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Cultura ‘woke’: ¿ha importado Europa un debate propio de Estados Unidos?

Para ganar el oro en los Juegos Olímpicos no basta con entrenar durante años. Un atleta no puede ser woke. Al menos eso aseguraba hace poco Donald Trump, expresidente de Estados Unidos, al enterarse de que la selección femenina de fútbol de su país se había llevado el bronce en Tokio: “Si nuestro equipo de fútbol, liderado por un grupo radical de maniacas izquierdistas, no fuera woke, habría ganado la medalla de oro en lugar del bronce”, declaró el pasado 5 de agosto en un comunicado. En este texto dejaba de lado que el oro se lo había llevado la selección canadiense, en la que jugaba la centrocampista Quinn, quien se identifica como persona trans no binaria.

Woke es la forma en pasado de “despertar” en inglés, pero desde 2017 el Diccionario de Oxford admite el uso informal de la palabra con el significado de “alerta a las injusticias y discriminaciones en la sociedad, especialmente en lo relativo al racismo”. El primer uso registrado de woke corresponde a un artículo sobre sindicalismo del año 1942 publicado en la revista afroamericana Negro Digest, en el que un minero hablaba de sus reivindicaciones usando el verbo “despertar”. Dos décadas después, woke ya era popular entre los negros estadounidenses: hay un citadísimo artículo publicado en The New York Times en 1962 en el que el escritor William Melvin Kelley repasa el vocabulario de los jóvenes negros de Nueva York, con ejemplos como dig (entender, pillarlo), cool (guay) y cat (chica). Y el adjetivo woke, que, en este contexto, quería decir “estar informado, estar al tanto”.

El término se hizo tremendamente popular fuera de la comunidad afroamericana con el nacimiento del movimiento Black Lives Matter, que arrancó en diciembre de 2014 tras los homicidios de Michael Brown y Eric Garner. En las multitudinarias protestas en varias ciudades contra la violencia policial, uno de los lemas usados fue stay woke (mantente despierto o mantente alerta).

Con su popularización, el significado de la palabra se amplió y contagió a otros movimientos sociales, como el feminismo, para luego diluirse y aplicarse a cualquier guiño con apariencia progresista. Muchas marcas se subieron al carro. Su apropiación por el marketing (el llamado “capitalismo woke”) se parodió en 2017 en el programa de televisión estadounidense Saturday Night Live, en el que el actor Ryan Gosling promocionaba unos pantalones vaqueros sin talla y sin género “para una generación que desafía las etiquetas”.

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En pocos años, la palabra woke ha pasado de emblema de la lucha antirracista en EE UU a convertirse en un comodín que se usa para ridiculizar diversas ideas de izquierdas, sustituyendo a “políticamente correcto” en algunos discursos. Lo woke, para sus detractores, proyecta la imagen de un enemigo que no admite debate y que da más importancia a las emociones que a los argumentos. A menudo se construye este relato mediante la selección de “anécdotas aisladas y caricaturizando al objeto de su crítica”, según escribía en 2016 la historiadora e investigadora de medios Moira Weigel. Para la socióloga Olivia Muñoz-Rojas, esta apropiación del término con un sentido despectivo es precisamente una demostración de la fuerza del movimiento que está detrás de la palabra y del impacto que está teniendo sobre la sociedad, los consensos y los valores que se creían establecidos. “Ha hecho mella”, sostiene. “Si no, no sería relevante y no se le prestaría atención”.

La palabra ha sido objeto de controversia en Europa. Lo leemos en tuits y artículos de opinión, por lo general críticos con el concepto. Y aparece en debates como el que tiene lugar desde hace unos meses en las universidades francesas, donde se acusa a los profesores y responsables académicos de adoptar ideas procedentes de EE UU que sientan las bases de una especie de caza de brujas en la que los disidentes son perseguidos y “cancelados”: la existencia de una supuesta “cultura de la cancelación” que censura a personajes problemáticos o controvertidos también es una fuente de polémica. La ministra de Universidades francesa, Frédérique Vidal, anunció en febrero una investigación sobre la supuesta infiltración islamoizquierdista en las universidades, en referencia sobre todo a los estudios poscoloniales y de género. El pasado mes de junio, en una entrevista con la revista Elle, el presidente francés, Emmanuel Macron, culpó a la mentalidad woke de la “racialización” de la sociedad y mostró su desacuerdo con “una lucha que reduce a cada uno a su identidad o particularidad”. En un discurso el año pasado, criticó las “teorías de ciencias sociales importadas de EE UU”.

Paradójicamente, gran parte de las ideas que rodean lo woke no nacen en Estados Unidos, sino que son herederas del trabajo de pensadores posmodernos franceses como Michel Foucault, Jacques Derrida y Jean-François Lyotard. Así lo recuerdan los ensayistas Helen Pluckrose y James Lindsay en su libro Cynical Theories, en el que critican el dogmatismo de algunas de estas ideas y de sus defensores, que, en su opinión, no admiten discusión ni disenso. Pluckrose y Lindsay, por cierto, se hicieron conocidos en 2018 tras colar siete artículos intencionadamente erróneos sobre racismo o feminismo en varias revistas académicas y publicar, a continuación, un texto sobre el auge de los “estudios del agravio”.

