“Las mujeres sanas carecen de deseo sexual”, proclamaba Antonio Vallejo-Nájera, director de los servicios psiquiátricos del ejército sublevado. “La mujer sensual tiene los ojos hundidos, las mejillas descoloridas, transparentes las orejas, apuntada la barbilla, seca la boca, sudorosas las manos, quebrado el talle, inseguro el paso y triste todo su ser”, describía más prolijo el padre García Figar en la revista Medina, máximo exponente de las publicaciones llamadas a moldear a las españolas de posguerra según el ideal sumiso y servidor de la Falange. En la mujer “sensual”, el entendimiento “se oscurece”, “solo la imaginación permanece activa, con la representación de imágenes lascivas que la llenan totalmente”. Y si esta imaginación endemoniada la empujaba al adulterio, la hembra debía saber que una ley de 1942 había devuelto el delito suprimido por la República al Código Penal y que esta nueva norma defendía que “la gravedad del daño” era “mayor en la infidelidad de la esposa” que en el caso del marido. “No te quejes si llega tarde, si va a divertirse sin ti o si no llega en toda la noche. Trata de entender su mundo de compromisos”, instruía a las señoras la líder falangista Pilar Primo de Rivera.
Así, tal y como describieron varias investigadoras en una jornada en Pontevedra sobre la represión sexual femenina en la dictadura, es como se fue construyendo en el Franquismo una sociedad no conflictiva para el Estado. En ella el hombre, según se enseñaba en las aulas, era “el jefe de la familia” y tenía dentro de casa su particular corral en el que ejercer su sed de dominio (sin tener que saciarla fuera rebelándose a las autoridades). El sometimiento de la mujer se afianzaba mientras tanto en los cimientos pseudocientíficos de médicos del régimen, libros de texto para señoritas, panfletos, revistas y homilías dominicales. Pero sobre todo gracias al trabajo continuo, durante más de cuatro décadas, de la Sección Femenina y el Patronato de Protección a la Mujer, en la práctica una cárcel para jóvenes díscolas de 15 a 25 años, a veces más, oficialmente disuelto en 1985. Esta institución, que repartía a las muchachas “caídas” o “en peligro de caer” por congregaciones de monjas de todas las provincias (unos 900 centros, de adoratrices, oblatas, mercedarias, capuchinas, trinitarias, etcétera), internó posiblemente a cientos de miles de “descarriadas”, según calcula Llum Quiñonero, investigadora y presidenta de Acción Ciudadana contra la Impunidad del Franquismo.
Bajo el título de Individuas de dudosa moral, la Diputación de Pontevedra dedicó un día a repasar, con varias historiadoras españolas, lo que describieron como engranajes del régimen para aniquilar la sexualidad y en general cualquier iniciativa de la mujer más allá de sus labores domésticas. Así lo defendía, por ejemplo, en 1942 Pilar Primo de Rivera, hermana de José Antonio, desde la cúspide de la Sección Femenina: “Las mujeres nunca descubren nada; les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles”. O su estrecha colaboradora Carmen Werner: “Nada complace tanto a la psicología masculina como la sumisión de la mujer y nada complace tanto a la psicología femenina como la entrega sumisa”.
La Sección Femenina o la “negación de la sexualidad”
La supeditación complaciente a los apetitos masculinos era la consigna general de la Sección Femenina (“Procura ser la rueda del carro, deja a otro el gobierno. Ánimo mujer, a cumplir ignoradamente y en silencio tu nueva y gloriosa misión”). Daba igual que la redactase Pilar Primo de Rivera (“La vida de toda mujer, a pesar de cuanto ella quiera simular -o disimular- no es más que un eterno deseo de encontrar a quien someterse”) o que lo hiciera alguno de los medios pregoneros. “La maternidad no será instinto, sino deber, y al mismo tiempo expiación”, inculcaba el libro La mujer cristiana como fórmula de limpieza tras el acto carnal. “A los hombres les siguen gustando muchísimo, para casarse, mirlos blancos que hayan vivido con ellos su primer amor”, aconsejaba el consultorio sentimental de Medina. En estas páginas, a veces se hablaba claro: “Si eres superior a él mentalmente, no le hagas sentir esta superioridad”. Y en otras ocasiones se recurría a inflamadas metáforas: “Pensad que el mal está siempre cerca, insinuando al oído el pecado, engañando con promesas de mares lejanos, vana ilusión de vacía caracola […] los inútiles desbordamientos terminan en el triste espectáculo de las charcas”.
