Bebo, o bebía, lo normal. Cuando quedo con amigos es para tomar cañas o un vino, lo normal. Cuando bebo de más me cuesta recuperarme un día entero, lo normal. Pero después de tener mi primera videollamada con Geoffrey Molloy un par de semanas antes de acudir al retiro que imparte en su casa de Cantabria, Es fácil vivir sin alcohol si sabes cómo, cuando me pide que anote las ocasiones en las que bebo y por qué lo hago, empiezo a preguntarme si de verdad será tan normal.
No solo acabo de hablar con uno de los gurúes de la rehabilitación en España –empresas como Aena, Iberdrola, Mercedes-Benz o Schweppes han enviado a sus empleados a alguno de sus programas para trabajar las emociones, mejorar la alimentación o tratar adicciones de todo tipo– sino que la conversación ha tenido lugar justo después de una resaca infernal (venía de un cumpleaños, lo normal). A pesar de lo disuasorias que deberían haber sido ambas experiencias, me descubro apuntando un par de cañas en una comida familiar, varios tercios tras acompañar a una íntima amiga como testigo al Registro Civil (no es oficialmente su boda, pero lo celebramos como si lo fuera) y una noche, para maridar con una película, me sirvo una copa de vino –costumbre adquirida durante el confinamiento de 2020, el año que bebimos peligrosamente– que acaba siendo media botella.
Para mi sorpresa, cuando llego a la bucólica finca cántabra de Las Bardas, en Coo, donde me alojaré de jueves a domingo, descubro que sí, que lo que bebo es lo normal. Aquí no todos tenemos el mismo nivel de consumo: una de mis compañeras, pronto descubriré, acumula problemas con la ley por conducir ebria. La casa de los Molloy tampoco es una clínica en la que se pueda meter a nadie a la fuerza, así que todos nuestros perfiles son parecidos: gente que ha llegado a la conclusión de que desea cambiar sus hábitos. “El alcohol, a pesar de estar tan socialmente aceptado (en España lo consume el 65,6% de la población mayor de 15 años, según datos del Ministerio de Sanidad), es una sustancia adictiva; y lo normal en una sustancia adictiva es crear tolerancia y dependencia”, explica Molloy. “Quienes habitualmente consumen alcohol –sean conscientes de ello o no– no beben cuando quieren, sino que solamente no beben cuando no pueden”.
“Las personas bebedoras tienen una serie de muros (horarios, responsabilidades, dinero, estómago, pudor, oportunidades…) que pueden ir cayendo y no es fácil que se vuelvan a levantar”, prosigue. Por ejemplo, el confinamiento derribó en muchos casos las normas tácitas de no beber a solas, entre semana, en casa y/o por la mañana. Al regresar a la (relativa) normalidad, a no ser que haya sido obligatorio volver a erigirlos (por ejemplo, por tener que volver a la oficina), algunos de esos muros habrían desaparecido.
Fase 1: ¿Un día y lo dejo para siempre?
El miércoles por la noche los cuatro participantes en la terapia, llegados de distintos puntos de España, cenamos en la casa familiar de los Molloy. Durante los cuatro días que durará el retiro –mi programa cuesta 1.340 euros, otras opciones más económicas parten de los 475– nos instalaremos en la casa familiar de Geoffrey, con su esposa Rhea (encargada del programa para dejar de fumar) y sus hijos. Es una casona de piedra con interior de madera, y tiene un establo con vacas y caballos que pastan libremente todo el día. Hay también una cocina de leña y una enorme mesa de nogal que parece sacada de un refugio de montaña. Mientras devoramos una pizza con base de boniato que han hecho dos de sus hijas, Ishtar y Kiira Sivi (responsable del programa de nutrición y de las clases de meditación y movimiento), Molloy nos advierte de la que posiblemente sea la mayor trampa del alcohol: las creencias y prejuicios que tenemos al respecto. Por ejemplo, que la gente que no bebe es aburrida. Los Molloy no prueban el alcohol pero mantienen una conversación viva e interesante. Nos pide también durante la cena que, precisamente por eso, nos cuestionemos todo, que no creamos nada a pies juntillas, ni siquiera aquello que forma parte del programa que empezará al día siguiente.
Personalmente, si siento algo de escepticismo es por el hecho de que solo una jornada, la del jueves, se dedique al alcohol. Durante los tres días siguientes, Molloy nos enseñará a desarrollar nuestra resiliencia emocional aprendiendo técnicas de mindfulness.
