relevante para frenar la pandemia, relativa al distanciamiento social y la instrucción reiterada de quedarse el mayor tiempo posible, para el mayor número de personas, al interior de sus viviendas, se da en un contexto agravado que incrementa los niveles de riesgo y probabilidad de ser víctimas de la violencia de género y la violencia que se ejerce en contra de la niñez al interior de los muros donde habitan los hogares mexicanos.

3. La crisis del rezago social y la insuficiencia de infraestructura básica

Una de las medidas, también prioritarias para evitar la propagación del virus del SARS-COV-2, es lavarse constantemente las manos con agua y jabón. Pero frente a ello, no puede dejar de criticarse el hecho de que, en el 2018, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto en los Hogares (ENIGH, 2018), únicamente el 74.1% de las viviendas disponen de tubería para recibir agua potable al interior de sus construcciones. A ello debe añadirse que únicamente en el 70% del total de las viviendas del país, se recibe agua a diario, esto sin considerar la regularidad del servicio y la calidad del líquido recibido.

Lo anterior implica que había al menos 9.4 millones de viviendas en el país donde no se dispone de agua de manera cotidiana, y que en ellos habitan al menos 37.6 millones de personas que no tienen la posibilidad material de asumir la práctica del lavado constante y regular de las manos, con agua y jabón.

A estas cifras deben sumarse las relativas alrededor del 25% de las escuelas de educación básica no se cuenta con servicios de agua potable, y en casi el 50% se carece de drenaje o servicios sanitarios. Antes de la llegada del COVID-19 estos datos ya eran dramáticos, y en medio de la pandemia, y más aún, pensando en el restablecimiento de una “normalidad mínima” de la vida cotidiana, se convierten en uno de los principales elementos para objetar la posibilidad del retorno total de las niñas, niños y adolescentes a los planteles escolares.

En este contexto, los servicios escolares en todos los niveles educativos tienen que replantearse y repensarse: desde el registro de la asistencia de su personal y alumnado, hasta la utilidad de los bebederos colectivos de agua, la disponibilidad de instalaciones adecuadas para garantizar el lavado constante de manos; y también los nuevos protocolos de aseo y desinfección de las instalaciones de los planteles educativos.

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Desde esta perspectiva, el desarrollo urbano, que en México es precario, desordenado y caótico en algunas regiones y ciudades, no es ajeno a esta problemática, porque no se puede soslayar o dejar de lado toda la cadena de eventos de los que depende la llegada segura del alumnado y personal docente y administrativo a las escuelas: uso de transporte público, instalaciones y calles seguras y sanitizadas en la mayor medida posible.

Todos estos factores requieren de mecanismos y acciones de coordinación interinstitucionales que no existían antes de la pandemia, y que urge diseñar y poner en operación en el muy corto plazo a fin de garantizar que las personas no contraigan el virus y estén seguros en las instalaciones que son responsabilidad del Estado.

Esto implica repensar también la construcción de un nuevo sistema nacional de guarda y cuidado de niñas y niños; es decir, guarderías funcionales y de calidad, que garanticen la más rápida incorporación posible de las mujeres que trabajan al mercado laboral, con la certeza de que sus niñas y niños más pequeños no se infectarán en las instalaciones de sus guarderías o estancias infantiles. Lo mismo puede decirse y exigirse respecto de, por ejemplo, casas hogar, asilos y refugios a cargo del Estado, en cualquiera de los órdenes y niveles del gobierno.

4. La crisis de la pobreza, la malnutrición y la mortalidad evitable

Las comorbilidades identificadas respecto de la mortalidad por COVID-19, muestran que la severidad de sus consecuencias país estarán determinadas por la carga de enfermedad preexistente a la llegada de la pandemia a nuestro país. En efecto, hasta el 2 de junio se habían reportado 10,637 defunciones confirmadas por la enfermedad señalada, de las cuales, en poco más de la mitad de los casos, las personas fallecidas padecían hipertensión o diabetes; a lo que se suman también enfermedades pulmonares obstructivo-crónicas, obesidad y sobrepeso.

En ese sentido, puede asumirse, con las reservas del caso, que los determinantes sociales de la carga de enfermedad y muerte en México, son al mismo tiempo los determinantes sociales de la mortalidad de esta pandemia, pues se combinan, como ya se ha visto, factores que posibilitan o facilitan el contagio, con factores que agravan la enfermedad.

