En general, los extremos en política no son buenos. Y no solo en cuestión de ideologías, sino también en cosas del dinero. Si de entrada resulta más que sospechoso el que una persona entre en política para hacerse rica –algo que, claro está, jamás reconocerá en público– tampoco debería ser particularmente tranquilizador que alguien se lance a la arena pública esgrimiendo como argumento de incorruptibilidad el que posee tanto dinero que no necesita –por decirlo llanamente- meter la mano en la caja común.
Y no lo es por dos razones.
En primer lugar, porque como demuestran los numerosos casos de corrupción que afloran aquí y allá, parece que el dinero nunca es bastante. Es como la fase que se le atribuye a Rockefeller: “¿Cuánto dinero es suficiente? Sólo un poco más”. El dinero es un amante exigente que resulta insaciable. La codicia, uno de los principales motores de la corrupción, no entiende de patrimonios ni de clases sociales. Por eso, a veces, los más humildes dan una imagen de desprendimiento material que contrasta con el apego a las cosas, hasta las más nimias, que tienen algunos de los que más poseen. Y, ojo, los más humildes, no los más pobres, que no tienen que ser necesariamente siempre los mismos.
Pero además, el desembarco en lo público de los que más tienen provoca que llegue un momento en que –siguiendo incluso el procedimiento democrático establecido como unas elecciones— ocupen todo el espacio. Esto, lejos de ser una garantía, puede terminar desvirtuando la misma idea de democracia hasta transformarla en una cresocracia. Es colocar algunas magistraturas solo al alcance de los ricos, eso sí dando a los demás la posibilidad de elegir entre alguno de ellos. Durante su campaña electoral –tanto en las primarias republicanas como posteriormente en las presidenciales-, Trump esgrimía como argumento de honradez que a él no le hacía falta el dinero frente a rivales que habían hecho de la política su modo de vida. Cierto es que tiene un punto de razón, pero eso no le convierte automáticamente en honrado y a los demás en sospechosos. O no debería hacerlo.
Ahora, en el campo demócrata el caballo –o más bien el burro, con perdón pero es que ese es el símbolo del partido— que comienza a subir en las apuestas como candidato presidenciales es otro magnate; Michael Bloomberg. A diferencia de Trump cuando este se postulaba a la Casa Blanca, Bloomberg sí tiene experiencia política previa como alcalde de Nueva York. Y a semejanza del presidente, es otro empresario al que ya no le preocupa pagar las facturas por el resto de su vida. De modo que el próximo noviembre los estadounidenses pueden verse ante la opción de elegir entre dos millonarios para dirigir su país. Sí, muy diferentes tanto en las formas como en el fondo, pero ambos tendrán que hacer un gran esfuerzo de memoria –Trump más bien de fantasía– cuando se dirijan a la gente corriente para decirle aquello de “soy uno de vosotros”.
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