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Cuando el surrealismo invadió el mundo

No en vano, el surrealismo es considerado la vanguardia más importante de todas las que surgieron del periodo de entreguerras en ese cliché maravilloso del París de los felices años veinte. Alrededor de André Breton, en los cafés y en las revistas, se formuló el mayor envite contra la razón y la conciencia que hemos vivido hasta hoy. El entusiasmo con el que fue recibido el Manifiesto surrealista de 1924 lo convirtió en el modelo más replicado de todos los movimientos artísticos colectivos, inaugurando una forma de creación que venía —al menos, en intención— a rechazar el mundo anterior a la Gran Guerra.

Este relato clásico del surrealismo se detiene cronológica y espacialmente en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Según esta narrativa, el arte habría cambiado de centro tras el conflicto, de París a Nueva York, en consonancia con la idea de un nuevo orden mundial centrado en los dos bloques de la Guerra Fría. En el resto del mundo, y siempre asimilados a esos bloques, solo quedarían epígonos, exiliados y artistas menores que incomodaban al historiador del arte con un surrealismo demodé pero sin mayor relevancia para el arte mundial. Los ideólogos del expresionismo abstracto, como Clement Greenberg, no dudaron en desterrar al surrealismo del arte tras 1945. La hegemonía política estadounidense en la posguerra necesitaba de una expresión artística original y nacional para reemplazar al dominio cultural que el viejo continente había ejercido desde el clasicismo hasta las vanguardias.

El análisis de estos movimientos complejos, contrarios a las narrativas monolíticas, está abriéndose paso en la historiografía

La Tate Modern y el Metropolitan de Nueva York rebaten ahora la versión difundida por la historiografía anglosajona. La exposición Surrealism Beyond Borders (Surrealismo más allá de las fronteras) pretende extender los tentáculos del movimiento tanto como sea posible y probar su maleabilidad frente a los discursos poscoloniales. En la muestra se recogen numerosas obras de artistas de más de 50 países, producidas entre los años veinte y setenta del siglo pasado. El objetivo es claro: descentralizar el surrealismo y establecer sus coordenadas a través de “puntos de encuentro”, “horizontes” y “constelaciones” que amplían cronologías y espacios.

El primer objetivo de los comisarios Matthew Gale y Stephanie D’Alessandro es proponer una gran cantidad de nombres relevantes para agrandar el canon. Ambos son conscientes de que el surrealismo siempre fue internacional y bebió de culturas ajenas, como la centroafricana —con las problemáticas que esto conlleva—, por lo que han buscado seguir las huellas de surrealistas en diferentes partes del mundo, tanto antes como después de la guerra. Ya en 1937, la revista Minotaure publicó un fotocollage de surrealistas en todas partes de Europa, en lugares de Latinoamérica como México y Chile, en Japón, Egipto y en la URSS, artistas que se hicieron suyo el movimiento gracias a la horizontalidad y la libertad radical que estaban en su base. El poeta Benjamin Péret explicó esta necesidad internacional en el Cahiers d’Art de 1929: “El surrealismo es una suerte de organismo vivo que, para evitar marchitarse, debe seguir infiltrando nuevos territorios”.

‘Belial, emperador de las moscas’ (1948), de Wifredo Lam, en las salas de la exposición. Sonal Bakrania (Photo ©Tate (Sonal Bakrania))

En este amplio recorrido abundan las contradicciones, como la relación que establecieron los surrealistas europeos con las culturas africanas, a medio camino entre la fascinación y la exotización, pese a denunciar las políticas coloniales y aborrecer la exposición colonial de París en 1931. En los años treinta, el grupo surrealista de El Cairo imprimió numerosos libelos con un fuerte carácter antinazi y contrarios a la ocupación británica de Egipto, a la vez que se declaraban admiradores del futurismo de Marinetti, fiel seguidor de Mussolini. En el Caribe, la compleja relación con el mundo occidental provocó una asimilación del surrealismo como medio para expresar las problemáticas coloniales, en una vuelta de tuerca sorprendente, palpable en la obra de Hector Hyppolite o Wifredo Lam. En Filipinas, el surrealismo funcionó también como herramienta recibida para cuestionar los principios católicos impuestos y para amoldar la experiencia del colonizado a la religión imperial, como demuestran las obras de Nena Saguil La bruja, o los lienzos de Galo B. Ocampo sobre asuntos relacionados con la Pasión. Estas aparentes incoherencias son la piedra angular del movimiento y resultan muy fructíferas artísticamente, mientras que los continuos viajes de apátridas y exiliados ahondan la complejidad de redes e influencias.

La exposición dedica especial atención a estos apátridas, como Eugenio Granell (1912-2002), gallego militante en el POUM durante la Guerra Civil y exiliado en Francia, donde vivió el horror de los campos de concentración; luego en París, donde entró en contacto con los surrealistas, y más tarde en República Dominicana, Guatemala y Puerto Rico, lugares a los que importó el surrealismo dando clases de dibujo. Su estilo, forzosamente híbrido, encaja a la perfección en el relato del surrealismo extenso e individual que rige la exposición, a la vez que reclama una interpretación del movimiento vanguardista como fundamentalmente ectópico.

El movimiento se desarrolla en los ambientes más contraculturales y subversivos. En el Chicago de los sesenta, es utilizado por Franklin y Penelope Rosemont o Paul Garon para materializar una forma de protesta radical contra la explotación de los trabajadores y la guerra de Vietnam. El manifiesto Insurrección 1, publicado en las huelgas de 1968, rezaba: “No proponemos el surrealismo como una organización competitiva o ideología. Los surrealistas intentamos continuamente expandir la conciencia de un movimiento revolucionario con tantos medios como dispongamos”.

El cruce entre el surrealismo y el activismo político trasnacional está poderosamente representado por la figura de Ted Joans, poeta surrealista, pintor y músico afroamericano, amigo de Breton y activista por la liberación negra en los 60. En 1968 publica ‘Black Power’ en la revista parisina L’Archibras, en el que invoca a Breton y Lautréamont a la par que a los líderes negros asesinados como Malcolm X y Patrice Lumumba para llamar a una revolución social y mental completa. Crítico con el apropiacionismo de los poetas beat, encuentra en el surrealismo una forma de enunciar su identidad subversiva e híbrida. Joans entiende que el surrealismo, alimentado desde el principio por el arte africano, no se puede comprender sin él y que, por tanto, “África es un país surrealista y no puede desconectarse de la negritud ni de la liberación de los negros”. Los collages, poemas y obras colaborativas, como el cadáver exquisito de nueve metros Long Distance, expuesto en la muestra londinense, renuncian a la creación individual para servir a la lucha política desde la irracionalidad, contra lo puramente identitario.

En estas redes complejas son identificables dos caminos para el surrealismo: uno canónico, que exporta el arte de París a todos los rincones, a través de los viajes de artistas de los movimientos migratorios del siglo XX; y otro que no ha sido atendido suficientemente hasta ahora, que explica la asimilación de esas corrientes artísticas en muchos lugares del mundo y su carácter emancipatorio y revolucionario. El análisis de estos movimientos complejos, contrarios a las narrativas monolíticas, está abriéndose paso en la historiografía y en nuestra comprensión de la cultura del siglo pasado, a la vez que deja en evidencia a las instituciones respecto a los huecos fundamentales que ha ido dejando la visión occidentalizada del arte mundial.

‘Surrealism Beyond Borders’. Tate Modern. Londres. Hasta el 29 de agosto.

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