A la mañana siguiente, el escepticismo se va reduciendo a medida que escucho una serie de argumentos en el fluido castellano de Molloy, un irlandés de ascendencia malasia que lleva décadas en nuestro país, las dos últimas sobrio. Su presencia tiene algo de un Obi-Wan Kenobi (pero el de Sir Alec Guinness) en versión amable. El fácil trato esconde su difícil trayectoria: una infancia trágica y una juventud de excesos le llevaron a buscar ayuda durante años, ayuda que encontró en parte en la filosofía –que no la religión– budista, que aplica hoy con más sentido del humor que sectarismo.
A pesar de la complejidad de los referentes, su forma de abordar las adicciones es cristalina. Simplemente nos lleva a cuestionar y razonar los casi siempre arbitrarios motivos por los cuales bebemos. Esa forma de clarificar cuestiones recuerda a Es fácil dejar de fumar, el superventas de Allen Carr con el que millones de fumadores han dejado de serlo. Y no es casualidad: Rhea y Geoffrey fueron, además de los traductores al castellano del libro, colaboradores e íntimos amigos de Carr hasta su fallecimiento en 2006.
De por qué no hay ‘heroinólicos’
Pero es jueves y aún no hablamos de emociones, sino de ficciones socialmente aceptadas. Entre los mitos que Molloy desmontará en una sola sesión están el de que el alcohol te relaja (más bien te deja inconsciente), te da alegría o te hace feliz (imposible, dado que es un depresor del sistema nervioso), te brinda valor (en realidad te vuelve temerario) o te hace interesante y/o más hábil. “Solo hay tres cosas seguras que sí te proporciona el alcohol: cada vez más dependencia, depresión y degradación”, recalca Molloy.
Uno de los grandes aportes del fallecido Carr al pensamiento colectivo fue el de hacernos comprender que la principal diferencia entre la nicotina y otras drogas como la heroína es que la primera es legal. Según Molloy (que lleva organizando estos retiros desde 2008), con el alcohol sucede exactamente lo mismo, “por mucho que la sociedad acepte que la cerveza es una especie de refresco para adultos”. Lo que Molloy había comprobado empíricamente es algo que varios investigadores como el neuropsicofarmacólogo David Nutt o el neurocientífico Marc Lewis están empezado a demostrar: el alcoholismo no es una enfermedad, sino una adicción. Según estudios y fuentes independientes y respetadas por la comunidad científica, como The Lancet o Cochrane, no existe un consumo seguro de alcohol: hasta los bebedores ocasionales o sociales están expuestos a los riesgos que conlleva el etanol.
Este enfoque es totalmente diferente al de Alcohólicos Anónimos, cuyo Libro Grande distingue entre bebedores normales (quienes controlan el consumo) y alcohólicos, quienes no han elegido serlo, simplemente tienen una “enfermedad” que es crónica e incurable, por lo que como mucho pueden aspirar a estar siempre en recuperación. La idea de que el alcoholismo es una enfermedad prevalece entre muchos médicos. Y según una encuesta de Gallup de 2006, cree en ella un 90% de la población.
Al oír esto en Las Bardas, uno de los asistentes, asturiano, pregunta: “¿Y qué pasa con esas personas que se toman una cañita y saben parar?”. “En primer lugar, olvida el sufijo ito aplicado al alcohol y lo de la caña en singular, porque eso no existe”, responde Molloy. “Las personas que dicen tenerlo controlado, o bien mienten (como habréis hecho en alguna ocasión todos los aquí presentes) o bien están en la primera fase de la adicción”, añade. Lo cierto es que en este grupo nadie parece haber ‘tocado fondo’ (otro término de la jerga alcohólica). Todos pertenecemos a la Generación X, rondamos los 40, tenemos trabajo, sanas relaciones y un aceptable estado de salud. “Muchas veces he asistido a personas con cirrosis o cáncer provocados por el alcohol. Curiosamente, esas personas aceptan con bastante entereza las enfermedades en sí, lo que les destroza es pensar que se las han generado ellos solos”, prosigue. Para Molloy, es el alcohol en sí el culpable de la adicción, no el adicto. No somos culpables, pero sí responsables.
Con el alcohol, asegura Molloy, estamos viviendo ahora mismo lo que ha pasado en las dos últimas décadas con el tabaco. Según la Encuesta Europea de Salud de 2021 del Instituto Nacional de Estadística, un 22% de la población española se considera “exfumadora” y un 55,9% no ha fumado nunca. En otras palabras, hoy el 77,9% de las personas mayores de 15 años en España son no fumadoras. Sin embargo, según el estudio ICARIA, en 2005 el 47,97% de los españoles fumaban habitualmente. En lo que se refiere al alcohol, las cifras avalan la declaración de Molloy: solo el 8% de los adolescentes españoles toma alcohol cada semana, una tercera parte de los que lo hacían en 2006.
