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Cuando la guerra huele a mantequilla de cacahuete


Estoy escuchando a Àngels Barceló por la mañana cuando rompo a llorar en el coche. Àngels emite el programa desde la frontera polaca con Ucrania y acaba de dar paso a una periodista que explica cómo están recibiendo a los refugiados ucranios (en su mayoría madres con niños) con mantas, comida, pañales. “Hay de todo”, informa la reportera. “Tengo delante de mí tomates cherry, montañas de mantas, comida para gatos, un tarro de mantequilla de cacahuete…”. Y entonces, justo cuando dice lo la crema de cacahuete, el desconsuelo me desborda. Porque en ese instante comprendo que el sentimiento de guerra lo ha atravesado todo. Que la amenaza permanente se ha posado sobre todas las personas y las cosas, en el esqueleto de los edificios y en la luz de todos los paisajes. Me encantan los sandwiches de mantequilla de cacahuete. Y casi puedo oler y saborear el pringoso manjar desde el asiento del coche. Comprendo entonces que la guerra está ya tan cerca, tan dentro de mi vida y mi nevera, que podría oler a mantequilla de cacahuete. De hecho, huele desde aquí. “Lo que más me interesa no es el suceso en sí, sino el suceso de los sentimientos. Digamos, el alma de los sucesos. Para mí los sentimientos son la realidad”, escribió la premio Nobel Svetlana Alexiévich (nacida en la Ucrania soviética en 1948) en su libro La guerra no tiene nombre de mujer, donde recoge los testimonios y recuerdos de decenas de mujeres que participaron en la II Guerra Mundial en las filas del Ejército Rojo. Su lectura es el único espacio de consuelo que encuentro desde que Putin empezó la invasión. Quizás porque ella cuenta la guerra sin atender al análisis de la contienda, la estrategia o la geopolítica. Svetlana se ocupa de los sentimientos y alumbra desde ese lugar el actual conflicto. Porque Putin ha disparado a los sentimientos de millones de personas. Así, el dictador nos obliga a asistir atónitos a una cruenta e inexplicable invasión pero también y al mismo tiempo a la modificación definitiva e irreversible del alma del mundo. Pero ¿qué es lo que estamos sintiendo? Svetlana entrevistó a cientos de mujeres para tratar de reconstruir el sentimiento sordo de la II Guerra Mundial décadas después de que finalizara el conflicto. “En la guerra el ser humano está a la vista, se abre más que en cualquier otra situación, tal vez el amor sería comparable”, escribió después de años de conversaciones, grabaciones, transcripciones y trabajo. Su análisis, lejos del campo de batalla, se basó casi exclusivamente en la escucha. “En los apartamentos de la ciudad, en las casas del campo, en la calle, en el tren… Estoy escuchando…”, escribió. “Cada vez me convierto más en una gran oreja, bien abierta, que escucha a otra persona”.

Y yo, imitando su búsqueda, intento escuchar. Estoy en Madrid, no en el campo de batalla o su frontera. Pero desde aquí, desde la mismísima paz, escucho la guerra. Mi primera reunión de la semana es por Teams y antes de empezar con el asunto que nos ocupa, los interlocutores (viejos conocidos) cruzamos unas palabras y nos ponemos al día. “Estábamos a punto de empezar una reforma en nuestra casa y mi marido me ha sugerido parar las obras y plantearnos la idea de diseñar un búnker”, confiesa desconcertada una de las participantes. Lleva una camisa de pequeñas flores de colores y se ha pintado los labios esta mañana. “Está equivocado”, añade sin titubeos el hombre que nos acompaña. “Lo mejor es huir, quizás a América Latina o puede que a África. Creo haber leído una lista de los refugios más seguros, te la paso por WhatsApp”. Hablan entre la risa y el llanto, cerca del espanto.

Dos días más tarde, en el polideportivo donde mi hija entrena, una amiga me cuenta lo que sucedió la pasada noche en su casa. “Lo hablamos entre los cuatro, dónde podríamos irnos en caso de guerra. Y todos coincidimos en Argentina. He descubierto que a mis hijos les encanta”. Estos testimonios no los leo en la prensa, tampoco en las redes, no aparecen en ningún análisis y, sin embargo, van tejiendo el sentimiento que alimenta este conflicto y corroboran el hecho de que esta guerra se ha metido en el alma de Europa y me atrevería a decir que del mundo. “Cada vez la guerra nos gusta menos, nos cuesta más justificarla. Para nosotros ya es el asesinato nada más. Al menos para mí lo es” escribió Alexiévich. Y en ese “nosotros” estaba incluido el pueblo ruso de forma directa, además de su propia mirada. Ese sentimiento se escucha hoy por todas partes, a la vuelta de cualquier esquina europea. Yo vivo en Madrid y desde aquí no puedo escuchar las conversaciones de los parques, las cafeterías, los colegios o las colas de los cajeros automáticos de Moscú. Pero creo que Rusia no es hoy un país fanatizado, por mucho que lo lidere un fanático. Y este detalle puede ser crucial pues el futuro de la humanidad depende en buena medida de los sentimientos que nos acompañen a unos y otros, también del sentido que le otorgue nuestro corazón a la guerra. Y en este momento parece que el dolor, la solidaridad, el miedo y el rechazo se imponen a la venganza, la ira, el honor o la prepotencia en todo el mundo. Hoy nadie se atreve a justificar la invasión de Ucrania, solo uno. Y se ha quedado solo.

La guerra, además del horror, es el lugar donde nos sentimos obligados a volver a pensarnos. Porque la guerra es eso que nace de nosotros y es más fuerte que nosotros, muy distinta a la tragedia de una epidemia o un tsunami. Ucrania es hoy el centro del horror pero también se ha convertido en el epicentro de un sentimiento colectivo donde todos los corazones cuentan. Porque el hecho es que todo el mundo está pensando en Ucrania, no solo los más poderosos o los más preparados. Porque en una guerra no piensan solo los que tienen el poder de decidir. Lo que sucederá no está únicamente en manos de expertos, políticos, científicos u oligarcas. Al contrario, ante un conflicto con esta historia y estas dimensiones, todos tenemos un sentimiento y todos tenemos algo que decir (y decidir). Porque nuestros sentimientos resultan clave en cualquier conflicto y son de hecho la pólvora (o el desarme) del mismo. Por eso hoy, aquí y ahora, el mundo se está pensando a sí mismo. Y es esta una reflexión que no se hace (desde luego no solo) con números, gráficos o palabras sino que se construye con ideas que nos atraviesan, con mitos, con lágrimas, con los sonidos y objetos de la vida. “El ser humano es más grande que la guerra”, dejó escrito Svetlana. Y desde aquí la escuchamos.

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