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Según María Victoria Martins, historiadora de la represión con perspectiva de género, la “negación de la sexualidad de las mujeres” fue uno de los resultados de la fusión del conservadurismo católico con el fascismo. No hubo un atisbo de luz entre los más reputados médicos españoles hasta que Ramón Serrano Vicens logró publicar en los 70 el resultado de una investigación que comenzó en 1933, con la recogida de los testimonios de sus propias pacientes. A lo largo de 1.500 entrevistas a mujeres, recuerda Martins, constataba que “la masturbación era una práctica habitual” y que muchas españolas reconocían relaciones prematrimoniales, adulterios, abortos y experiencias lésbicas mientras la “sociedad patriarcal” mandaba en el lecho conyugal. Un año antes de fallecer, en una entrevista con El País (1977), el doctor hacía afirmaciones que dinamitaban el castillo de naipes de la mujer ideal del régimen: “El clítoris está destinado exclusivamente al placer sexual”, “su nervio sensitivo es tres veces más grueso que el del pene”.
El resultado de la educación segregada por sexos y el apagón generalizado de los apetitos de las mujeres tuvo también su contrapunto dentro de la propia Sección Femenina, garante de la moralidad. Según Martins, en su seno se dieron de forma inevitable “enamoramientos entre mujeres”. No obstante, defiende Nanina Santos, cofundadora de la Asociación Galega da Muller, la estrategia de la dictadura fue la “invisibilización” de la homosexualidad femenina: “Mientras miles de hombres eran sancionados con prisión y escarnio, las lesbianas teníamos la dudosa suerte de no existir porque éramos lo más disfuncional frente al modelo de mujer ama de casa del régimen”, describe esta profesora de historia jubilada. Las vidas de muchas transcurrieron “autoculpándose, cerrándose en armarios de doble fondo” e incluso, a instancias de sus familias, siendo “tratadas por psiquiatras con electrochoque”.
El Patronato o la “cárcel de descarriadas”
A la valenciana Llum Quiñonero le “llamó la atención” que en 1977 quedasen en las cárceles españolas 9.000 presos sociales sin amnistía y que en 40 años, sin embargo, “apenas” hubiera habido mujeres. Empezó a “investigar” y fue así cómo se las encontró a todas “internadas en el Patronato”, un organismo considerado benefactor que funcionó entre 1941 y 1985 para “redimir a las descarriadas, caídas o en riesgo de caer”. Aquella institución era el “infierno” de las mujeres, describe la ginecóloga y docente de la Universidad de Granada Enriqueta Barranco. El Patronato se organizaba en juntas provinciales y contaba con un centro nacional de clasificación que, tras el examen vaginal, las catalogaba en “completas” y “no completas”. Los tentáculos que llegaban a todas partes eran los policías, las autoridades locales, miembros de Acción Católica y las “visitadoras”, mujeres “formadas en el catecismo” que acudían a “bailes, cines, barrios, playas” para destapar supuestas conductas incorrectas en las chicas. Según la historiadora murciana Carmen Guillén, solo en 1965 la cifra total ascendió a 41.335 internadas en un solo año, con Madrid (10.070), Barcelona (2.746) y Córdoba (1.890) a la cabeza.
Los papeles hablan de una casuística muy variada, desde jóvenes viudas de guerra que ejercen la prostitución para mantener a sus niños hasta menores sorprendidas de madrugada en un bar o teniendo su primera relación con su novio. La documentación de estos centros corre hoy diversa suerte según la comunidad. Mientras en Galicia están disponibles varios archivos, en Andalucía, según Barranco “siguen secuestrados en sedes conventuales”.
Al ser internadas, las familias perdían la tutela, las embarazadas acababan recluidas en “casas de gestantes y maternidades como Nuestra Señora de la Almudena, en Peñagrande, Madrid”. Otras muchas chicas eran desubicadas, enviadas a centros de provincias diametralmente opuestas en el mapa, denuncia Barranco. Trabajaban, según esta investigadora, de forma “esclava”, bordando, limpiando, cocinando para las niñas “preservadas”, estudiantes de los mismos colegios de monjas, con las que no podían mezclarse. En concreto, apunta la ginecóloga, las internas de Peñagrande “cosían y rellenaban peluches para el Corte Inglés”, y por sus tareas “no recibían ninguna percepción”.