El mito del exalcohólico triste
Las cifras también respaldan a Molloy en su programa para dejar el alcohol. “Algo más del 50% de los participantes lo deja en los cuatro días pasados aquí y no necesitan más ayuda; entre un 20 y un 25% necesitan ayuda extra (el programa prosigue con ocho semanas de formación a distancia e incluye un seguimiento durante un año con Molloy), pero también lo consiguen. Los demás, a pesar del seguimiento y el apoyo, no consiguen abstenerse más de unas semanas o unos meses”, explica. Una tasa de éxito que supera el 70% no es habitual cuando hablamos de adicciones. Según Lance Dodes, psiquiatra retirado de la Escuela Médica de Harvard y autor de The sober truth (La sobria verdad, publicado por Beacon Press), la tasa real de éxito de los tratamientos convencionales (los que suelen partir de que el alcoholismo es una enfermedad) se sitúa entre el 5 y el 8%.
“No tengo nada en contra de Alcohólicos Anónimos, al contrario, creo que la mayoría de sus miembros poseen un deseo genuino de ayudar a otros y, por otro lado, es uno de los únicos espacios donde alguien con problemas puede ser absolutamente sincero, y solo los bebedores saben cuánto mienten y el daño que les hace”, aclara Geoffrey Molloy. “Simplemente, me consta que es posible dejar el alcohol sin convertirte en una persona lúgubre que cuenta los días sin llegar a sentirse nunca libre del todo”.
Una abogada de Barcelona replica que, a pesar de todo, no se puede negar que en algún momento todos nos lo hemos pasado bien (o muy bien) bebiendo. “Es cierto que al principio del consumo de alcohol, normalmente durante la adolescencia o en la veintena, hay una fase que puede resultar agradable”, concede Molloy. Pero añade que ese es precisamente el anzuelo de todas las drogas. “Con el tiempo desarrollamos tolerancia, lo que significa que necesitaremos beber más para alcanzar ese punto; también paulatinamente crearemos una mayor dependencia, lo que implica que ya no solo bebemos en busca del punto, también para aliviar el mono que el propio alcohol crea. En las etapas que siguen, el punto ya no aparece, solo una especie de anestesia, pero seguiremos bebiendo confiando en encontrarlo, negándonos a ver que no solo no es divertido, sino que nos está costando dinero y salud sin darnos nada a cambio”, sentencia.
Según el experto, es esta fase cuando dejamos de autoengañarnos, pero tampoco sabemos muy bien qué hacer. “Dado que casi todos los adultos que conocemos siguen bebiendo y que la sociedad mira con lástima al alcohólico (que carga con una especie de eterno estigma de debilidad), nos cuesta pedir ayuda. Y una vez que la pedimos, el enfoque más aceptado, el de AA, te augura una vida de sacrificio, porque siempre ansiarás una copa pero tendrás que resistirte cada día de tu vida”, explica.
“Un folio de una cara”
El enfoque de Molloy se parece mucho al del psicólogo estadounidense Stanton Peele. Es posible darnos cuenta de lo fácil, gratificante y hasta ilusionante que puede ser dejar el alcohol. Y eso sí es algo que consigue transmitir en solo un día. Su método arroja luz y conocimientos científicos sobre las sombras en las que nos movemos para seguir bebiendo (“me gusta cómo sabe”, “es que si no la vida no se disfruta igual”) y una a una va desmontando todas esas coartadas hasta que que vemos clara, nítida y desnuda la naturaleza del alcohol. Geoffrey usa analogías clarísimas, como “pretender tomar un trago sin desarrollar dependencia por el alcohol es como ir a una papelería y pedir un folio que solo tenga una cara; eso, sencillamente, no existe”. Llegados a este punto, tres de los presentes sentimos una mezcla de motivación y euforia imaginando el aumento de energía, salud y autoestima que promete una vida sin alcohol.
El cuarto asistente pincha la burbuja al preguntar qué pasará cuando, en lugar de este ensueño de Monet que es la granja de los Molloy, estemos rodeados de nuestros amigos en un bar. Es sevillano y reconoce que ha intentado dejarlo o controlarlo en varias ocasiones para recaer después (al menos hasta ahora): “Cuando dejé de fumar, todo el mundo me felicitaba, pero cada vez que he intentado no beber o beber menos, mis amigos acababan diciéndome que por una no pasa nada”, admite. La respuesta de Geoffrey: “Toda adicción crea complicidad entre quienes la padecen; tus amigos están enganchados y ver que tú no necesitas el alcohol les hace mirarse en un espejo incómodo, por eso les resulta más fácil que tú vuelvas a beber que examinarse a sí mismos”, explica.