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No se tienen datos concluyentes hasta ahora, pero será importante saber con precisión las características sociodemográficas de las personas fallecidas y a partir de ahí inferir si las condiciones de pobreza también están incidiendo en la determinación de la mortalidad; esto es altamente probable, pues al parecer, la gravedad de la enfermedad depende de la fortaleza o debilidad del sistema inmunológico de las personas; pero también en alguna medida, de la calidad de los servicios de atención médica y hospitalaria, cuyos más bajos niveles se encuentran también en las regiones y zonas del país con mayores indicadores de pobreza.

Hacia una normalidad aceptable

La pandemia del COVID-19 obliga a los países de todo el mundo, y particularmente a los de los países con altos niveles de pobreza y carencias, a repensar sus estilos y modelos de desarrollo. Esto es urgente, porque para enfrentar fenómenos como el del COVID-19 -que habrán de repetirse tarde o temprano-, se requiere de sociedades preparadas, tanto en el orden individual, como en el colectivo e institucional para salir lo mejor libradas posibles de esto, que habrá de venir con toda seguridad una vez más, aunque no sepamos cuándo ocurrirá.

Por un lado, es fundamental que todas las personas tengan acceso a la garantía plena de sus derechos humanos; y esto exige pensar cuáles son los umbrales mínimos aceptables de acceso a servicios y bienes públicos y privados, para asumir que, aún de manera relativa, se puede tener una vida en dignidad. Esto implica modificar criterios y prioridades de gobierno, y asumir a plenitud, por ejemplo, el principio del Interés Superior de la Niñez y su derecho de prioridad; a la par de perspectivas irrenunciables como la de género y no discriminación.

Lo anterior permitiría avanzar hacia la reducción de la violencia en los hogares; a la construcción de más y mejores servicios públicos para la atención de la salud mental, a la par por supuesto de la salud orgánica; a mejorar la infraestructura escolar y la calidad y pertinencia de la enseñanza; a incrementar las oportunidades de acceso al trabajo digno para todas y todos aquellos con disposición para trabajar; a brindar servicios culturales de calidad en todo el territorio nacional; a reconvertir nuestras políticas ambientales y asumirlas como una de las palancas insustituibles de una nueva noción de desarrollo sostenible.

Lo anterior, sin embargo, no debe llevar a pensar que se trata sólo de construcción de más capacidades individuales para el desarrollo. Por el contrario, asumiendo que debe haber tanto Estado como sea necesario, y tanto mercado sea posible, lo urgente es resolver la anemia fiscal del estado mexicano, incrementar sus capacidades de inversión productiva, fortalecer y renovar a sus instituciones de redistribución de la riqueza, en los pilares fundamentales de un estado de bienestar: seguridad social, educación, salud, trabajo y retiro digno, acceso a la cultura, la ciencia y la tecnología, todo en medio de una política medioambiental capaz de proteger a la biodiversidad y de mitigar y revertir los efectos del cambio climático.

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El Ejecutivo Federal, el Congreso y los gobiernos estatales, para comenzar, deben tener perfecta claridad que lo urgente para nuestro país es construir una nueva normalidad aceptable, y que no puede ser otra sino una realidad de cumplimiento generalizado de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de la población. Esto puede construirse, sin duda alguna, a partir de lo que ya tenemos y que, a pesar de las carencias, no es poco.

Sin embargo, hay un elemento central para lograr todo lo anterior, y es la capacidad de hacer política de altura; establecer nuevas reglas y mecanismos para el diálogo en torno a los asuntos públicos y para la construcción de acuerdos y consensos en los que se sintetice la pluralidad de visiones y la diversidad de posturas que existen en el país.

Conciliar estas visiones es tarea de las y los profesionales de la política; pero ello requiere voluntad de acuerdo; templanza en la toma de decisiones; prudencia de juicio y ejercicio de la acción pública, y, sobre todo, una enorme generosidad y vocación de patria a fin de privilegiar los intereses de la nación, por encima de las visiones e intereses particulares.

La crisis del COVID-19 nos ha impuesto nuevos retos, que agravan y profundizan los que ya teníamos previo a la emergencia sanitaria; pero también nos permite y exige abrirnos a la crítica respecto de todo lo que hemos dejado de hacer; las razones por las que ha ocurrido así; y la posibilidad del encuentro y la reconciliación nacional en torno a un proyecto compartido de bienestar, justicia y dignidad para todas y todos.




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