Cuento de octubre 2 (Catherine del Biombo)

La hermosa Del Biombo reaccionó como los individuos con mucha jeta ante las personas educadas, es decir, trasladando la falta al otro y ofendiéndose: “¿Esa idea tienes de mí? ¿Por quién me tomas? Sólo intento ser amable y simpática con todo el mundo”. Es una táctica que suele funcionar bastante, pero Brendán Godínez no se dejó engañar a la primera. Insistió, y cometió el error de preguntarle si la exhibición de muslos formaba parte de la simpatía. “Yo no me visto así para nadie, ni siquiera para ti. ¿En qué siglo vivís los españoles? Sois imposibles. Además, veo a muchas chicas que van como yo o más destapadas”. Era cierto, y para Godínez resultó insoportable verse tildado de antiguo, siempre se había considerado un adelantado. No le quedó sino disculparse. “Perdona, pero hay españoles que no entienden la simpatía en una mujer guapa. La toman por otra cosa, y a mí me crea inseguridad la interpretación que hacen. Eso, y nuestras limitaciones, me llevan a pensar que no me quieres, que soy un entretenimiento veraniego”.

Catherine del Biombo era ducha en estas lides y supo a qué se refería. También supo que Brendán no andaba errado y que ella, en esta ocasión, se había salido con la suya pero no debía abusar. “Qué dices, estoy loca por ti, y, para demostrártelo, pondremos fin a las limitaciones. Pero antes debo confesarte algo que nadie más sabe, y así entenderás por qué no me puedo quedar embarazada”. Le contó que tres años atrás, en su país, había concebido, y que, con infinitas dudas, pues era muy católica, había abortado bajo las presiones del engendrador. Cuando fue a confesarse de su gran pecado, se encontró con que el cura se negó a darle la absolución y le prohibió volver a comulgar, ya que estaba excomulgada indefinidamente. Ella era tan creyente que había seguido haciéndolo en otras parroquias de la zona, furtivamente y agregándose cada vez otro pecado. Brendán la escuchó atónito, y si al conocerla había bendecido su suerte, ahora la maldijo: “¿Cómo puede ser que, entre los millones de estadounidenses, me haya tocado una beata, y de la misma religión que ha asolado estas tierras durante siglos?”, se dijo. Comprendió que Del Biombo no era compatible con él, y le buscó defectos. Pensó que sus pechos espléndidos eran un poco demasiado grandes, y que con la edad correrían el riesgo de convertirse en temibles balones de baloncesto. La observó al comer: no llegaba a aquella vulgaridad del marido de Madame Bovary, que rastreaba con la lengua los trocitos de comida que se le habían quedado entre los dientes, pero vio que de vez en cuando se daba, con el interior de los labios, una especie de beso en los incisivos, lo cual le pareció de mal gusto. Desde el principio se había dado cuenta de que no vestía con mucho acierto, pero también se dijo que, salvo la evolución futura anatómica, el resto era corregible. Él le regalaría ropa adecuada, en cuanto averiguara su talla.

La verdad es que lo dominaba el deseo, así que se compró preservativos, y, una vez a solas con ella en la cama, los levantó en alto y se los mostró como si fueran una ristra de ajos para ahuyentar al vampiro. Aun así, Del Biombo le hizo jurar que “se saldría a tiempo”, para asegurarse. Y como los hombres son capaces de jurar cualquier cosa en esas circunstancias, consintió de buen grado. Y cumplió, cumplió a rajatabla. Con tantas cautelas, prolegómenos y promesas arrancadas, el ansiado coito no le pareció para tanto. También lo importunó la contradicción de que Catherine se prestara a estas prácticas, siendo tan virtuosa. A los pocos días ella se marchó a un cursillo en Santander, de tres semanas. Hablaron por teléfono a diario, salvo cuando la joven estaba ilocalizable, la mayoría de las noches. Al cabo de tres o cuatro días sin comunicarse, Del Biombo le dijo estar preocupadísima porque no le había venido la regla, que en su caso la visitaba puntual como un reloj de estación. “El cambio de país y de régimen alimenticio influye en estas irregularidades”, la tranquilizó él y se tranquilizó él mismo. “Y además, tomamos todas las precauciones”. “Well, you never know”, le respondió ella. Hablaban indistintamente en español y en inglés, lengua en la que Brendán, hijo de diplomático y diplomático incipiente, era versado.

Pero él se angustió, y en esas fechas le salieron sus primeras canas en las sienes (contaba 30 años). Aguardó nervioso a la conclusión de aquel cursillo. Durante el resto de la estancia Catherine no lo llamó ni él dio con ella, y cuando a su regreso le pudo preguntar al respecto, Del Biombo le contestó que en Santander se hacía vida de grupo, profesores y alumnos; iban a tomar una copa tras la cena y a bailar; no iba a convertirse en la aguafiestas. “Este país tuyo sí que sabe divertirse”, remató con desenfado. Entonces Brendán se interesó por el retraso. “Ahí seguimos”, fue la inquietante respuesta de ella. Y añadió con gravedad repentina: “Habría que ir pensando qué hacer, por si acaso”. “Ah, ¿y qué se te ocurre, por si acaso?” Del Biombo se besuqueó los dientes. “¿Tú te casarías conmigo?” A Brendán ni se le había pasado por la cabeza, y de pronto se sintió más agobiado que atraído. Y pensó: “Uyuyuy. Qué Benet ni qué niño muerto”.

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