Fase 2: tres días de autobservación
Y precisamente para aprender a manejar el miedo son los siguientes tres días, los dedicados a la resilencia emocional. A esta última parte del programa se suman nuevos participantes. Tres de ellas vienen tras ver los cambios que el retiro ha operado en una amiga común. El cuarto está aquí porque hace dos años dejó de fumar con Rhea y quiere dormir mejor y dejar de preocuparse y de dar vueltas a las mismas ideas rumiantes usando el mismo método. Ya sabe que es rápido, efectivo y duradero.
El trabajo es intenso, pero asumible incluso para mí, que me he dormido, frustrado y/o aburrido en más sesiones de yoga, meditación y otras terapias de las que puedo recordar. Durante años lo he intentado, pero el mero hecho de controlar mi respiración me provocaba más estrés. En la finca Las Bardas descubro que no se trata de controlarla, sino de observarla. Y no solo la respiración: también aprendo a contemplar mis propios pensamientos sin dar por hecho que son verdades absolutas. Las técnicas de mindfulness, de compasión y autocompasión y de gratitud, tal como Geoffrey Molloy las transmite, no tienen nada de esotérico o tedioso. De hecho, durante estas sesiones las risas son tan habituales como los silencios en las meditaciones (una de ellas paseada por los acantilados de Liencres). A pesar de llevar ya casi una semana sin alcohol, siento ese eufórico “esto hay que repetirlo”.
Pregunto a Geoffrey y Rhea si no están alucinados por la buena sintonía que se ha creado entre este grupo de desconocidos. Con una sonrisa, lamentan ponerme los pies en la tierra: “Llevamos trece años y solo una o dos personas se han llevado mal con su grupo; siempre tenemos en cuenta el perfil de las personas para asegurar su compatibilidad”. Quizá mi muestra de entusiasmo se deba a que durante nuestras prácticas han calado profundamente las indicaciones de Molloy: “Debemos observarnos a nosotros mismos con curiosidad abierta, con bondad y con un poco de sentido del humor”. Debo aclarar que hay poco de espiritual en mí, pero hay algo en este método que me resulta sencillo y coherente. Y, sobre todo, hace que disminuyan la ansiedad y las preocupaciones. Me parece motivo suficiente para seguir poniéndolo en práctica.
Fase 3: mi vida ahora
En los primeros días tras volver de mi retiro lo que más llamó la atención a la gente que me rodea no es que no beba, sino cómo han bajado mis niveles de pesimismo y neurosis. No es que haya vivido una epifanía. Es solo que realizando a diario unos minutos de práctica formal (meditando) e informal (tratando de estar concentrada en el presente), el estrés me resulta más manejable. “No podemos crear la felicidad, pero sí las condiciones más favorables para experimentarla: es un huerto que hay que regar a diario”, nos dijo Geoffrey, a quien ahora evoco como Luke a Obi Wan.
En cuanto al alcohol, de momento ni lo echo de menos ni lo deseo, ni siquiera cuando veo beber a personas que parecen disfrutarlo o cuando me encuentro en situaciones que podrían resultar tentadoras (que en España van desde una playa a una fiesta). Recuerdo que fuimos advertidos: “Si te lo has currado mentalmente, afrontas estos contextos como reforzantes, en lugar de con miedo y dudas”. Tengo que confesar que cuento con dos ases en la manga. Por un lado, me leí del tirón en el viaje de vuelta el libro Es facil vivir sin alcohol… ¡si sabes cómo! del propio Geoffrey Molloy, así que he reforzado lo aprendido en Cantabria.
Por otro, tampoco me ha sucedido lo que comentaba el sevillano durante el retiro: ningún amigo me ha insistido en que beba. No sé si es que piensan que realmente tenía un problema, si es porque secretamente creen que antes o después volveré a beber, si es que confían en mi resolución o si simplemente no piensan lo suficiente en mí como para albergar cualquiera de estos pensamientos. No tengo forma de saber qué piensan los demás. Antes, seguramente habría estado rumiando durante semanas hasta averiguar qué es lo que pasa. Hoy, la idea de que no puedo saber lo que a otros les pasa por la cabeza –de hecho, ni siquiera puedo controlar el siguiente pensamiento que cruzará mi mente– me hace sentir cierto alivio. Y me gusta que esto sea ahora lo normal. Sin cursiva.
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