En muchos de estos reformatorios “las rapaban” y en centros como Nuestra Señora de los Ojos Grandes de Lugo, donde existía “una celda de aislamiento y castigo”, “no había espejos” para que las adolescentes “no pudiesen mirarse”. “Había suicidios, escapadas, persecuciones de la policía”, relata Quiñonero. Para librarse de esa prisión, en la que permanecían un promedio de ocho años, a bastantes de ellas no les quedó más remedio que casarse (incluso “forzadas”, con hombres que iban a elegirlas a los centros) o “hacerse monjas”. “Muchas acabaron con trastornos psicológicos” y había “espacio reservado para las patronatas” en manicomios que, “como el de Ciempozuelos, internaba a las lesbianas”.
En los archivos del Patronato en Pontevedra han aparecido casos de niñas que eran castigadas con la reclusión después de haberse quedado embarazadas por violaciones de sus propios padres. Las víctimas de esta maquinaria fueron “estigmatizadas” y según Quiñonero “nunca se han organizado para reivindicar su historia”, que se diluyó ”en la neblina” de la Transición. Por estos “crímenes”, además, “jamás se le pidieron cuentas a la Iglesia”.
“Todas perdieron la guerra”
El momento más emotivo de la jornada dedicada en Pontevedra a las “individuas de dudosa moral”, el viernes pasado, fue la conexión por videoconferencia con Marga Rodríguez, hermana mayor de un supuesto bebé robado, Josiño, que nació el 3 de marzo de 1966 en el hospital Almirante Vierna de Vigo, un moderno centro sanitario inaugurado una década antes por Franco. Paradójicamente, hoy este hospital sobre el que pesan diferentes relatos de madres despojadas está siendo transformado por la Xunta en “Ciudad de la Justicia”. “Era un hijo deseado. A mi hermana y a mí, nuestros padres nos habían enseñado a quererlo antes de nacer. Mi padre ya había comprado puros para celebrar el nacimiento con los compañeros de la empresa”, recuerda la mujer que entonces tenía 12 años.
El día 5, la madre y el resto de la familia recibieron la noticia de que Josiño, que había nacido sin complicaciones, había muerto. En el departamento de obstetricia, cuyos médicos de entonces “tienen placas conmemorativas” en Vigo, les dijeron que ya se encargaban ellos del entierro, pero la familia insistió y acabaron entregándoles una “cajita de zapatos, demasiado pequeña” para contener un bebé de nueve meses de gestación, con un envoltorio de telas dentro, supuestamente la mortaja del recién nacido. Enterraron esa caja a los pies de la difunta abuela de Marga, pero en la desesperada (e infructuosa) búsqueda que emprendió ella después de fallecer su madre, regresó al cementerio. En los libros de registro figuraba el sepelio de la abuela, pero el del bebé no existía.
España sigue todavía pendiente de la aprobación de una ley de bebés robados, estancada en la tramitación de enmiendas, y que sería el primer paso dado por el Estado en toda la democracia a favor de las víctimas, pese a los informes internacionales que han calificado esta práctica de delito de lesa humanidad. “En España, sin embargo, se consideran delitos comunes”, lamenta Soledad Luque, presidenta de la asociación Todos los niños robados son también mis niños, y esto impide su “imprescriptibilidad”. Entre 2011 y 2019 se incoaron más de 2.000 diligencias de investigación en España, de las que 526 fueron judicializadas. “Por el informe del año pasado de Amnistía Internacional pensamos que se han archivado casi todas”, comenta Luque, y la conclusión, dice, es que en España “no todas murieron en una trinchera, pero sí todas perdieron la guerra”.
“En todas las dictaduras se cometen crímenes, pero esta fue tan larga que la cantidad es muy importante”, señala Mayte Parejo, abogada penalista y de derechos humanos. El robo de niños, reivindica, se enmarcó “en el plan de represión que se extendió toda la dictadura”, empezando, los primeros años, por la retirada de los hijos a las presas. Una orden ministerial de la postguerra estipulaba que los niños podían permanecer en las cárceles con sus madres hasta los tres años y luego tenían que salir con familias adoptantes. Más tarde “se regularizó que estas pudieran inscribirlos en el registro” sin hacer mención de sus legítimos progenitores. Con los años, el robo se trasladó a los hospitales y las clínicas, “a las madres les decían que su hijo había muerto y lo entregaban a familias de otra región, lo que hoy dificulta el rastreo”, lamentan las expertas. Para Luque, “la forma en que se asume un pasado tan doloroso denota la ‘calidad’ de un sistema democrático”.
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