En Freehold, Nueva Jersey —el pueblo bronco y poético donde creció Bruce Springsteen, donde el cierre de las fábricas da para canciones, parece haber parroquias por todas partes y sirven bocadillos de albóndigas en los restaurantes—, vive la que probablemente es la familia más golpeada por la pandemia de todo Estados Unidos. A los Fusco, una tribu italoamericana de 11 hermanos y 27 nietos que giraba en torno a Grace, la matriarca, el virus les atacó hace un año y se ensañó de un modo que aún nadie entiende. Mató a cuatro de ellos en seis días, mantuvo conectados al respirador a otros dos durante un mes, hospitalizó a otro y contagió a la mayoría.
En un país de distancias infinitas y mudanzas constantes, donde muchas familias se ven una o dos veces al año, los Fusco cenaban juntos dos veces por semana, los miércoles y los domingos, en casa de la madre, puntuales como relojes. No tuvieron claro quién fue el paciente cero, pero el 8 de marzo Elizabeth, la menor de los 11 hermanos, recibió una llamada que la alarmó. La madre, Grace, le pedía que preparase la salsa de la comida y eso solo podía responder a una causa de fuerza mayor. Para entonces, uno de los chicos, Vincent, había ingresado ya en el hospital por lo que creían que era una neumonía. El martes, día 10, hospitalizaron a la madre; luego, al resto. Y empezaron a morir.
Rita Fusco, de 55 años, falleció el viernes 13 de marzo. La madre, Grace Fusco, de 73, lo hizo el 18, miércoles, sin saber lo que le había ocurrido a su hija. Ese mismo día, horas más tarde que Grace, se fue al otro mundo Carmine, de 55 años; y al día siguiente, el 19 de marzo, lo hizo Vincent. Joe Fusco, de entonces 49 años, ya había sido sedado y pasaría así 30 días; y otra de las hermanas, María Reid, de 44 años, pasó igual 26 días. Un hermano más estuvo hospitalizado recibiendo oxígeno. Semanas después, les llamaron con la noticia de que su tía de Staten Island también había muerto.
“No me dio tiempo a pasar miedo esos días, iba como loca de habitación en habitación. Aún se sabía muy poco entonces, íbamos sin mascarillas, los médicos estaban frustrados porque les faltaban respuestas. Supimos que Rita tenía covid después de morir”, explica Elizabeth Fusco-Bryan en el salón de su casa. Hoy su hogar parece un pequeño mausoleo, con las paredes atiborradas de fotos familiares y mensajes en su memoria. “Mucha gente los llama fiestas, pero para nosotros era solo ir a casa de mamá, aunque somos muchos”, explica.
La mayor parte de los grandes acontecimientos en la vida de los Fusco acababan discurriendo en torno a una gran mesa llena de gente y fuentes de comida, de linguini, de rollatini de berenjena y de filetes pizzaiola que la matriarca cocinaba durante horas hasta que parecían mantequilla. Daba igual que alguno tuviera que fallar alguna vez por trabajo o imprevistos, porque casi todos seguían viviendo en Freehold y, con las parejas y los sobrinos, era imposible que no se juntaran al menos 20 personas en la casa de la madre.
El virus se cebó en el estilo de vida de los Fusco, como lo hizo con el de ciudades como Nueva York. Sus rasgos más distintivos, la cercanía, el contacto, la vida comunitaria, se convirtieron en su mayor vulnerabilidad. Y también, como en el resto del planeta, había muchos números, pero escasas conclusiones que sacar de todo lo que ocurría. “De repente tenía tres hermanos muertos, otros dos en coma, otros hospitalizados, había que hacerse cargo de todo… Yo era la hija pequeña, aunque sea una adulta, y ahora estaba al frente. Tuvimos un funeral cuádruple el 1 de abril”, rememora.
Sus hermanos Joe y María seguían conectados a un respirador. Despertaron muy desorientados después de casi un mes y nadie sabía cómo explicarles lo que había pasado. Cuando ambos fueron sedados, solo había muerto Rita. Joe no dejaba de llamar por teléfono a la casa de la madre, porque era el único número que recordaba, pero, claro, ella nunca respondía. Rehuyeron sus preguntas durante días, su esposa temía una recaída. A María, el marido y los hermanos decidieron contárselo cuando ella preguntara y le llevó días hacerlo, como si temiera la respuesta. Había tenido sueños extraños, de su padre muerto y su hija desaparecida.
Fusco strong. Fusco fuerte. Las palabras se encuentran escritas sobre una piedra con los colores de la bandera italiana en el salón de Elizabeth. Las cenizas de su padre y de su madre reposan en dos pequeñas valijas en una habitación contigua, junto a dos fotografías enormes de Mariano Rivera y Dereck Jeter, dos leyendas vivas de los Yankees, el gran equipo de béisbol de Nueva York.
Los orígenes de la familia se remontan al Brooklyn de los años 50. Vincenzo, el padre, emigró de Italia a los 17 años y conoció a Grace, de 15. Fueron el uno para el otro desde entonces hasta que en 2017 un cáncer se lo llevó a él. Se habían mudado a Freehold en 1975 para dedicarse al entrenamiento de caballos de carreras, porque si por algo es famosa la ciudad, aparte de por The Boss, es por su hipódromo. Allí nació Elizabeth, la última hija, y allí permanece la mayor parte de la siguiente generación.
Grace murió sin saber que una hija suya, Rita, le había precedido días atrás, que Carmine lo haría horas después y Vincent al día siguiente. Tampoco que su hermana llevaría el mismo camino semanas después, en Staten Island.
Aún hoy nadie entiende muy bien por qué la pandemia atacó a prácticamente todos los miembros de una misma familia, pero de forma tan desigual, pues las enfermedades preexistentes tampoco han dado claves para justificar desenlaces tan dispares, según Elizabeth.
Tres de los cuatro hermanos mayores murieron, pero a partir de ahí la lógica resulta escasa. En los días de plomo les hicieron un test en grupo a 19 de ellos y dieron todos positivo menos una de las sobrinas, que nunca se contagió. Hoy es la única sin anticuerpos. Otra de ellas, Gabby, estuvo con la abuela poco antes de ingresar en el hospital, se tumbó en su cama, la besó, se tomó fotos con ella, la abrazó. Luego tuvo un bebé, que tampoco tuvo virus. Y meses después se contagió por haber estado cerca de una amiga infectada.
El instituto Johns Hopkins recabó muestras de ADN de los 11 hermanos y de la madre, según Elizabeth, para tratar de encontrar algún dato genético que les ayude a entender por qué el virus golpeó a esta familia tan rápido y de forma tan atroz. “El caso también ofreció a los médicos una muestra de gente, hermanos de padre y de madre, sobre los que la covid-19 actuó a la vez pero de forma muy distinta”, explica.
Ella, su hermano Joe y María donan plasma rico en anticuerpos cada semana. Y siguen reuniéndose en la casa de la madre. Ahora es Elizabeth, que gestiona restaurantes, la principal encargada de la salsa de los domingos, aunque los demás echan una mano. Dice que su hermana Bridget, que vive en Chicago, también es buena cocinera. Nadie tan buena como la madre, eso sí. Piensa Elizabeth que ella sabía que se acercaba el final. Justo antes de sedarla, les pidió que le llevaran su alianza de boda. Sus últimas palabras fueron: “Acordaos de dar comida a los sin techo y no os peleéis entre vosotros”.
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