Ícono del sitio La Neta Neta

Cristina Iglesias desvela su abismo marino en el faro de San Sebastián

Subíamos al faro como quien sube a un cuento. Una procesión de almas en vilo, el runrún de la galerna y la cándida ilusión de que aquello, por un día, sería La isla misteriosa o La isla del tesoro o el escenario de una de terror, de esas en las que desaparece el último de la fila entre arbustos amenazantes y el graznido de las gaviotas. Solo faltaba Hitchcock. La casa del faro, del faro de la isla de Santa Clara, y el camino que lleva allí, primero por mar, luego por tierra, dan para mucho. Historias inquietantes, sueños de balleneros y ballenas y esa contemplación de la ciudad, tan distinta cuando se mira desde la isla. A Cristina Iglesias (San Sebastián, 1956) también le ha dado para mucho. Exactamente para volver al lugar del crimen; dicho de otro modo un poco menos noir, para regresar a su ciudad y plantar en las entrañas de la tierra, pero en medio de la bahía de la Concha, su obra más importante en lo personal y sin duda una de las más ambiciosas en lo artístico y en lo técnico. Hondalea significa en euskera —aunque es un término en desuso cuyo origen se remonta a escritos del siglo XVII— “abismo en el mar” o “fondo del mar”. Es el título elegido por la escultora donostiarra para bautizar a su nueva criatura, un colosal vaso de bronce de 15 toneladas que, incrustado en las tripas de Santa Clara y en lo que fue la casa del faro, deshabitada desde 1968, recrea la estratificación de los fondos marinos y el estallido de las olas contra las rocas. Es una expresión poética pero a la vez furiosamente realista del constante interés de Iglesias por todo aquello que tiene que ver con la geología.

La génesis del proyecto se remonta a enero de 2016. La artista recibió entonces de mano del alcalde, Eneko Goia, el Tambor de Oro, la máxima distinción que concede el Ayuntamiento donostiarra coincidiendo con la gran fiesta local, el inacabable desfile de tamborradas del Día de San Sebastián. La ciudad cuenta, si se empieza por la falda de Igueldo y se sigue la línea de mar hasta el monte Ulía, con una pequeña constelación de estrellas del arte y la arquitectura al aire libre: el Peine del Viento y el Homenaje a Fleming, de Eduardo Chillida; la escultura Five Plates Counter Clockwise, de Richard Serra, en los jardines del palacio de Miramar; la monumental Construcción vacía, de Jorge Oteiza, en el paseo Nuevo, y el Kursaal, de Rafael Moneo, sobre la playa de la Zurriola. Así que el alcalde le dijo a la artista que no podía ser que, siendo donostiarra, faltara en esa vitrina. Dicho y hecho. Cristina Iglesias se lo pensó y acabó donando Hondalea a la ciudad que la vio nacer. Y eligió Santa Clara. Sólo había que hacerlo realidad…

El magma de bronce de ‘Hondalea’ es una escultura de 15 toneladas formada por más de medio centenar de piezas.Jose Yosigo / EPS

Cinco años después, la obra está acabada. Su apertura al público —entrada gratuita, inscripción previa en la web de la Fundación Cristina Enea y grupos de 15 personas (no hay acceso posible para personas con minusvalías que requieran silla de ruedas)— está prevista para el próximo 5 de junio. Antes, los días 3 y 4, el Aquarium de San Sebastián acogerá el simposio internacional La costa rocosa: ecología, arte y geología. Y el Museo de San Telmo abrirá el día 3, por espacio de cuatro meses, una exposición que a través de fotografías, imágenes y textos documentará el proceso creativo de la obra. Hondalea tendrá también su película. El cineasta guipuzcoano Asier Altuna ha filmado, desde septiembre de 2019, todo ese proceso. Su objetivo es tener un primer corte de visionado en julio. Su deseo, estrenar el documental en el próximo Festival de San Sebastián, en septiembre.

Una artista frente al mar

No es la primera vez que la autora de las puertas del Museo del Prado y del proyecto Tres Aguas en Toledo enfrenta su obra con el mar. En 2010 ya instaló sus Estancias sumergidas en el fondo del mar de Cortés (Baja California, México), donde contó con la colaboración de biólogos y oceanógrafos, y que generó un refugio para la vida submarina que a su vez fue transformando la obra a través del tiempo. Mucho antes (1993-1994) ya había actuado sobre la roca de las islas Lofoten, en el mar de Noruega.

