Cuba espera que Biden revierta la política de Trump contra la isla


David Andahl, un ranchero de Dakota del Norte de 55 años, murió por coronavirus el 5 de octubre, tras varios días hospitalizado. El martes logró un escaño en la Cámara legislativa de su Estado. En EE UU uno puede ganar las elecciones después de muerto, en sentido literal. Solo necesita una buena base que le respalde. Cuando Andahl murió, ya era demasiado tarde para nombrar un reemplazo en la papeleta, así que el Partido Republicano acudió a las urnas con un candidato difunto, sin sustituto identificado todavía, y, aun así, obtuvo más confianza de los votantes que cualquier rival demócrata.

Pero una cosa es ganar después de enterrado y otra arrasar. Y eso lo hizo el empresario de burdeles Dennis Hof en las elecciones legislativas del 6 de noviembre de 2018. Dos semanas antes Hof había sido encontrado muerto en el suelo de uno de sus prostíbulos, Love Ranch, en Nevada, después de dos días celebrando su 72 cumpleaños. De nuevo, las normativas impedían reemplazarlo. Así que los electores del distrito 36 de la Asamblea de Nevada, un trozo de tierra republicano hasta la médula, tenían que escoger entre el fallecido y una educadora demócrata llamada Lesia Romanov. Y un 63% escogió a Hof.

Muchos votantes prefieren votar a un proxeneta muerto de su propio partido que a un candidato del partido rival. En realidad, los electores que cambian de partido no pasan del 9% (según datos de la empresa de análisis Pew) y las ratios de aprobación de Donald Trump entre los republicanos se han movido en una horquilla del 80% y el 90% durante sus cuatro años de mandato. Entre los demócratas, por contra, nunca superó el 14%, quedando la mayor parte del tiempo por debajo del 10%, según Gallup. Ambos grupos se encuentran cada vez más separados. Un estudio de Pew reveló este verano que cuatro de cada 10 estadounidenses no tienen un solo amigo cercano que vote a alguien distinto que ellos.

Joe Biden durante la celebración de su victoria en las elecciones. En vídeo, algunas de las declaraciones que realizó esa noche.

En su discurso de la victoria, Joe Biden ha apelado a un sentimiento patriótico que permita aparcar las diferencias políticas en busca de un bien mayor para el país. “Es hora de bajar la temperatura y cerrar heridas; mirarnos, escucharnos de nuevo y dejemos de ver a nuestros oponentes como rivales. No lo son, son estadounidenses”, dijo el sábado desde el escenario de Chase Center de Wilmington (Delaware). Ni el contexto ni las tendencias resultan alentadoras.

Mientras Biden hablaba, el aún presidente Trump se negaba a aceptar el resultado e insistía en preparar su batalla judicial contra la derrota, azuzando unas acusaciones de fraude hoy por hoy infundadas. Mientras las grandes ciudades del país, feudos progresistas en su mayoría, estallaban en una alegría casi rabiosa por la derrota del republicano, un grupo de seguidores seguía concentrado ante el centro de conteo de votos del condado de Maricopa, en Arizona, protestando y rezando, varios de ellos, con ropas militares y fusiles AR-15 y AK-47 colgando del hombro. Ha habido un lenguaje extremo en esta campaña. Trump ha sido calificado de neofascista, de aprendiz de tirano, y sus seguidores han tachado a Biden de senil, corrupto y socialista, un término que en buena parte de Estados Unidos se entiende como comunista y autoritario.

El republicano ha obtenido más de 71 millones de votos, con los datos del escrutinio de domingo. Para ellos también ha prometido gobernar el presidente electo. Pero la gobernabilidad se antoja complicada. El demócrata puede ser un presidente maniatado por el Congreso, como lo fue Barack Obama durante su segundo mandato, pues los datos de conteo señalan que el Capitolio va a seguir dividido. Los republicanos han recuperado algunos escaños en la Cámara de Representantes, aunque seguirá bajo control demócrata, y parecen encaminados a mantener el control del Senado, lo que dejará buena parte de la agenda progresista de la nueva Administración en el aire, como las leyes medioambientales más ambiciosas o la reforma sanitaria.

Los consensos entre republicanos y demócratas van a ser necesarios. Posibles son, como se vio hace unos meses cuando aprobaron por unanimidad el mayor rescate económico de la historia del país o cuando, en 2018, sacaron adelante la reforma del sistema penitenciario, que también salió adelante por una abrumadora mayoría bipartita. Pero no siempre sienten esos incentivos, o esa presión popular. A la presidencia de Biden le costarán mucho nombrar nuevos jueces en el Tribunal Supremo si no logra la mayoría de la Cámara alta, mientras que, con ella, los republicanos de Trump han logrado colocar tres conservadores en un solo mandato.

El futuro Capitolio tampoco transmite el triunfo de la moderación. Marjorie Taylor Greene, una empresaria de Georgia seguidora del movimiento conspirativo de derechas QAnon, será una nueva congresista de la Cámara de Representantes. Greene se ha referido a QAnon como “una oportunidad única en la vida de sacar a la luz a esta banda de pedófilos adoradores de Satán”. Una de las teorías conspirativas estrella de estos grupos consiste en que renombrados políticos demócratas tienen una red de abuso de menores en una conocida pizzería de Washington. Hillary Clinton era una de las cabecillas.

El republicano Madison Cawthorn, de Carolina del Norte, se ha convertido en la persona más joven de la historia reciente en llegar a la Cámara baja en Washington, con 25 años. Recientemente había creado una web en la que había acusado a un periodista de haber dejado su empleo en la universidad “para hombres no blancos como Cory Booker [senador negro de Nueva Jersey], que busca arruinar a los hombres blancos presentándose a las elecciones [era precandidato presidencial en las primarias]”.

Las elecciones del martes, además, han mostrado una vez más la gran brecha entre el voto urbano y el rural. Los giros progresistas de algunos territorios, como Texas o Georgia, tienen que ver sobre todo con el voto de las ciudades y su creciente peso demográfico. La polarización geográfica, por la cual los seguidores de un partido tienden a concentrarse en las mismas zonas, no era tan extrema en Estados Unidos desde 1860, en el preludio de la Guerra Civil. La de cerrar heridas se antoja como una difícil tarea.

Biden y la vicepresidenta electa, Kamala Harris, han puesto ya en marcha su equipo de transición y Trump, el presidente saliente, prepara su batalla legal contra la elección. Su entorno lanza el globo sonda de que puede volver en 2024. Es como querer ganar las elecciones después de muerto.


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