Tras los asaltos a las instituciones en Estados Unidos (2021) y Brasil (2022), hay un temor justificado de que este fenómeno se extienda y nos acabe afectando. En este sentido, se ha hablado últimamente de la posibilidad de que, si no ganan las derechas por mayoría absoluta en las próximas elecciones generales, Vox denuncie el recuento y diga que Pedro Sánchez ha manipulado los resultados para perpetuarse en el poder. Al fin y al cabo, después de lo que hemos oído y leído en estas últimas semanas, no sería la más grave de las acusaciones que se han lanzado contra el Gobierno.
Si alguien está convencido de que se han robado las elecciones, es lógico que acabe participando en un asalto a las instituciones. Más que el asalto en sí, el problema está en que esa persona llegue a creer en el robo sin tener ningún indicio de ello. Podría pensarse que, en realidad, no se trata más que de un pretexto con el que justificar su acción, cuyo fin último es instaurar un régimen autoritario de derechas. Según esta interpretación, nadie en sus cabales se toma en serio la posibilidad de que se haya podido cometer un pucherazo a gran escala.
Sin embargo, cuando los periodistas entrevistan a los participantes en los asaltos, da la impresión de que están realmente convencidos de que “el sistema” (una oligarquía corrupta y mafiosa) ha trucado los resultados. De hecho, lo dicen con una convicción desconcertante, hasta el punto de que no entienden por qué los demás no lo vemos igual.
¿Están acaso chalados? Supongo que algo de chaladura hay para llegar tan lejos, pero me gustaría sugerir que sus mentes funcionan de manera parecida a las del resto. No es que no sepan aplicar las reglas básicas del razonamiento. ¿Pero cómo han llegado entonces a vivir en una realidad paralela? ¿Acaso no hay que entrar en un proceso delirante para alcanzar conclusiones como las suyas? No exactamente. Intentaré explicarme dando un pequeño rodeo.
Nuestra vida social ha alcanzado unos niveles de complejidad asombrosos. El grado de diferenciación y especialización de las tareas que realizamos solo es posible mediante lo que Durkheim llamó la “solidaridad orgánica”, que nace de la interdependencia y complementariedad entre los individuos. Cada uno de nosotros sabe hacer unas pocas cosas, pero colectivamente conseguimos logros impresionantes. Esto produce gran dependencia mutua. De hecho, si nos dejaran solos en medio de una selva desconocida, no sobreviviríamos más de unos pocos días. No sabríamos alimentarnos, ni defendernos de los múltiples peligros que acechan. Robert Boyd, el antropólogo evolucionista, arranca su apasionante libro A Different Kind of Animal (2018) con la historia de dos exploradores perdidos en el interior de Australia que perecieron en medio de una tierra de abundancia. Intentaron alimentarse mediante las semillas que los aborígenes utilizaban, pero no sabían que dichas semillas eran tóxicas y que resultaba necesario someterlas antes a un tratamiento que los autóctonos practicaban desde hacía siglos. No es una historia excepcional, sino un ejemplo más de lo que Boyd llama “el experimento del explorador europeo extraviado”. Este experimento muestra la importancia de la cultura y sus formas de solidaridad: fuera de nuestra cultura, somos seres indefensos.
Las sociedades avanzadas, caracterizadas por una división extrema del trabajo, funcionan gracias a unos niveles masivos de solidaridad orgánica. En nuestros quehaceres diarios, realizamos múltiples tareas partiendo del supuesto de que hay personas que hacen posible la provisión de alimentos, el transporte, la seguridad, la sanidad, la información, etcétera. Todo ello requiere enormes dosis de confianza no solo en las personas, sino también en las organizaciones y las instituciones. Cuando vamos al mercado y pedimos medio kilo de carne, confiamos en el vendedor o vendedora: suponemos que la carne no está en mal estado y que la báscula no está trucada. Cuando ponemos gasolina, suponemos que el líquido que sale del surtidor es lo que el coche necesita. Cuando alguien nos paga por algún servicio o producto, suponemos que no es dinero falsificado. Cuando alguien va a la Universidad, supone que el profesor o profesora no le va a contar mentiras. Y así podríamos continuar llenando páginas y más páginas con ejemplos de cómo prácticamente toda interacción social presupone un cierto nivel de confianza.
¿Qué tiene todo esto que ver con la cuestión inicial sobre la creencia en el fraude electoral y el asalto a las instituciones? Más de lo que podría parecer. Pensemos en el proceso electoral. Cuando echamos el sobre con la papeleta en la urna, la inmensa mayoría creemos que los miembros de la mesa, los interventores de los partidos, los funcionarios del Ministerio de Interior, la empresa que gestiona el recuento, la Junta Electoral y el propio Gobierno, todos ellos, con mayor o menor fortuna, cumplen con sus obligaciones. Sin embargo, no tenemos pruebas fehacientes de ello, ni las demandamos, es una simple cuestión de confianza.
Trumpistas y bolsonaristas, sin embargo, por la naturaleza sectaria y extrema de sus creencias políticas, han perdido la confianza social. No creen en lo que puedan decir los funcionarios, los jueces, los periodistas o los académicos. Consideran que todos ellos forman parte de una élite traidora y deshonesta en la que no cabe confiar.
Es el mismo mecanismo que se observa en las teorías de la conspiración. Su éxito se basa en la desconfianza social. Una vez que se desconfía de lo que aseguran los expertos en la materia, a quienes se atribuye intenciones torcidas, queda el campo libre para las ideas más fantasiosas y lunáticas. El problema de fondo consiste en el cuestionamiento de la validez de lo que puedan decir o hacer las personas involucradas en un cierto asunto. Si se trata de las vacunas, nada de lo que afirmen investigadores, farmacéuticas y funcionarios hará mella en las creencias de quienes desconfían.
Hay una afinidad clara entre la sospecha paranoide del fraude electoral y las teorías conspirativas. En ambos casos, lo que explica su auge es una desconfianza creciente en la autoridad de las personas, las instituciones y las organizaciones a las que se les encomienda garantizar ciertos procesos o tareas.
A mi juicio, fenómenos políticos patológicos como los asaltos a las instituciones son, en último término, consecuencia del proceso generalizado de desintermediación que estamos viviendo de forma acelerada (así lo he intentado mostrar en un libro reciente, El desorden político). Los niveles de confianza en los intermediadores tradicionales que se encargan de certificar el valor de los procesos sociales se han reducido notablemente en los últimos tiempos (ya sean representantes políticos, críticos culturales, periodistas, académicos expertos o funcionarios públicos). Mucha gente es cada vez más escéptica hacia los mecanismos institucionales de intermediación. Todo esto tiene una parte liberadora, pues se cuestionan jerarquías y dependencias verticales, pero también otra profundamente inquietante, tal como se manifiesta en el auge de comunidades cerradas y sectarias que son impermeables a las razones que proporcionan los intermediadores habituales. De ahí que observemos fenómenos como el auge de líderes sin escrúpulos que extienden la desconfianza política y social y su corolario, los asaltos a las instituciones políticas por grupos que han dejado de creer en ellas. Cosas que hubieran sido impensables hace unas pocas décadas.
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