¿Cuál es nuestro objetivo de guerra?


El pensamiento estratégico no es algo que practiquemos en Europa. Los estadounidenses solían ser unos maestros en la materia, pero luego eligieron a Donald Trump y a Joe Biden. El comentario involuntario del presidente estadounidense en Varsovia acerca de que Vladímir Putin no debe seguir en el poder representa nuestro primer gol diplomático en propia meta de esta guerra. El desmentido de la Casa Blanca resulta irrelevante. En acta consta que Biden ha dicho que pretende un cambio de régimen en un país que tiene armas nucleares, una amenaza que Putin puede interpretar como quiera: como los balbuceos de un presidente senil o como una declaración de guerra.

Los comentarios de Biden deberían servirnos a los europeos de llamada de atención. En la primera fase de su mandato, Ronald Reagan, otro presidente estadounidense que no siempre se atuvo al guion, hizo conjeturas sobre si era posible una guerra nuclear limitada geográficamente a Europa. Y sí que lo es. Podemos llevar más lejos esa hipótesis imaginando una guerra nuclear limitada a los países europeos que no poseen armas atómicas, es decir, toda Europa excepto el Reino Unido y Francia, o a los países de la UE que no son miembros de la OTAN: Austria, Chipre, Finlandia, Irlanda, Malta y Suecia. Además de Ucrania y Moldavia. Desde una perspectiva europea, nada bueno puede venir de un presidente estadounidense que divaga sobre un cambio de régimen en Rusia, porque eso abre la posibilidad de una guerra nuclear en Europa. Hay una diferencia enorme entre un riesgo cuya probabilidad podemos considerar nula sin miedo a equivocarnos y otro cuya probabilidad es baja, pero no insignificante.

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Lo primero que los líderes de la Unión Europea tienen que hacer es apagar sus pantallas en Zoom y decidir entre ellos cuáles son exactamente nuestros objetivos en esta guerra. Se trata de una cuestión sorprendentemente compleja con numerosas respuestas verosímiles. ¿De verdad queremos un cambio de régimen? ¿Queremos que Vladímir Putin sea derrotado formalmente? Si eso sucediera, ¿estaríamos de acuerdo con ampliar la OTAN para incluir a Ucrania y Moldavia? ¿Los aceptaríamos como miembros de la Unión Europea?

¿O quizá nuestro objetivo tendría que ser que la guerra terminara lo antes posible? Por lo general, las guerras no terminan con la derrota de un bando y la victoria del otro. La Primera y la Segunda Guerra Mundial fueron excepciones que todavía sirven de marco a los relatos de ánimo bélicos en países como el Reino Unido. El resultado más probable, y con diferencia, de la guerra actual es que se prolongue durante mucho tiempo, años más que meses. Llegará el momento en que los medios se aburran de la enésima explosión en una ciudad de Ucrania. Nuestras mentes hiperactivas encontrarán formas de distraerse. Pero los altos precios del petróleo y del gas seguirán ahí. Y los refugiados también.

Me pregunto si una crisis de refugiados europeos forma parte de los objetivos estratégicos de Putin. A finales de la semana pasada, el número de refugiados ucranios alcanzaba los 3,7 millones, casi el 10% de la población. Si la guerra se prolonga lo suficiente, esta cifra podría duplicarse o triplicarse. Se trata ya de la mayor afluencia de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial. Los hospitalarios europeos centrales y occidentales se han ofrecido a alojar a los refugiados en sus habitaciones libres durante unas cuantas semanas. Pero Europa no tiene la capacidad de hacer frente a una afluencia permanente de refugiados de semejante magnitud. ¿Lo hemos pensado bien? ¿Qué pasa con nuestros preciados procedimientos en aras del Estado de derecho contra Polonia y Hungría? ¿Requerirá el boicot al gas ruso una prolongación de las centrales eléctricas que funcionan con carbón? Si es así, nuestros objetivos en materia de cambio climático se irán al garete. ¿Es este también un precio que merezca la pena pagar? ¿Estamos dispuestos a supeditar todos nuestros objetivos estratégicos a hacer lo que haga falta para deshacernos de Putin?

Yo creo que no. Hicimos bien en actuar para negarle a Putin una victoria rápida. Pero esto no implica indiscutiblemente que lo sigamos haciendo durante meses y años. El umbral de dolor de Putin es más elevado que el nuestro. El tiempo está de su parte. A diferencia de Biden, tiene una expectativa razonable de seguir en el poder al final de la década.

Tampoco podemos sacarlo de la madriguera con el hurón de las sanciones económicas. El petróleo, el gas y el carbón son los principales productos de exportación de Rusia, seguidos de los metales preciosos. El país es también un gran exportador de cobre y trigo. Lo que todos estos productos tienen en común es que sus precios se han disparado desde el estallido de la guerra. La agresión de Putin provocará un colapso del PIB ruso este año. Pero a la larga, las sanciones occidentales podrían producir ganancias inesperadas para Rusia. Si eres el líder de una economía en desarrollo con dificultades y Putin te ofrece petróleo barato en un momento de inflación mundial en alza, tendrías que estar loco para no aceptarlo.

Mi conclusión, por tanto, es que no estamos preparados ni política ni económicamente para afrontar una guerra europea de 10 años. No lo hemos pensado bien. Hemos dejado que las emociones dictaran nuestra respuesta, sin la carga del pensamiento estratégico. Lo que el lapsus verbal de Biden ha demostrado es que los europeos serían tontos si confiaran en Estados Unidos, aunque solo sea porque la amenaza de una guerra nuclear no es exactamente la misma para ellos que para nosotros.

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