Pero Hondalea es otra cosa. Ahora todo parece fácil. Ahora, cuando uno entra en la casa del faro de Santa Clara y se asoma a esa impresionante gruta de bronce retorcido desde la pasarela que la circunda, la potencia estética de la obra lo ocupa casi todo y no deja pararse a pensar en todos y cada uno de los ingredientes técnicos, artísticos y humanos que han tomado parte en este proceso de creación. Aquí han trabajado una escultora y sus ayudantes, los trabajadores de una fundición (Alfa Arte, de Eibar), una empresa de transporte en helicóptero (Helitrans Pyrinees, cuyo socio fundador, el donostiarra Haritz Galarraga, falleció en julio de 2020 en accidente cerca de la localidad catalana de La Seu d’Urgell), otra de ingeniería civil (Moyua), otra de ingeniería hidráulica (Giroa), un estudio de gestión cultural (Artingenium, con la exdirectora de la feria Arco y de la Alhóndiga de Bilbao Lourdes Fernández a la cabeza), una empresa de transporte por mar (Motoras de la Isla, con el incombustible Julián Isturiz a bordo del Aitona Julián III, tres generaciones llevando pasajeros a la isla desde 1942); todo el equipo del alcalde donostiarra Eneko Goia, además de las instituciones públicas y privadas que han cofinanciado la obra, como el propio Ayuntamiento de San Sebastián, la Diputación de Gipuzkoa, la Fundación San Sebastián 2016 o el Banco de Sabadell.

La razón de ser de este proyecto artístico, cuyo presupuesto ronda los 4,5 millones de euros, es recrear ante los ojos del visitante el impacto de las olas contra las rocas marinas, en lo que supone una experiencia sensorial donde se cruzan la contemplación, el sonido, el olor y el viaje, y que arranca en el mismo muelle donostiarra cuando el visitante se sube al barco. Un circuito de agua dulce procedente de un depósito-aljibe subterráneo situado nueve metros por debajo va metiendo el mar cada 20 minutos dentro de la escultura. El inmenso vaso de bronce recibió un tratamiento de lacado para hacer frente al impacto continuo del agua: tres capas de barniz y por encima un encerado con materiales microcristalinos. “Esa es la capacidad ilusionista de una obra así…, a mí me encanta cuando la gente, en su cabeza, cree que es el mar”, explica Cristina Iglesias apoyada en la barandilla de la pasarela que va a dar a su obra, algo aturdida por un golpetazo que se dio en la víspera contra una puerta y por los cinco puntos de sutura en la cabeza…

Reportaje sobre la artista donostiarra Cristina Iglesias y su obra en el faro de la Isla de Santa Clara en San Sebastión.Jose Yosigo / EPS

Entre la realidad y la ficción

Hondalea es una ficción inspirada en la realidad, con elementos imposibles, como en los cuentos, pero dictada por la naturaleza. Uno está delante de ese magma metalizado lleno de recovecos y agujeros misteriosos y se acuerda de un Mordor de El señor de los anillos pasado por agua, y de Viaje al centro de la Tierra, y de ciertas pinturas de Anselm Kiefer, y de la tierra volcánica de Timanfaya y de los peces abisales y hasta de aquellas construcciones de arena mojada que hacías en la playa. En realidad, nada de eso: estamos en una cueva marina donde a cada rato estalla el mar contra las rocas, en una poesía brutalmente real, la misma que la naturaleza suele escribir ahí enfrente en días de temporal. La naturaleza escribiendo versos. A Walt Whitman le habría gustado estar aquí.

Hay como un pálpito en Cristina Iglesias. Ya tiene pocas dudas al respecto: Hondalea es la obra más importante de su carrera. Seguro que lo es en el plano personal por razones obvias, pero muy probablemente también lo es desde un punto de vista técnico. Un proceso de creación y de transporte de piezas (medio centenar de viajes de helicóptero desde el paseo Nuevo donostiarra hasta la isla) que no han sido precisamente caminos de rosas. Su autora pinta así el retrato de una obra que ya está acabada: “Haber podido elegir la casa del faro en la isla de Santa Clara es para mí algo excepcional. El contexto aquí es único. He hecho ficciones vegetales, también volcánicas, pero esta es la más geológica de todas, y a mí siempre me ha interesado mucho la geología, soy una artista que viene de las ciencias y de la investigación”.

La casa del faro en la donostiarra isla de Santa Clara, en medio de la bahía de La Concha. El edificio llevaba en desuso desde 1968.Jose Yosigo / EPS

¿Por qué la isla? No fue ni la primera ni la única opción de Cristina Iglesias una vez que se le abrió la posibilidad de elegir un lugar, el que quisiera. El monte Ulía, que se inclina sobre el barrio de Gros y sobre la playa de la Zurriola, y sobre todo el Cementerio de los Ingleses, en el monte Urgull—en ciertos días, uno de los lugares más inquietantes y melancólicos que quepa imaginar—, estuvieron en su cabeza también. “Pero un día me desperté en la cama, la cabeza me hizo clac y me dije: ‘Es la isla’. Y era la isla. El componente de aislamiento, de algo remoto pero tan cerca de la ciudad, un espacio público que es de todos pero no tan conocido, devolver ese espacio a la gente, y también la idea de ese abismo, de lo profundo dentro del mar, esa idea del cuidado del paisaje y del mar…, y todo eso dentro de una casa, y que todo eso sea una escultura”.

La idea se antojaba, todo hay que decirlo, una verdadera patata caliente para la persona que le había dado carta blanca a la artista: el alcalde de San Sebastián, Eneko Goia. Pensar en cavar allí 10 metros de profundidad, rehabilitar por completo un edificio deshabitado y en estado cochambroso desde 1968, quitarle la cubierta, meter allí una criatura de bronce de 15 toneladas y armar sus 54 piezas como si fuera un mecano gigante, y todo eso trabajando en un contexto complicadísimo como es una isla carente de grandes superficies y grandes accesos, parecía suficiente argumentario como para volver loca a la corporación municipal de la ciudad.

