La cultura es peligrosa. Leer, sin duda, es el arma más subversiva al alcance de los humanos. Es la evidencia que se extrae cuando vemos el salvaje intento de asesinato contra Salman Rushdie, que viene a reavivar, tres décadas después, la persecución dictada contra él por parte de los ayatolás iraníes, y que ya se llevó la vida de traductores y editores de Los versos satánicos. Los dogmas religiosos cayeron víctima de la expansión de la cultura. Con un poco más de premura fueron cayendo las más grotescas supersticiones que habían alimentado durante siglos las certezas humanas. Se terminó con el sacrificio de criaturas vivientes para satisfacer a dioses supremos, y la investigación científica fue desactivando a quienes pretendían que las estrellas del cielo o el sistema sanguíneo obedecieran a un orden dictado desde el poder. Incluso más tardíamente, a través de la cultura y el arte se aceptaron las razas como iguales, a la espera de su aplicación real, y está en camino de lograrse que las mujeres dejen de padecer el sometimiento ante los hombres, que alcanza hasta para querer dictarles normas sobre su propia reproducción. Dentro de algunas generaciones se mirará nuestra relación ante la ecología, la inmigración y la desigualdad como un disparate que no fuimos capaces de ordenar con un mínimo de inteligencia y sabiduría.
Salvo que se rompa el ciclo progresivo con una regresión inducida por el nacionalismo y otras variantes de viejos dogmas, la vida sobre la Tierra avanzará a cortos pasitos en su mejora. Tendremos que sufrir, nosotros también, el riguroso juicio de la historia por nuestras incapacidades, pues aún vendrán más libros y más ciencia que nos desnudará de tantas carencias que padecemos. El progreso es una herramienta de superación, pero sucede que la eclosión de la tecnología comunicativa amenaza con vaciar el esfuerzo colectivo en la dirección de un individualismo salvaje. La absorción de las personas en campanas de aislamiento convierten a la ironía y el escepticismo en enemigos. Puede que ya nadie queme libros en la plaza pública, pero desactivar el prestigio de la inteligencia y la pasión lectora en los jóvenes los condena a una experiencia personal cautiva de su propia vivencia particular y, por lo tanto, a una manipulación constante de sus emociones y sus miedos provocada por la incapacidad para la empatía con el ajeno. Es decir, fabricar fanáticos es eternizar la hoguera y el campo de concentración como soluciones.
No es Trump el único político que carga contra los medios informativos. Es una común estrategia de descrédito que utilizan líderes de todo el mundo. En algunos casos, incluso en la evidente pluralidad de enfoques, intereses y hasta desmesuras que presenta una prensa libre, se repite que los medios responden a una dictadura progresista o las redacciones reúnen al izquierdismo global. Esta patraña en realidad no se atreve a expresar con claridad lo que quiere decir. Ni más ni menos se trata de desacreditar al que se informa, al que lee, al que persigue datos, corroboraciones, perfiles e historias personales que escapan del arquetipo o la imposición sagrada. El pensamiento, la cultura, son la vacuna. La amenaza constante a la vida de periodistas, viñetistas, escritores y la exclusión de la información libre en los proyectos políticos hacen visible la enfermedad que nos acecha.
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