En Europa el sentido peyorativo de woke es el más extendido, explica la politóloga francesa Agathe Cagé, autora del ensayo Respect! y profesora en el Centro Europeo de Sociología y Ciencias Políticas (CESSP). En su opinión, el concepto podría haber sido un catalizador interesante de debates públicos, pero la derecha conservadora “lo ha reducido a un objeto de polémicas”. Para Cagé, se trata de una estrategia que se centra en la palabra con el fin de evitar los debates de fondo. Resulta fácil distorsionar el concepto, opina, porque su largo recorrido histórico a menudo se ignora en Europa.

Manifestantes vistos a través de un puño en una bandera de Black Lives Matter, en Leeds, Inglaterra, el 21 de junio de 2020.OLI SCARFF / AFP via Getty Images

Antumi Toasijé, director del Centro de Estudios Panafricanos y doctor en Historia, Cultura y Pensamiento, opina que la palabra woke resulta muy interesante precisamente por su historia. Sin embargo, él prefiere seguir usando expresiones como “revisar los privilegios” o “tomar conciencia”, que llevan años usándose en España en la lucha contra el racismo y otras discriminaciones. Estos términos también han sido objeto de críticas y sarcasmo. “Es algo que siempre va a pasar”, explica Toasijé. “Cuando un grupo privilegiado pierde poder, responde con la queja o con el sarcasmo”.

El concepto woke también ha recibido críticas de voces más cercanas al progresismo, como Barack Obama. El expresidente de EE UU alertó en 2019 contra la “cultura de la cancelación” durante una charla dirigida a jóvenes activistas: “Esta idea de la pureza y de nunca ceder y de estar siempre woke en política… Deberíais superarlo rápido”. Obama advertía de que lapidar a quien se equivoca no es activismo. “No va a traer cambios”, predijo.

Del mismo modo, el lingüista afroamericano John McWhorter alerta en sus artículos de la revista The Atlantic sobre los excesos de esta izquierda antirracista. En octubre publicará Woke Racism (racismo woke), donde distingue entre activistas woke (con los que él mismo se identifica) y “los elegidos”, que, afirma, convierten en una religión las ideas antirracistas y se cierran al debate.

En Francia, la conferencia de rectores de las universidades calificó la investigación de esta supuesta influencia islamoizquierdista como un asalto inaceptable a la libertad académica. La politóloga francesa Agathe Cagé subraya: “Las universidades son lugares de debate y construcción del pensamiento crítico que hay que preservar de las falsas polémicas”. A la socióloga Muñoz-Rojas, que reside en Francia, le sorprendió la repercusión de lo que a simple vista podría parecer una polémica circunscrita al ámbito académico. En su opinión, esta reacción muestra que sigue siendo necesario reconocer y recordar los agravios históricos del colonialismo, que “por supuesto atañen a Europa y, por tanto, a España, y que empujan a esa reflexión que está por hacer”. No se trata de juzgar el pasado con los ojos del presente, puntualiza, sino de reconocer que esos abusos siguen teniendo consecuencias en la actualidad, en forma de discriminación y menos oportunidades. Para ella, el concepto woke no está agotado, sino que es “efervescente”, y ha facilitado la confluencia de luchas y reclamaciones sociales diferentes.

Pap Ndiaye, experto francés en historia social estadounidense, suele explicar que la juventud mundial forma un triángulo militante en tres áreas: el antirracismo, el medio ambiente y la igualdad de hombres y mujeres. Es decir, la movilización woke hace que se oigan voces y opiniones antes silenciadas, como recuerda Toasijé: “Existía el privilegio de insultar a una persona por ser negra y que no se pudiera decir nada. Eso se está acabando”. La cultura woke, asegura, no quiere coartar la libertad de expresión de nadie, sino, en todo caso, recordar que todos pueden hablar: “No es que ahora no se pueda decir nada, sino que se puede decir que algo en concreto es racista. Y, si se quiere, se puede argumentar”.

Lo cierto es que la palabra woke ya no significa lo mismo que en su origen. Sirve para criticar los estudios poscoloniales en las universidades francesas, pero también para hablar en tono despectivo de Meghan Markle o de la selección estadounidense de fútbol. Estos cambios de significado en términos y palabras no solo ocurren en un sentido: la socióloga Olivia Muñoz-Rojas pone los ejemplos de “fascista” o “populista”, que, igual que ocurre con woke, pueden significar cosas diferentes según quién las diga. Por ejemplo, explica, “populismo” ha perdido su significado estricto dentro de la ciencia política para pasar a ser sobre todo una expresión de desaprobación, un insulto.

¿Podría woke volver a usarse con su sentido original? “Cualquier palabra tiene potencial para ser reapropiada o reanalizada”, apunta por correo electrónico la sociolingüista estadounidense Kelly Wright, que pone el ejemplo de queer. Esta palabra significaba “raro” o “diferente” antes de usarse para designar a los homosexuales y luego convertirse en un insulto. Después, la comunidad LGBTQ la recuperó y ha quedado, sobre todo, como un término neutral de identidad.

“El lenguaje es un sistema natural y está evolucionando constantemente”, explica Wright, y esto incluye los significados y usos de las palabras, por lo que la comunidad negra podría volver a utilizar la palabra woke como hace unos años. Eso sí, la lingüista recuerda que “esos significados originales todavía existen y todavía se usan. La apropiación de una palabra por una cultura mayoritaria no niega su significado o su valor para la comunidad de la que emergió”.

Woke, de hecho, no es negativo para todo el mundo: en mayo, un estudio de King’s College London reveló que un 26% de los británicos se tomaría que lo llamaran woke como un cumplido, un 24% como un insulto, y la mayoría no sabría de qué le están hablando.

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