“La gestión del proyecto ha sido tortuosa”, reconoce Goia (PNV) en su despacho del Ayuntamiento, “no con la artista en absoluto, pero sí con el papeleo, los documentos de cesión, el esfuerzo económico, algún movimiento de oposición al proyecto, como es habitual en esta ciudad…, pero desde que estuve con Cristina en su estudio de Madrid viendo los bocetos tuve clarísimo el tema. Es una intervención en un entorno remoto, insólito y simbólico”. Aún recuerda el día en que la escultora le dijo: “Alcalde, dirás que estoy loca, quiero la casa del faro”. Y la tuvo.

La escultora donostiarra, ante una de las placas de alabastro con las que ha cubierto las ventanas de la casa del faro.Jose Yosigo / EPS

Para Iglesias, como para el común de los mortales, el último no ha sido un año fácil. En su caso, además, la experiencia fue aún más amarga, ya que en febrero de 2020 fallecía su pareja, el empresario Plácido Arango, 19 años después de haber perdido a su marido y padre de sus dos hijos, el escultor Juan Muñoz. Pero a las sombras del duelo vinieron a sumarse las luces de la creación artística. Sin desmayo. “En el año del parón, yo no he podido parar. Tuve que ir a Saint-Tropez, donde tenía que acabar una obra por contrato. Luego viajé a Houston en noviembre y el Departamento de Estado nos tuvo que extender un permiso especial. Íbamos del hotel a la obra, en condiciones de seguridad extremas durante tres semanas”. Luego vino Lisboa. Allí, Iglesias está haciendo una pieza en un parque que es una acción de urbanismo en la ciudad, cerca de la Fundación Gulbenkian y de la Embajada de España. “Es un proyecto sobre las capas freáticas, que es también algo en lo que yo he trabajado mucho, algo entre ficción y realidad, cultura y naturaleza”, cuenta. Pero ahí no acaba la cosa. Tiene otro proyecto en curso en Qatar. “Del que no puedo hablar mucho”, avisa. Y otro en la Royal Academy de Londres: “Una obra temporal que inauguraré en junio y que durará seis meses, un pabellón con vegetación alrededor”. Por último, en el parque del Madison Square Garden de Nueva York está poniendo en pie un proyecto que se quedará ahí seis meses. Y en ­Düsseldorf (Alemania) inaugura una exposición en la Fundación Thomas Schutte, la Skulpturenhalle. “Y una pieza en un parque público de Malta que inauguraré en octubre”.

—Pero alguien le tendrá que pagar a usted horas extras, ¿no?

—No me hagas reír que me duelen los puntos.

—Bueno, mientras todo el mundo ha frenado, usted no ha parado. Y además en un año que no ha sido para usted fácil en lo personal, ¿no?

—Sí, la verdad es que he vivido experiencias muy duras, pero también me ha llevado a momentos muy especiales… Yo creo que todo esto nos está enseñando a valorar más el tiempo y ciertas cosas.

—Cada día parece más que el tiempo y el silencio son los valores supremos, ¿no?

—Total. Y eso es algo muy importante en mi obra, introducir el tiempo como parte de ella, como lenguaje, ver cómo las cosas cambian, la espera.

Labores de reacondicionamiento e instalación de la obra de Cristina Iglesias en la casa del faro de la isla de Santa Clara, en Donosti.López de Zubiría / EPS

Y hablando del tiempo y del silencio: ¿qué habría pensado de Hondalea el bueno de José Manuel Andoin? La verdad es que tendría derecho a opinar. Fue el último farero de Santa Clara. Perdón, el último técnico mecánico de señales marítimas de Santa Clara, antes de que el faro fuera automatizado. Vivió en aquella casa durante 24 años, de 1944 a 1968, junto a su madre, doña María, y una mula que tenían, Massiel. Cuentan las crónicas —y entre ellas, el precioso cortometraje Ur Artean (Entre aguas), de Jesús Mari Palacios e Iñigo Jiménez— que Andoin, natural de Santoña (Cantabria), fue campeón de España de tiro y que participó en cuatro Juegos Olímpicos (Londres, Roma, Tokio y México). Que era retraído y que entrenaba disparando en la isla. Cuentan que su madre era algo así como la versión donostiarra de la madre de Norman Bates. Que lo martirizaba. En 1968 dejaron la casa del faro porque Andoin fue trasladado al de Igueldo, situado enfrente. Al cabo de un año, la madre murió. Al poco, José Manuel Andoin se pegó un tiro. Hondalea también es la memoria de aquellos que como él, o como los leprosos a los que aislaron en Santa Clara cuando la peste de 1597, o como los monjes que fundaron en el siglo XIV la ermita en lo alto de la isla, vivieron allí, arriba, entre el tiempo y el silencio de la casa del faro.


Source link
Salir de la versión móvil