“Toda mi historia de mujer es la de una escalera que se va bajando a regañadientes”. La frase casi final de La mujer helada es la historia de su protagonista o de sí misma, ya que Annie Ernaux superpone lo autobiográfico para subrayar qué ha significado nacer mujer y crecer repleta de aspiraciones alimentadas por el espíritu revolucionario que vivió Francia en los sesenta y que poco a poco va evaporándose en esa escalera sin retorno que es la realidad.
La protagonista, casada y con hijos, nos habla ya sin sueños, pues no caben en el esfuerzo de una mujer del siglo XX que nos avisa de los males que aún arrastramos en el XXI. Este libro de Ernaux (Lillebonne, 1940) cierra la serie de viajes por los asuntos de Europa a través de cinco autoras que en agosto nos ha llevado a obras de Melania Mazzucco, Eider Rodríguez, Olga Tokarczuk y Olivia Manning. Si éstas nos hablaron de inmigración, cuidados, guerras y extrañamiento, Ernaux bucea en su alma para hilvanar un retrato de la nuestra. La autora nos ofrece un sendero natural, sin asfalto, sin barandilla, sin agarres, para intrincarnos en los vericuetos de su vida. No hay grandes presentaciones, no hay explicaciones, no hay herramientas, no hay principio, ni fin en la forma de llegar a las cosas, como no los hay en la vida. Su pluma fluye sin más. Sin menos. Sin que sobren señales de tráfico.
“Cada placer lleva nombre de derrota para mí, de victoria para él”, escribe sobre esa etapa del deseo en la que en un magreo ella se juega el honor, el futuro, la malicia general, y él solamente una descarga de diversión. Descubrir el cuerpo, aceptarlo y darse cuenta de que el útero tiene sus riesgos es tan traumático como calcular cuánto dura el sueño de un amor eterno. Ni siquiera las amigas se salvan. La más moderna se rinde pronto y se acaba lo que se daba. Con su propia boda aún cree en el sueño de igualdad, pero llega la primera y no asoma la segunda. “Ingenuidad de mi madre, creía que el saber y un buen oficio me protegerían de y contra todo, incluido el poder de los hombres”, se lamenta. Porque no es así.
Y porque, aunque las primeras lecturas de Sartre y Camus la empezaron a liberar de los fantasmas de infancia –“¡Si no termináis la canastilla, es que no queréis a vuestra mamá!”-, del difícil descubrimiento del cuerpo, del miedo a la soltería, de la ignorancia ante la seducción o de la preocupación por el aspecto, ni Sartre, ni Camus vendrán en su ayuda cuando toque vigilar el método ogino o gestionar un bombo. “Llega un día soleado, y de repente se acaba la vida, el velo de novia o la maletita y el recién nacido, a salir adelante como se pueda. En comparación con eso, la revuelta estilo Camus y las aspiraciones filosóficas de libertad no dan la talla”.
Cambiar los pañales y tener la comida preparada serán los nuevos objetivos en lugar de la revolución y habrá que darse por contenta cuando él la aplauda: “¡Prefiero comer en casa que en el comedor de la uni, es mucho mejor!’. Sincero, y creía que con eso me dejaba encantada. Yo me hundía”.
Ella friega los platos y aprende recetas mientras él estudia derecho constitucional. Ella valora la olla exprés, busca la poesía en el vómito de un hijo y analiza si hay que quitar las pepitas al pepino mientras él trabaja. Se pierden sus metas y ella empieza a sentirse indiferente.
La historia de La mujer helada (Cabaret Voltaire) es la de cómo se puede llegar a encoger el universo de una mujer. A pesar de Sartre y de Camus. Tengamos cuidado.
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